30 mayo 2020

Lorenzo y Pepita

Ese día Agustín vino a “comunicarme” que había decidido irse a estudiar en una universidad cuyo nombre era para mi desconocido. “Se llama Louise and Clark”, me dijo; o eso, por lo menos, es lo que yo creí que le entendí. Me pareció, de principio, un nombre sacado de las tiras cómicas, algo así como Benitín y Eneas o Lorenzo y Pepita... Y creo que eso fue lo que le respondí. Le expresé mi desacuerdo y, tal vez, utilizando esa acre ironía que quienes me quieren dicen que a veces me caracteriza, le contesté que visto que el plan representaba una inversión bastante alta, para alguien como él, que siempre se había destacado como estudiante y que podía escoger mejores opciones, esta no parecía la más conveniente para su plan universitario.

Pasados los días me enteré que el primer nombre no era Louise (Luisa, en inglés), sino realmente Lewis. “Lewis and Clark”. El nombre me llevó a investigar y con ello aprendí dos cosas nuevas: primero, que así era como se le conocía a una de las escuelas mejor reputadas del Oeste de Estados Unidos; y, segundo, que ese nombre se había inspirado en una épica expedición que se efectuó a inicios del Siglo XIX y que fue encargada por el presidente Jefferson a dos brillantes jóvenes oficiales del ejército: el capitán Meriwether Lewis y el subteniente William Clark. Esta sería una expedición exploratoria, remontando el curso del río Missouri (principal afluente del Mississippi), con el afán de averiguar si existía una ruta que pudiera juntar los territorios recién comprados a Francia, con las costas del Pacífico, para poder mejorar la presencia estratégica en la flamante adquisición.

Poco antes, Estados Unidos había adquirido Luisiana, que entonces no tenía la extensión que hoy tiene el Estado de su nombre, sino que consistía en un territorio inconmensurable, equivalente a un treinta por ciento del territorio continental de ese país. Es conocido que el Missouri y el Mississippi son parte de uno de los sistemas hidrográficos más largos del mundo. Si medimos el recorrido total del Missouri, tiene una extensión de casi 2.500 millas o 4.000 kilómetros. Tomaría casi cuatro horas, seguir su curso en un jet comercial.

La compra se habría realizado en la increíble suma de quince millones de dólares, algo más de trecientos ($ 300) millones, en dólares actuales. Esta negociación duplicó el territorio original que había pertenecido hasta entonces a la nación americana. La inesperada aceptación francesa fue más sorprendente todavía, si se considera que el precio de venta, solo de Nueva Orleans, se había fijado inicialmente en diez millones de dólares...

Es interesante repasar los estados que cruza o bordea el Missouri - Mississippi (constituye, en la práctica, la frontera entre algunos de ellos): Montana, North y South Dakota, Iowa, Nebraska, Kansas, Missouri (que lo cruza), Illinois, Kentucky, Tenesse, Arkansas, Mississippi y Louisiana; estado, este último, donde el río desemboca en el Golfo de México, en medio de la alegre ciudad antes mencionada.

El viaje de exploración no solo se proponía conocer las características físicas de esos ignotos territorios; existía una intención geopolítica, toda una estrategia con miras a consolidar las nuevas fronteras. La expedición tomó alrededor de treinta meses y fue encargada a un grupo selecto, compuesto por alrededor de cuarenta personas. Una vez llegados a las cabeceras del río (las Montañas Rocosas), los exploradores continuaron hacia occidente y alcanzaron la costa pacífica del continente, surcando el río Columbia, hasta llegar a Portland.

Las tierras exploradas son en su mayoría enormes planicies en donde reinan los portentosos bisontes. A pesar de ello, habrían sido estos valientes expedicionarios los que dieron nombre al oso pardo que existe en Norteamérica. Dice la enciclopedia que Lewis y Clark lo habrían bautizado como “grisley”, que podría interpretarse de dos maneras: sea como “grizzly” (canoso, por el color de su pelo) o como “grisly” (feo, horrible o que inspira miedo), no por la condición de la pelambre sino por el aparente carácter del animal. En efecto la definición biológica del oso pardo es “Ursus arctos horribilis”, lo cual es una forma de pleonasmo o innecesaria redundancia. Esto, porque ursus quiere decir oso en latín; y arctos lo mismo, pero en griego. En cuanto a horribilis, no requiere traducción; significa espantoso o terrible.

En los años que volé en el Asia, iba con mucha frecuencia a Anchorage, en Alaska; las tripulaciones llegábamos casi invariablemente en el hotel Sheraton de esa ciudad. Había en el hall de entrada, una especie de urna de cristal; en esta suerte de diminuto museo, existían dos enormes osos árticos (la etimología de esta última palabra también está emparentada con norte y con oso): el uno era un oso polar de inmaculado color blanco, el otro era un grizzly, del color que queda indicado: pardo o marrón. Hoy mismo, no me animo a afirmar cuál lucía como más alto y cuál más feroz. Parados, medían probablemente algo más de dos metros y medio. ¡No me hubiera gustado encontrarme con ninguno de ellos en la vida real!

