19 abril 2022

No, no esperen a Godot

MUCHACHO– ¿El señor Alberto?

VLADIMIR– Soy yo.

Samuel Beckett – Esperando a Godot

 

Fuimos esa tarde al cine Fénix. Era, otra vez, una nueva sesión del cine-foro intercolegial que conducía Luis Campos, mi profesor de Literatura. Exhibían una versión cinematográfica de Esperando a Godot, la “tragicomedia en dos actos” del irlandés Samuel Beckett. Era –recuerdo– la historia de dos indigentes que esperan a un personaje que jamás llegaba y que mandaba a decir que se disculpaba pero que al día siguiente sí llegaría. El punto es que Godot nunca llegaba y todos estábamos persuadidos que Godot nunca iba a llegar. Eran los años del auge del existencialismo –Jean Paul Sartre, Albert Camus–; el drama apuntaba al sinsentido de la condición humana, al tedio; recogía la propuesta del “teatro del absurdo”.

 

Hubo ese día posturas controversiales; nadie parecía ponerse de acuerdo en quién era el personaje principal, si uno de los integrantes del drama o ese personaje ausente y que nunca llegaba a la cotidiana y postergada cita. Estuvimos de acuerdo en que se trataba de una alegoría pero nadie supo definir, en tal contexto, qué representaba Godot. Tratándose de un ambiente de estudiantes católicos, se esperaba que algunos sugirieran –aun en contra de lo declarado por el propio autor– que Godot simbolizaba a la Divinidad. Recuerdo haber pedido la palabra para decir que discrepaba, que la obra se me antojaba como un acertijo filosófico y que Godot representaba al destino, un destino que nunca se convierte en presente porque solo es un futuro que nunca va a llegar; o, mejor todavía, que nunca “terminaba por llegar”.

 

Pasados los años, un amigo me preguntó un día si había leído ese drama de Beckett y si sabía que el autor se habría inspirado en la teoría del conocimiento de otro irlandés, George Berkeley, para exponer lo que expresan dos de sus personajes en la obra: Pozzo y Lucky (que nada tiene de afortunado). Así fue que un día me propuse leer el libro y así fue como me enteré quién había sido Berkeley, quien además había dado nombre a una ciudad situada al norte de Oakland, ubicada frente a San Francisco; y para nombrar también a uno de los centros educativos más famosos que existen en el mundo. Berkeley ha producido más de diez premios Nobel y una decena de premios Pulitzer; es considerada como una de las seis mejores universidades en el mundo y es reconocida como la primera universidad pública de los Estados Unidos.

 

Con Berkeley (el filósofo) me habría de suceder lo que alguna vez me pasó con Jonathan Swift, pues cuando revisé su biografía: su retrato reflejaba a un individuo que vestía el mismo hábito de los hermanos de la comunidad fundada en Reims por San Juan Bautista De la Salle. Hoy sé que ese atuendo, una sotana negra dotada de un alzacuellos con la forma de una golilla o babero –se llama realmente “rabat”–, no fue algo diseñado por los propios Hermanos Cristianos, sino que fue un hábito que estuvo reservado en el siglo XVII solo para los sacerdotes. Más tarde, y con las debidas dispensas, ese modelo fue adoptado por los hermanos lasallistas. Aquel rabat era, en la práctica, una pieza abreviada de un cuellecillo blanco que en esos tiempos cubría la parte superior de la sotana; el rabat se instalaba en la parte alta del pecho y consistía en dos apéndices blancos rectangulares.

 

Para averiguar el nombre y la simbología del rabat, hice hace pocos días una pequeña excursión a lo que fue “la quinta de los Hermanos” en Conocoto. Utilicé Google Maps para ubicarme y para encontrar el camino más conveniente; la aplicación me llevó desde San Rafael a Capelo y a través de San Pedro de Tabuada; y, desde ahí, y por medio de una diagonal del mismo nombre, hacia el occidente, donde otra flamante vía me condujo hacia el sector de El Deán Alto, esa ruta es conocida como Marquesa de Solanda, quien fuera la esposa del vencedor de la Batalla de Pichincha, y Mariscal de Ayacucho, el general venezolano Antonio José de Sucre.

 

Ahí, en esa vía, unas pocas cuadras antes de tomar hacia el sur en la avenida Abdón Calderón, se puede apreciar una construcción centenaria; el trazado de la calle ha sido alterado para evitar la demolición de aquella joya arquitectónica (hoy "medio renovada" y convertida en centro de recepciones). Es la “Mansión del Deán”, nada menos que la casa de hacienda heredada por Mariana Carcelén de Guevara y Larrea–Zurbano, Marquesa de Solanda y Villarrocha, fugaz esposa y viuda del Gran Mariscal. María Ana había nacido en esa misma casa… 


Vayan a conocerla; los restauradores han hecho lo que han podido… ¡Vayan. No esperen a Godot!


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario