08 abril 2022

De patuleas y patulecos

“No sé cómo los rebajados medios de comunicación dedican páginas y horas a esta patulea de vagos pueriles y jactanciosos, incapacitados para conducir un país”. Javier Marías. El País, 5 de marzo de 2022.

 

Eso que Marías llama una “patulea” para designar a un grupo de gente incivil, avariciosa, ágrafa y cínica, que conforma el cuerpo legislativo de su país (allá como aquí, siempre hay cabida para honrosas excepciones), no es sino un término más que se inscribe en esa suerte de campeonato de insultos, diatribas y más denuestos a que se han hecho acreedores estos mal llamados legisladores cuya dudosa estirpe domina el protagonismo político de nuestros países. Conforman, en efecto, un “conjunto de personas despreciables” como lo define el DLE.

 

Pero referirse a estos cómicos personajes (de nuevo, solo hablamos de la mayoría) no requiere que participemos en un improbable torneo de invectivas. Ahí están ellos para auto-dedicarse agravios y vituperios. Aun si no lo hacen, su menos que mediocre actuación no solo que los caricaturiza, sino que con exceso de fidelidad los refleja. Basta escuchar su cansina tautología para reconocer que, cualquier cosa que digan (o, que hayan intentado decir) se convierte por sí sola en el más prosaico testimonio, no solo de la real dimensión de su capacidad expresiva, sino que se traduce, por sí misma, en oprobio, mofa y ultraje.

 

Una noche -hace muchas lunas- conversábamos con un grupo de amigos acerca de este inaceptable y repetitivo tema (bien sabemos que lo realmente repetitivo, y lamentable, es que sigamos eligiendo a esta caterva de gente incompetente); de pronto, uno de mis hermanos narró el inesperado contrapunto verbal entre dos legisladores a quienes la prensa se había (mal) acostumbrado a distinguir (con el sentido de diferenciar) utilizando el inapropiado título de “honorables”. Contaba mi hermano, del cruce verbal entre dos diputados, cuando, finalizado el inopinado intercambio de emponzoñados escarnios y afrentas, el acusador habría concluido su zarabanda de dicterios endilgando al otro el más impensado insulto: “¡Liborio!”, le habría gritado. Para mí que, ya consultado, este pasaría a convertirse, no solo en el más inocuo de los denuestos, sino en pieza para la antología del disparate.

 

Demás está comentar que cuando llegué a casa y acudí al diccionario, para revisar la acepción de la potencial afrenta, me topé con esta inesperada respuesta: “el vocablo consultado no existe, la entrada que se muestra a continuación podría estar relacionada: ciborio”. Creí entonces que había escuchado mal, pero al consultar ciborio, caí en cuenta que la voz significaba copón para beber o artilugio que corona un altar o tabernáculo…

 

No me habría quedado más recurso que acudir a la enciclopedia, solo para enterarme que el tal Liborio (así, con mayúscula inicial) no era ningún vituperio, sino que -¿quién lo hubiera pensado?- era un nombre del santoral. ¿A quién, en sus cinco sentidos, pudiera ocurrírsele gritar a otro, por feo nombre que sea, un insulto en la forma de un nombre propio, como ¡Rudecindo o Marcelo!, ¡Rodrigo o Pancracio!? Pero no, Liborio no era una refinada ofensa, era un nombre, poco conocido pero nombre propio; hasta parece que había un hospital público en algún lugar que obedecía al nombre de Liborio Panchana Sotomayor, en honor -supongo- de algún médico reconocido por sus virtudes sociales, un personaje relevante, un ciudadano destacado. Liborio parece ser nombre de origen italiano, que tendría relación con “liberto” , o libre, y que querría decir independiente, redimido o emancipado.

 

En fin, son los calificativos a que se hacen acreedores estos “guacharnacos”, como –con acre ironía– algún mordaz y conspicuo político un día los llamó. O, como un viejo conocido colega solía decir: “no son sino unos patulecos”, palabra que no es ningún quiteñismo. No, no es voz vernácula. Es lo que se dice de una persona que tiene algún defecto físico en los pies o en las piernas, pero se utiliza para designar a alguien que tiene -figurativamente- un andar sinuoso, desviado o escaqueado… Ellos no están ahí con el propósito de defender algún interés nacional, ni siquiera el de quienes les han votado con la intención de que representen sus aspiraciones y necesidades; el suyo es un afán cicatero, avaricioso y mezquino, el puro deseo de aportar a intenciones oscuras y aprovechar de la circunstancia para alimentar sus insaciables faltriqueras. Sí, ¡solo son una sarta de incompetentes y aprovechados!


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