No parecían nada amigables. Definitivamente, no eran ni Lorenzo ni Pepita...

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27 mayo 2020

Memorias de otoño

No sé si ya lo he comentado, estoy persuadido de que hay algo de sensual en las mujeres embarazadas. Debe ser esa mezcla de disimulado pudor y traviesa actitud, o tal vez ese misterioso contraste entre su vulnerabilidad y aquella extraña altivez que exuda su presencia; es como si la orgullosa seguridad que ellas exhiben, que nunca parece estar exenta de cierta ingenua aunque provocadora coquetería, la habrían sabido convertir en un atávico desafío. Algo en su femenina apostura parece proclamar que aquella pronunciada expansión, que da identidad a sus vientres, es obra de su sola voluntad, consecuencia de su particular iniciativa.

Siempre me pareció que aquello de “concebir” no solo quería decir cuidar, hacer crecer o alimentar; sino lo que la otra acepción de la palabra significa: interpretar e intuir; proyectar, diseñar e imaginar. Sí, así es como ellas conjugan tan primigenio e indispensable verbo; no solo como fecundar, sino como percibir, inventar, dar forma; pergeñar un proyecto, materializar una idea, alimentar y cuidar con ternura una postergada ilusión.

Y así recuerdo de golpe a mi propia madre. Reedito el recuerdo más temprano que conservo de ella en mi lejana niñez. La recuerdo recostada en ese su transitorio lecho de dolor, imposibilitada de atender sus tareas y obligaciones, por culpa de un tortuoso embarazo y de un aborto no presentido pero inminente, embozado detrás de una probable enfermedad que se agravaba por la precariedad de adecuados cuidados y por el carácter incipiente de los servicios médicos de aquellos tiempos. Nadie hubiera podido presentir, y menos aún anticipar, que aquel ya desmejorado semblante sería el ominoso recado de lo que sobrevendría pocos días más tarde...

Comparo esas tristes e inevitables memorias con las que pudieron tener en esos mismos dolorosos momentos, mis otros dos hermanos menores, durante esas horas inundadas de lágrimas, llanto contenido y angustiosa confusión. Hoy que reviso, sin ánimo de revivir los días del pasado, esos infantiles recuerdos, renuevo aquel extraño y nunca deseado sentimiento, replico otra vez esa rara sensación de explicaciones improvisadas e incompletas. Imagino los pretextos y los eufemismos. Puedo volver a sentir las medias verdades. Consigno que la muerte es a veces sinónimo de disimuladas presencias, espejo deformado de mal escondidos sentimientos; una innecesaria e inoportuna exhibición de trivial afectación, fingimiento y descarnada hipocresía.

Intento espolear el anca de ese reticente corcel que es a veces la memoria, trato de transportarme en el tiempo, pero no ubico  a mis ausentes hermanos en la aturdida escena que recoge la fugaz impresión de mis recuerdos... Quizá han sido rescatados del barullo, gracias a la samaritana actitud de unos vecinos solidarios. Pero no están, no los consigo ubicar; el uno tiene tan solo cuatro años y la menor aún no ha llegado a los dos. Puedo sentir un pesado velo hecho de apariencias y cenagosos silencios. Los busco y no están. Indago si ese inasible velo, está construido con el mismo material del que está hecho el crespón que han venido a instalar y me pregunto si también está hecho de algún oscuro terciopelo, ese invisible cortinaje que prefigura nuestra inédita orfandad.

Es un frío martes de noviembre. Papá desahoga su desconsuelo en un recluido rincón de ese largo corredor abierto al ruido y al viento que había en la casa de la abuela. Sus gemidos reflejan la trágica conciencia de su segunda viudez, tiene ya ocho hijos a sus treinta y cinco años. Adelante de la casa, algo se convierte en un rumor irregular, son los callados sollozos de la familia de mi madre; comentan que la desgracia es la secuela de un desventurado descuido. Pocos días atrás, mi madre se habría acercado demasiado al horno de pan, sin la debida prudencia. Mi hermano Adrián, mayor a mi con cinco años, no se aparta de mi lado, trata de esconder su impotencia, será el tierno gesto de protección que por siempre marcará su vida. Es su segunda orfandad, yo aún no he aprendido que la muerte es artera, que corre en una sola vía y que suele ser irreversible...

Abajo, en la puerta de calle, han colocado un cortinaje luctuoso de terciopelo gris. Aún no debo haber reconocido que, aquel fúnebre símbolo, será como un marco que, con sus caprichosos designios, definirá el curso de mi destino, afectará la formación de mi personalidad y, travieso, ejercerá el capricho de su influjo para el resto de mis días. Hay algo de artificial y solemne en todo aquello, no logro definir qué hace tanta gente desconocida en algo que merecía la intimidad de lo familiar, y que me parece ajeno a este reservado sentimiento.

