Gente de toda condición es susceptible a creer en fantasmas y aparecidos, a dejarse
influir y aun intimidar por historias de duendes e inimaginables
creencias. Una de ellas es la nocturna presentación del espectro
ambulante de una dama que viste un difuminado traje blanco. Ella se desplaza por desolados e imprevistos rincones. A fe
mía que, con sus respectivas variaciones, la creencia es casi universal. Para
algunos se trata de una leyenda europea, surgida en algún pueblo eslavo o quizá
en la Bohemia; la he escuchado incluso en tierras aztecas y en el Brasil, siempre se
relaciona con el errante espíritu de una pobre mujer desesperada que ha muerto
en confusas y trágicas circunstancias, es una dama trashumante que no ha
logrado asegurar la paz de su alma.
Estas siniestras alegorías casi siempre están
signadas por la impronta del estupro, el adulterio o el crimen pasional. El
temor a encontrase con la dama de blanco constituye aviso y amenaza
de un conjuro fatídico. Desconozco si el mito es también común en nuestras
tierras, pero su alusión no fue infrecuente entre los cuentos familiares que se
narraban vocalmente en nuestra infancia. Cuando se hablaba de espectros
noctámbulos, cucos y aparecidos, nunca se dejaba de mencionar a una doncella
vestida de blanco y nupcial ajuar que se habría cruzado con nuestras propias
tías en el oscuro descanso de la escalera. Comentaban que mientras ellas
subían, ella desplazaba su albo velo de tul sin rozar la sustancia material de
la grada…
En cuanto a mis propios y trasnochados
temores, sería en mi primer vuelo a la isla Norte de ese sorprendente país que
es Nueva Zelanda, que exorcicé, en un solo viaje, mis recuerdos de aquella
nunca olvidada fábula. Fue en ese vuelo a Auckland, volando el inolvidable 747-400,
que tuve oportunidad de conocer a la auténtica y nada fantasmal “White Lady”,
una que habría de mitigar mi hambre cuando se producían demoras en las
llegadas... La Dama de Blanco neozelandesa era un negocio de hamburguesas,
abierto de siete de la tarde a cuatro de la madrugada; era un enorme
remolcador del tamaño de un autobús, adaptado para preparar y vender
emparedados de carne especial, los más suculentos y sabrosos que haya probado jamás
en mi vida. El “camper” estaba autorizado para estacionar junto a la vereda,
era toda una institución culinaria en pleno centro de Auckland.
Fue al día siguiente de aquella vez, cuando el
copiloto me había llevado a conocer el adictivo establecimiento, que me llamó a
media mañana para pedirme que le acompañe a Rotorúa. “¿Qué es eso?”, le
indagué; “¡No me digas que vamos a la sucursal de la Dama Blanca, le embromé”.
“No –me dijo– , el sitio está a unas dos horas de aquí, es un pueblito que está
junto al lago del mismo nombre, el lugar es importante por ser la cuna de una “aviatriz”
tan famosa como las pioneras Amy Johnson o Amelia Earhart”. “Te va a encantar
el viaje –me animó–; ahí, en Rotorúa, está el santuario donde ella nació. Es
venerada en este país. Su nombre era Jane Gardner Batten, pero fue mejor
conocida como Jean Batten. Así que, ¡anímate!. Deja ya las cobijas y vamos a echar un vistazo”.
Realmente tuvimos un viaje inolvidable. Hicimos una
parada “técnica” para degustar unos vinos y continuamos hacia nuestro destino.
Llegamos a orillas del lago para el almuerzo, tal como mi compañero lo había
prometido. “Podemos fingir que se llamaba “La Dama de la Bufanda Blanca”,
comentó, mientras me enumeraba las hazañas de esa mujer piloto, nacida en
1909, que había roto algunos récords aéreos internacionales mucho antes de la
II Guerra Mundial. Batten había volado sola entre Inglaterra y Australia y
superado la marca anterior en su tercer intento; asimismo, habría completado un
primer viaje de regreso, haciéndolo en el mismo avión. Hizo también un primer
vuelo sola entre Londres y Nueva Zelanda. Más tarde, siempre volando sola y en
un avión monomotor, habría cubierto el primer vuelo desde Inglaterra a Brasil,
convirtiéndose así en la primera piloto en cruzar el Atlántico Meridional.
Hacia el final de su vida, Jean Batten se había
radicado en Europa. Por un tiempo, habría vivido en las islas Canarias y más
tarde en Palma de Mallorca. Cuentan que, con el paso de los años, se habría
vuelto retraída, esquiva y algo ermitaña. Ahí, en las Baleares, habría sufrido
la mordedura de un mastín callejero; la herida no habría sido atendida
con oportunidad y la infección le habría producido una complicación que ya no
pudieron superar los facultativos. Nadie sabía quién era la accidentada; ni pudo, por lo
mismo, comunicar del deceso a sus familiares. Habría sido enterrada en un
féretro sin marcar o, quién sabe, si identificada con otro apellido. Dicen que la habrían inhumado en una fosa común. Ese sería el increíble y
triste final de quien inspiró a muchas otras mujeres a “tomar la cabrilla”.
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