01 abril 2022

Érase una vez un mar…

Hace mucho, mucho tiempo, había una vez un mar que tenía nombre de mujer y se llamaba Panonia. Panonia se sentía un poco sola y aislada, estaba en Europa Central y un buen día, hace ya dos millones y medio de años, empezó a perder nivel y a secarse paulatinamente… Esta cláusula equivaldría a poco más de cien veces del tiempo transcurrido desde que un filósofo griego llamado Aristocles (427–347 a.C.), y apodado Platón por sus anchas espaldas, había fundado la Academia; y quizá unas diez, desde que el hombre inició su bipedación y decidió emigrar y dejar el África. Ahí estaba el mar, cercado hacia occidente por los Alpes, al sur por los Alpes Dináricos y los Balcanes, y al norte y oriente por los Cárpatos. Con el tiempo, el mar se convirtió en una feraz llanura y en uno de los más fértiles graneros de Europa. Así, también, poco a poco se fue poblando.

 

Pasado el tiempo, Panonia –o el mar Panonio– se convirtió en la llanura panónica y llegó a ser la patria de los indómitos y altivos magiares. Hasta el final de la I Guerra Mundial, cuando se firmó el Tratado de Trianón, Hungría, el estado que lo ocupaba en casi su totalidad, tenía una extensión equivalente a la actual del Ecuador; entonces era una potencia regional, pero los daños colaterales del conflicto le hicieron perder un setenta por ciento de su territorio. Hoy la extensión de Hungría no llega a cien mil kilómetros cuadrados. Lejos de lo que se puede creer, su idioma no es una lengua eslava; es más, no es siquiera un idioma indoeuropeo, es ugrofinés y constituye la lengua no indoeuropea con más hablantes que existe en Europa.

 

En tiempos del Imperio Romano, Hungría habría sido parte de las provincias de Panonia y de Dacia; en esta última compartía territorio con Rumania, pueblo que hablaba un dialecto derivado del latín vulgar. Hungría habría sido conocida por un tiempo como “Pascua Romanorum” (o pastos de los romanos). La zona sería conquistada por los hunos; y más tarde por una confederación de tribus con carácter hereditario, cuyo jefe habría sido conocido como “El diez flechas”, On-Ogur en el idioma que se hablaba en la llanura; esto daría lugar a llamar a la zona como “tierra de los húngaros”. Actualmente, ni húngaros ni rumanos hablan una lengua eslava; ocupan una ancha franja que va desde Austria hasta el mar Negro, a ambos lados se hablan únicamente idiomas relacionados con el eslavo.  

 

En Europa, en la actualidad, se hablan exclusivamente lenguas indoeuropeas con la sola excepción de Hungría y Finlandia (húngaro y finés). Un capítulo aparte merece el euskera o vascuence que se habla en el país vasco y que, por lo que se sabe, no está emparentado con ningún grupo lingüístico conocido; en la práctica, el vasco es una curiosidad que siempre ha fascinado no solo a los lingüistas sino también a los antropólogos. En cuanto a las principales lenguas indoeuropeas que se hablan en Europa, estas están repartidas en los siguientes grupos: báltico, eslavo, germánico, helénico e itálico (las lenguas del romance); en Asia, se hablan desde el sureste de Turquía hasta Bangladesh, pasando por Armenia, norte de Irak, Irán (el persa), Afganistán, Pakistán y la India. Hay alrededor de 150 idiomas indoeuropeos, con algo más de tres mil millones de hablantes.

 

Cuando los filólogos buscan similitudes entre los diferentes idiomas, no solo comparan la apariencia fonética sino otros aspectos gramaticales como el uso del género, el modo de construir el plural o la forma de conjugar los verbos. Uno de los primeros lingüistas preocupado por encontrar una identidad en el grupo indoeuropeo habría sido un jesuita, Gaston-Laurent Coeurdoux, quien habría vivido en la India hacia la segunda mitad del siglo XVIII y habría encontrado sorprendentes parecidos entre el sánscrito, el latín y el griego; y, además, entre diferentes idiomas europeos. Por un tiempo se habría creído que el sánscrito era el idioma germinal de las demás lenguas; sin embargo, posteriores estudios habrían llevado a concluir que se trataría más bien de otra lengua, una hablada en una zona ubicada hacia el norte del Cáucaso, entre los mares Caspio y Negro: esta sería considerada el proto-indoeuropeo.

 

Antes de Coeurdoux, hacia la primera mitad del siglo XVII, un neerlandés de nombre Marcus Zuerius van Boxhorn, habría sido el primero en reconocer una identidad entre las lenguas que más tarde se conocieron como indoeuropeas; van Boxhorn las habría llamado escitas o “escito-sármatas” y las habría encontrado repartidas en un amplio espectro ubicado entre Europa y Asia. Era un tiempo en que todavía se creía, por efecto del influjo bíblico, que el hebreo podría ser el idioma más antiguo del mundo. Luego de lo desarrollado por Coeurdoux, sus estudios habrían de ser continuados por otro filólogo, el inglés William Jones, quien había vivido en Calcuta y se había dado a la tarea de comparar las lenguas y de clasificarlas en forma sistemática.

 

Parece un cuento pero es la pura realidad, y para mí que una historia fascinante.


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