Mi madre descansa en un clausurado féretro. Se ha improvisado una habitación, a guisa de sala de velación, para honrar sus restos. Los inquietos visitantes entran y salen del lugar, como dejando constancia de su presencia en estos tristes trasiegos. Yo no atino a dónde ir, intuyo que preciso de un poco de silencio y soledad que me permitan aprehender toda la brutal realidad del fatal momento. Aún no alcanzo a adivinar que esa misma casa va a pasar a convertirse en mi nuevo hogar, que ese mismo hombre que no disimula su congoja en aquel trasero rincón, llora también porque sabe que la calma de su hogar ha venido a llevarse el viento...

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24 mayo 2020

De la granja a la fama… O, casi!

Siempre me llamó la atención que los aviadores americanos (los norteamericanos, quiero decir) se refieran al piloto automático como “George” (Jorge en español), George por aquí y George por allá; y, aunque siempre hay más de una teoría para explicar estos asuntos, aquí les va una que les va a parecer súper interesante. Está escrita y contada por el propio hijo de quien habría dado nombre cristiano a este hoy indispensable artilugio…

De la granja a la fama… O, casi! *
La Historia Nunca Contada de un Pionero, Aviador, Artista e Inventor. George DeBesson, 1897-1965.

* (Información hallada al azar. Con mi traducción y edición)

George DeBeeson, mi padre, había nacido como George DeJean Beeson, en Shickley – Nebraska, un 31 de mayo de 1897. Luego de sus días en la Marina, George optó por un cambio legal de nombre, juntando el De a Beeson. Papá creció en la granja Beeson de Genova, Nebraska, no muy lejos de su lugar de nacimiento. Tenía un talento natural para lo artístico, aunque él y sus tres hermanos aprendieron el oficio de forjador, o herrero, de su propio padre. Las habilidades naturales de George, así como sus distintas experiencias, le llevaron mucho más lejos de lo que sus ocho años de escuela lo hubieran conseguido. En realidad, en un examen oral tomado por un funcionario de educación, años más tarde, éste habría indicado que papá había alcanzado por su cuenta el nivel universitario.

Esto no sorprende, tomando en cuenta que ayudó a su hermano Wes a construir un aeroplano en la granja en 1914. Habiendo sido entrenado en el Cuerpo Aéreo de la Marina en 1918, voló luego por 20 años (incluyendo vuelos de exhibición); tenía su propio negocio registrado; trabajó para la industria aeronáutica; desarrollo un piloto automático; trabajó en sus tareas artísticas hasta llegar a animador en los Estudios Walt Disney por algunos años, y también con Walt Lanz y Universal Studios; creó y fabricó una extensa línea de obras en cerámica; pintó un sinnúmero de paisajes marinos y terrestres; construyó algunos violines y los tocaba; era conocedor de muchos oficios y era bueno en muchos de ellos. Recuerdo que crecí pensando: “Mi viejo puede construir cualquier cosa”, y creo que lo hubiera hecho.

En 1914, los hermanos construyeron un avión en la granja, este estaba hecho de “alambre de piano, lienzo y ruedas de bicicleta”; se inscribieron en la feria del condado y ganaron el primer premio. Eso fue el principio de un agudo interés por la aviación que resultó en años de vuelo y culminó en el desarrollo de un peculiar piloto automático. La historia de la aviación y de la tecnología estaban cambiando rápidamente en las décadas de los veinte y treintas. Recuerdo historias de mi papá rozándose hombros con algunos de los “grandes” de aquellos tiempos, realmente muchos nombres reconocidos. ¡Aquellos debieron haber sido tiempos excitantes! Mi padre trabajó para algunos de los “grandes nombres” de las empresas fabricantes de aviones de ese tiempo, siempre tratando de perfeccionar el piloto automático.

Finalmente tuvo éxito en 1929 y para 1931 ya había patentado un robot que llegaría a superar cualquier cosa que surgió en esos días, de acuerdo a una variedad de diferentes reportes. Algunas empresas se interesaron en financiar y fabricar el robot, pero surgieron complicaciones que se fueron acumulando y que parecieron oponerse al beneficio que papá esperaba disfrutar de sus inventos. Siempre escuché que aquello lo perdió como consecuencia de su divorcio y luego por culpa de una compañía para la que trabajó.

Como lo he revisado de la documentación, he descubierto que papá mantuvo un litigio con una compañía con la que había firmado un acuerdo: se quejaba que sus dueños habían tratado de estafarlo y alejarlo de sus intereses. Se trataba de Kormann Aero-Safety Appliance, una corporación de Nevada que operaba en Glendale, California. No tengo claro qué pasó, pero papá ciertamente no se convirtió en el hombre rico que esperaba ser.

Las cosas estaban sucediendo muy rápido en el mundo de la aviación; y, desde luego, el piloto automático llegó a ser un componente importante en la historia de los aviones. Si la invención de mi padre fue incorporada en un mecanismo que resultaba tan popular en esos días, no lo tengo muy claro. Algunos miembros de mi familia comentan que Sperry o Continental Motors se hicieron de las patentes. General Electric también lo quiso probar posteriormente. El impacto que pudo haber tenido su invento es algo que nunca se llegará a saber. Solo una cosa es segura, y es que eso de llamarle al piloto automático como George, bien pudiera tener un mayor significado que aquél que hoy aparenta a simple vista!

Existe una entrevista a Roland Reiss, efectuada por Paul Karlstrom, para los Archivos de Arte Americano, en la Smithsonian Institution, en ella se describe a mi padre como un “hombre del Renacimiento mal ubicado”. Creo que Reiss se equivoca al afirmar que George DeBeeson inventó el primer piloto automático; pero su descripción de mi padre es muy interesante. “Era todo un carácter” dice, “lo que más me impresionaba era su mente incansable e imaginativa. Me hizo estudiar a Miguel Ángel, Vermeer y Cézanne. Me enseñó todo lo que pudo. Era simplemente un hombre maravilloso, sencillamente un tipo genial”.


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14 mayo 2020

La levedad de las leyendas

Hoy, que escribo esta nota, cumplo sesenta y dos años de haber celebrado “el día más feliz de mi vida”. Así lo proclamaba, por lo menos, un docente septuagenario que fue quien me preparó para que hiciera mi Primera Comunión. Fernando era su nombre de congregación. Cómo olvidar las “filminas” religiosas que fueron su ayuda didáctica? Yo había entrado a la escuela de “seis años sin cumplir” (los cumplí en noviembre de ese año, el 57); debo, por lo mismo, haber estado en tercer grado cuando me “permitieron” tomar ese sacramento; porque, si no recuerdo mal, hacía falta tener ocho años cumplidos para tener acceso a ese particular privilegio...

Ya lo he dicho muchas veces: les doy gracias a la Providencia y a la vida, porque he sido un hombre afortunado, he sido lo que los cándidos llaman “un hombre feliz”. Estoy persuadido, por tanto, que he tenido muchísimos días felices en la vida, y creo que quizá sería desproporcionado proclamar mi preferencia por aquel casi olvidado ocho de mayo de 1960, en desmedro de tantos otros días que recuerdo con particular afecto.

De lo que no me cabe duda, es que aquel día de mayo fue uno de los mejores que puedo recordar entre los vividos por aquellos lejanos tiempos. Esto se dio por dos razones: por el desayuno nada frugal que sobrevino a aquella piadosa ceremonia; no solo un desaforado banquete, realmente un certamen opíparo que tuvo lugar en el casi proscrito “refectorio” del colegio; y porque, por alguna oscura razón, asocio aquella celebración con la primera pelota de cuero que me regalaron alguna vez en la vida. Por este último motivo, hoy rindo tributo a ese infantil recuerdo y, al hacerlo, transcribo la nota deportiva que viene a continuación. Espero que la disfruten...

El drama del Trinche Carlovich, una leyenda única * 
El mítico y desconcertante exfutbolista argentino, de 74 años, está en coma tras ser asaltado para robarle la bici.

* Escrito por: Federico Rivas Molina (Buenos Aires)
Tomado de El País de España

Tomás "Trinche" Carlovich, considerado “el mejor jugador de la historia” por algunos de quienes lo vieron en una cancha en el fútbol argentino, está en coma inducido. El exfutbolista sufrió un golpe en la cabeza después de que dos jóvenes le robaran la bicicleta, y padece un derrame que los médicos intentaban este jueves controlar. El asalto ocurrió en Rosario, cerca de la casa humilde donde Carlovich nació hace 74 años y desde la cual forjó su leyenda. Su hijo contó que El Trinche está sedado, conectado a un respirador, y pidió “tener fe” por la salud de su padre. Rosario quedó conmovida por el ataque a una figura que venera como parte de su mitología colectiva, un hombre reacio a las cámaras del que se narran gambetas prodigiosas y anécdotas increíbles, y sobre cuya figura se estrenó una obra de teatro en España.

Admirado por César Luis Menotti, José Pekerman y Marcelo Bielsa, idolatrado por Maradona, El Trinche Carlovich siempre escapó a la fama y, sobre todo, al dinero. Hijo de un fontanero croata, aun vive en la casa donde se crió como el menor de siete hermanos. No hay registros fílmicos de sus hazañas con el cinco en la espalda y su leyenda depende del relato oral de aquellos pocos que lo vieron jugar. Porque El Trinche tuvo 15 años de trayectoria discreta. Debutó en Rosario Central, en Primera, pero solo jugó un encuentro. Luego, su carrera se desarrolló en equipos de ligas locales, con un paso veloz por Colón, otro grande. Nunca despegó porque El Trinche prefería disfrutar de la vida a los entrenamientos y era común, incluso, que faltase a los partidos.

En la memoria perdura un amistoso entre un combinado de jugadores de Rosario, entre los que estaba Carlovich, y la selección argentina que debía viajar al Mundial de 1974. Cuando los rosarinos vencían 3-0 a la comunión de estrellas albicelestes, cuenta la leyenda que alguien rogó que retiraran a ese desgarbado de cabellos largos que estaba derrumbando la moral de los chicos que tenían pasaje para Alemania. Años más tarde, Cesar Luis Menotti, campeón del 78, lo convocó para el seleccionado, pero Trinche no se presentó. Carlovich le contestó que se había ido a pescar porque “el río bajaba muy alto”. Otra historia cuenta que un árbitro lo expulsó, pero tuvo que revocar su decisión ante la ira de ambas hinchadas, inflamadas por el deterioro del espectáculo. “Vuelve al campo o me matan”, dicen que dijo el juez al Trinche.

Los relatos populares son múltiples, pero ninguno ha perdurado tanto como aquel que atribuye a Carlovich la invención del doble caño, una finta que era la locura en las tribunas de tablones de madera. Consistía en tirar un caño, esperar al rival y tirarle otro en sentido contrario que completase la humillación. “El doble caño es, sin duda, el epicentro de su leyenda”, escribe Alejandro Caravario, autor de Trinche, un viaje a la leyenda del genio secreto del fútbol. Esta biografía, un documental de Informe Robinson y una obra de teatro expusieron al Trinche a las nuevas generaciones. Otros no lo olvidaron nunca. Como Maradona.

En febrero pasado, el 10 viajó a Rosario para dirigir a Gimnasia y Esgrima La Plata ante Rosario Central en la Superliga. El Trinche se acercó al hotel de Maradona convencido por dirigentes locales (“porque yo nunca le doy pelota a nadie”, contó más tarde) y se consumó el encuentro de planetas. El rosarino reveló los detalles días después a una radio de su ciudad. Dijo que la seguridad lo estaba expulsando del hotel cuando apareció Maradona de frente y lo abrazó con fuerza. “Me empezó a hablar al oído y no paraba. Hasta me firmó una camiseta y me puso: ‘Trinche, vos fuiste mejor que yo’. Lo único que le pude contestar es: ‘Diego, vos fuiste lo más grande que vi en mi vida. Ahora puedo partir tranquilo”.

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11 mayo 2020

Sacrificio, o solo cortina de humo? *

* Escrito por Rytis Beresnevicius, para Aerotime Hub.
Título original: “El despreciado asiento de la mitad”. Con mi traducción y edición.

La nunca escrita etiqueta a bordo de un avión establece que quien consigue el asiento del pasillo, disfruta del espacio adicional de estar junto al corredor, incluyendo un acceso al baño en caso necesario. El pasajero que se sienta junto a la ventana tiene el control de la persiana y disfruta de un poquito más de espacio, extendiendo un poco las piernas hacia el lado de la ventana. Mas, el desafortunado viajero que recibe el asiento de la mitad, no tiene ninguna ventaja, si es que viaja solo, se entiende. El no tener acceso ni al pasillo ni a la cortina de la ventana puede convertir un viaje en incómodo si no se tiene suerte con los vecinos de la misma fila.

Con la pandemia del coronavirus, por otra parte, el asiento intermedio ha pasado a ser aun menos solicitado. En la intención de promover la confianza del pasajero, o de cumplir con las regulaciones, las aerolíneas han comenzado a bloquear ese asiento del todo. Otras están vendiendo la opción de bloquearlo por pedido del propio pasajero, mientras algunas otras han respondido muy negativamente a la idea de siquiera hacerlo.

Las reservas no están permitidas

Delta, por ejemplo, ha eliminado la opción de reservar el asiento de la mitad desde mediados de abril. A partir de mayo, ha bloqueado incluso la opción de escoger asientos en aviones regionales y de cabina angosta. United, otra empresa americana, no permite escoger dos asientos contiguos o los del medio, cuando están disponibles. Por otra parte, en el resto del mundo, la Aviación China, por ejemplo, ha limitado los vuelos internacionales a un factor de 75% de ocupación, como medida para evitar la transmisión del virus. Pero esto porque las aerolíneas regulares, en parte, pueden darse el lujo de bloquear los asientos intermedios.

Las empresas dedicadas al servicio del pasajero venden algo más, aparte del pasaje: desde salones elegantes (hoy clausurados) hasta más espacio entre los asientos y comodidad adicional. Las de bajo costo, por su lado, procuran meter tanta gente en un avión como les sea posible. Estas empresas consiguen un factor de ocupación que va entre el 92 y 96%; están basadas en ello para conseguir utilidad en un vuelo y han sido muy enfáticas en contra de clausurar el asiento de la mitad. Uno de sus ejecutivos mencionó que si los gobiernos les pedirían que clausuren los asientos intermedios, un tercio del avión quedaría vacío. “Una aeronave de 180 asientos, se convertiría en una de 120”, dijo un ejecutivo.

Un poco menos reservado ha estado el representante de Ryannair, quien ha dicho que: si las autoridades quieren hacerlo, entonces que paguen ellos mismos, ya que “el asiento de la mitad no proporciona ningún distanciamiento social”, llamando a la medida “medio idiota”. La IATA, entidad que engloba cerca de 290 aerolíneas alrededor del mundo, ha declarado oficialmente que la organización “no apoya medidas obligatorias de distanciamiento social, pues dejarían los ‘asientos intermedios’ vacíos”. Frontier inició una promoción con la opción de que se deje vacío el asiento intermedio, con la idea de ofrecer a los viajeros “tranquilidad adicional o simplemente comodidad”; pero la suspendieron, por temor a que esto se interpretara como un deseo de hacer negocio con la seguridad. “No era esa la intención” dijeron.

Un malabarismo entre la confianza y la lógica 
Hoy las aerolíneas tiene que jugar con dos factores a la vez: la confianza del pasajero y la racionalidad. Mientras parece fácil procurar un balance entre los dos aspectos, las empresas aéreas miran que sus reservas líquidas se están esfumando frente a sus ojos. Muchos operadores están gastando millones al día y apenas reciben algún ingreso. El punto principal de todo, como lo expresó un alto ejecutivo, consiste en que “bloquear el siento intermedio casi no proporciona una medida de distanciamiento social”. La OMS, Organización Mundial de Salud, recomienda mantener una distancia de por lo menos un metro entre persona y persona, para evitar las partículas contenidas en la tos o los estornudos, que pudieran contener el virus.

En los 737 de Delta, por ejemplo, los asientos tienen 44 centímetros de ancho. Eso significa que si dos personas se sientan en la misma fila, dejando vacío el asiento del medio, la distancia entre ellos queda lejos de cumplir con las recomendaciones de la OMS. IATA ha subrayado que si se dejaría desierto el asiento de la mitad, ningún avión de cabina angosta haría negocio, el máximo “load factor” sería 67%; y aun así, es muy discutible, en la práctica, cuántos pasajeros pueden atraer realmente las aerolíneas en estos momentos de baja confianza y estrechez financiera. Por lo mismo, los operadores tendrían ya sea que subir los precios de los pasajes, una opción que se daría de cabeza con la crisis actual, o no volar del todo, ya que de hacerlo quemarían más capital, el mismo que ya es un recurso escaso.

IATA predice que si las empresas estarían limitadas a un factor de ocupación de 62%, limite promedio entre todas las flotas, los precios de los tiquetes subirían en un promedio de 43 a 54%. Aún así, las aerolíneas solo saldrían “tablas” (break-even); lo que significaría que si se suben los precios, sería todavía más difícil hacer negocio. De otra parte, la confianza del pasajero es primordial. Si los pasajeros están preocupados de subirse a un avión, incluso para el caso de quienes no estarían afectados por la crisis financiera, es para las aerolíneas un gran dilema cómo atraer clientes. Mantener la confianza del pasajero de que su viaje no va a resultar en ningún peligro para su salud, pudiera ser la única ventaja en estos tiempos.

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09 mayo 2020

Palestra

Es que, a él no hay forma de decirle que no. Porque el “Pelado” tiene una forma muy sutil de pedir las cosas; la suya es una forma muy especial, a uno le hace sentir como si él estuviera pidiendo perdón. Y es que, además, le conozco desde nuestra más tierna infancia, fuimos el mismo año a la misma escuela. Creo que estuvimos en distintos paralelos, hasta que de pronto, en cuarto de primaria, compartimos el mismo “pupitre” (palabra antigua, como cartapacio o cortaplumas). Fue entonces cuando el profesor me pilló distraído y, para disimular mi imperdonable desatención, supongo que me habré excusado inventando un inexistente malestar estomacal...

Fue ahí cuando el maestro confirmó mi condición de enfermo, y dispuso no solo que regresara a descansar en mi casa (vivía entonces “frente con frente” al mismísimo colegio); sino que encargó a mi solidario, preocupado y solícito compañero que me acompañara hasta mi casa y se asegurara de que no se agravaba mi malestar. Lo que el docente no había advertido, lo había captado mi condiscípulo, quien vió en mi “precario predicamento” una oportunidad para aprovechar del día libre e irnos más bien a su casa a jugar. Ahí, él, sus parientes y vecinos habían convertido en cancha de fútbol un angosto y bien guarnecido zaguán. Luego vendría la gestión de su madre, informando con una llamada lo sucedido, justificando mi tardanza en llegar.

No fue hasta seis años más tarde, que sucedería otro episodio que se habría de convertir en un definitivo punto de inflexión en nuestras vidas, en una experiencia que habría de marcar nuestra respectiva personalidad. Todo sucedió una cierta mañana cuando, antes de entrar a clases, pudimos apreciar que caminaba por los corredores un grupo de muchachos que parecían extranjeros y que iban vestidos al estilo costeño. Eran estos chicos, algo mayores a nosotros, e iban acompañados de quien parecía ser su director académico; era un individuo de talante desgarbado y bastante corpulento que, aunque vestía de civil, no tenía la apariencia de seglar.

Pasados los minutos y mientras ya estábamos atendiendo nuestra propia clase, un perentorio golpeteo en la puerta del aula interrumpió nuestras tareas y, pasados unos instantes, los jóvenes antes mencionados hicieron su ingreso y explicaron el motivo y propósito de su no anunciada presencia e inevitable interrupción. Venían de Venezuela, eran representantes de un grupo de apostolado, un movimiento juvenil conocido como “Palestra” y, aunque habían venido desde lejos, para dirigir una especial forma de retiro espiritual o convivencia, querían aprovechar para hablarnos a nosotros de su movimiento, a pesar de que el evento se iba a realizar únicamente con la participación de quienes eran alumnos mayores, de los dos últimos años.

Algo de distinto y especial había en la apostura de estos muchachos, su atuendo hacía imaginar que venían de un estamento acomodado; pero algo había en su actitud, forma de hablar y disposición que sugería algo indefinido, que denunciaba que había algo particular que los identificaba; pudiera decirse, a juzgar por su apariencia, que había allí una como simbiosis, flotaba en su semblanza una rara mezcla. Había algo en ellos que los emparentaba con el seminarista, el guerrillero y el intelectual. Su discurso era atípico, hablaban de la religión como de un combate; estaban imbuidos de un raro espíritu, vivían un animado entusiasmo y entregaban la impresión de que estaban conquistando el mundo o de que estaban dispuestos a luchar. Palestra significaba eso: un sitio para el combate, para prepararse a luchar.

No sé qué fue lo que el Pelado y yo hicimos, pero lo cierto es que alguien no pudo presentarse; y casi a último momento, de modo inesperado, recibimos una dispensa para poder participar. Acudir a esa primera Palestra en el Ecuador fue no solo una reveladora experiencia, fue toda una Epifanía. Más allá de la metodología de aquella convivencia y de su mensaje, a nuestros cortos quince o dieciséis años, nos entregó algo inédito: la nunca antes explorada certeza de saber lo que cada uno de nosotros era capaz de hacer, el reconocimiento íntimo, inédito y secreto de nuestras virtudes y fortalezas, la nunca antes ensayada confianza en nuestras propias posibilidades.

Tan pronto como en la primera noche, se nos dió a memorizar la letra del himno del movimiento. Ésta había sido adaptada del emblemático grito de guerra de los “partizanos” italianos. Aquél arrebatador “Bella ciao” (se pronuncia Bela chiao y quiere decir: Hola hermosa) que constituye una invitación al combate (es el mismo tema musical de la serie “La casa de papel”). La melodía perteneció originalmente a una “tarantella”; aquí recuerdo un par de estrofas, de las que vienen a mi memoria:

Cantemos juntos, mientras marchamos
A bella ciao, bella ciao, bella ciao, ciao, ciao.
cantemos juntos, mientras marchamos,
cantemos juntos nuestra Fe

Será la calle nuestra trinchera
A bella ciao, bella ciao, bella ciao, ciao, ciao.
Será la calle nuestra trinchera
Y la alegría un arma más

Pronto nos convertimos en sus más entusiastas seguidores; y, más tarde, pasamos a fungir como sus primeros y más precoces dirigentes. Hicimos las “palestras” para los demás colegios, fundamos la Palestra de mujeres y llevamos el movimiento a Guayaquil. Pensar que han pasado ya más de cincuenta años! Solo continuamos con el sueño que había animado a un hermano de La Salle de la Colina, de Caracas (aquel mismo lego desgarbado que había venido a visitarnos en cuarto de colegio). Quienes lo seguían, lo habían conocido desde siempre por su nombre de comunidad: “Hermano Felipe”, los demás lo conocimos como “hermano José Peñaloza”, un tal José... Él sembró en nosotros ese motivador mensaje de la existencia auténtica, del combate en el mundo, de la convivencia y del diálogo. Solo nos pasó la posta... nada más!

* He escrito esta reseña porque Palestra significó un hito importante para nuestras vidas. Y, claro, también porque el Pelado, mi querido compañero de colegio, me lo había pedido... Creo que no me podía negar!

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07 mayo 2020

Carishinadas...

Existe una palabra muy simpática en esa jerigonza tan exuberante que es el habla de los ecuatorianos. Es una expresión que, como probable resultado del cambio de paradigma de lo que hoy se cree que debe ser el papel de la mujer, quizá haya entrado en desuso. En los días de mi infancia la escuchaba con relativa frecuencia, era usada como sustantivo o adjetivo; estaba tomada de nuestra lengua aborigen y se la empleaba únicamente en femenino; servía para indicar que una muchacha no sabía hacer las cosas como las debería hacer o como se supone que debían hacerlo las mujeres. Esa voz, hoy casi desaparecida, era el vocablo “carishina”.

En la práctica, es ya una palabra extinta. No solo que se supone que las mujeres ya no deberían dominar ciertos quehaceres, sino que se espera que, al menos alguna de esas mismas tareas, deberían, siquiera de vez en cuando, ser ejecutadas por los hombres... Hoy, carishina, es una palabra anticuada, que huele a alcanfor; es ya una expresión que ha pasado a ser parte del terreno cenagoso del olvido. Por su parte, tampoco se podría decir de un hombre, como contrapartida, que es un “carishino”, por aquello de que no parezca hacendoso, ya que la voz no quiere decir que alguien no sabe ejecutar ciertos quehaceres como es debido, sino lo que dice su etimología: que “lo hace como lo harían los hombres”. Es que antes, esos no eran terrenos de los varones.

Sin embargo de lo dicho, y partiendo de que los hombres deberíamos estar preparados -en tiempos como los que corren- para al menos sabernos preparar un plato de comida o para poner nuestras prendas en orden; aquello de no saber cómo hacerlo, nos convertiría en unos auténticos y lamentables “carishinos”, por justamente no saber efectuar nuestros más elementales quehaceres domésticos, como se supone que hoy pueden hacerlo la mayoría de los demás mortales.

A estas reflexiones llego en estos días de confinamiento; obligado como estoy, a tener que cumplir también con ciertas tareas dentro de mi hogar. Así, concluyo que por lo menos dos aspectos positivos nos ha regalado la pandemia: uno, aquello de apreciar mejor las cosas sencillas de la vida (lo cual, aunque resulte paradójico, es una de los asuntos más importantes que existen); y, segundo, que hay asuntos a los que antes considerábamos importantes y que, luego de una nueva y breve revisión, han pasado a resultar prescindibles e incluso superfluos... Pero, así mismo son las circunstancias de la vida: que, casi sin que nos diéramos cuenta, nos preparan en mejor manera para lo inesperado, en especial para los imprevistos momentos de adversidad…

Quedarse solo, y depender de uno mismo, es ya una forma gratuita de entrenamiento. En la vida deberíamos aprender a desempeñarnos por propia cuenta cuando no podamos contar con los demás. Deberíamos prepararnos para cuando obligan las circunstancias y hay que soportar, como hoy, el confinamiento y la soledad. En mi caso, vengo de un oficio en el que se nos entrena para estar siempre preparados para lo imprevisto. Eso, y no otra cosa, es el simulador de vuelo, un artilugio donde se nos prepara para enfrentar todo lo inesperado, incluso para una remota posibilidad: la incapacitación intempestiva del otro piloto.

En mi caso personal, mi “entrenamiento” se inició en forma prematura allá en los años de mi infancia. Aquello, aunque se derivó de una desgracia familiar, no me vino tan mal; aprendí desde muy tierno a efectuar una serie de tareas que otros niños, a esa misma edad, no las tenían que saber ejecutar. Eso, en el fondo, fue no solo un adelantado aprendizaje, sino, además, una formidable ventaja. Algo así como lo que sucede con los “chicos adelantados” de la escuela, que como ya conocen la materia, ni siquiera tienen que hacer tareas en sus casas.

Mucho aprendí también de las oportunidades que tuve mientras trabajé como comandante de aerolínea; aquellas de vivir por mi cuenta en países lejanos, poseedores de costumbres y lenguas distintas. En esas instancias estuve, en cierto modo, obligado a hacerlo, pero ello me enseñó a manejar mis asuntos en forma más organizada, sin tener que depender de otras personas para disfrutar, en forma responsable, del privilegio de mi asignación temporal, tratando siempre de vivir con orden y comodidad. Si existe un secreto es justamente ese: ser metódico, saberse organizar, hacer las cosas con orden y sana disciplina. Ello es esencial: saber emplear una predeterminada secuencia, sabiendo poner las cosas en su sitio, procurando retornar cada cosa a su lugar.

La vida es un perenne aprendizaje. Ella nos ayuda a descubrir que aquello de aprender, no solo es “llegar a saber algo más”; nos ayuda a comprender que cuando “ya se sabe”, hacer las cosas bien resulta más entretenido y hasta más fácil. En tal sentido, postulo que una de las actividades que más satisfacción genera es la exposición a la cocina y la exploración con los sabores. Los hombres no siempre nos sentimos cómodos frente a los peroles y a las hornillas, enfrentados a los ingredientes y a las especias; tardamos en reconocer que la tarea culinaria es un trámite más bien simple y, aunque para algunos pueda parecer tedioso, que esa es una de las actividades más entretenidas que podemos “saborear”. Cocinar nos es ni un reto ni un desafío. Es tan solo una oportunidad para ejercitar la creatividad y disfrutar del momento, alguna vez en la vida…

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