07 mayo 2020

Carishinadas...

Existe una palabra muy simpática en esa jerigonza tan exuberante que es el habla de los ecuatorianos. Es una expresión que, como probable resultado del cambio de paradigma de lo que hoy se cree que debe ser el papel de la mujer, quizá haya entrado en desuso. En los días de mi infancia la escuchaba con relativa frecuencia, era usada como sustantivo o adjetivo; estaba tomada de nuestra lengua aborigen y se la empleaba únicamente en femenino; servía para indicar que una muchacha no sabía hacer las cosas como las debería hacer o como se supone que debían hacerlo las mujeres. Esa voz, hoy casi desaparecida, era el vocablo “carishina”.

En la práctica, es ya una palabra extinta. No solo que se supone que las mujeres ya no deberían dominar ciertos quehaceres, sino que se espera que, al menos alguna de esas mismas tareas, deberían, siquiera de vez en cuando, ser ejecutadas por los hombres... Hoy, carishina, es una palabra anticuada, que huele a alcanfor; es ya una expresión que ha pasado a ser parte del terreno cenagoso del olvido. Por su parte, tampoco se podría decir de un hombre, como contrapartida, que es un “carishino”, por aquello de que no parezca hacendoso, ya que la voz no quiere decir que alguien no sabe ejecutar ciertos quehaceres como es debido, sino lo que dice su etimología: que “lo hace como lo harían los hombres”. Es que antes, esos no eran terrenos de los varones.

Sin embargo de lo dicho, y partiendo de que los hombres deberíamos estar preparados -en tiempos como los que corren- para al menos sabernos preparar un plato de comida o para poner nuestras prendas en orden; aquello de no saber cómo hacerlo, nos convertiría en unos auténticos y lamentables “carishinos”, por justamente no saber efectuar nuestros más elementales quehaceres domésticos, como se supone que hoy pueden hacerlo la mayoría de los demás mortales.

A estas reflexiones llego en estos días de confinamiento; obligado como estoy, a tener que cumplir también con ciertas tareas dentro de mi hogar. Así, concluyo que por lo menos dos aspectos positivos nos ha regalado la pandemia: uno, aquello de apreciar mejor las cosas sencillas de la vida (lo cual, aunque resulte paradójico, es una de los asuntos más importantes que existen); y, segundo, que hay asuntos a los que antes considerábamos importantes y que, luego de una nueva y breve revisión, han pasado a resultar prescindibles e incluso superfluos... Pero, así mismo son las circunstancias de la vida: que, casi sin que nos diéramos cuenta, nos preparan en mejor manera para lo inesperado, en especial para los imprevistos momentos de adversidad…

Quedarse solo, y depender de uno mismo, es ya una forma gratuita de entrenamiento. En la vida deberíamos aprender a desempeñarnos por propia cuenta cuando no podamos contar con los demás. Deberíamos prepararnos para cuando obligan las circunstancias y hay que soportar, como hoy, el confinamiento y la soledad. En mi caso, vengo de un oficio en el que se nos entrena para estar siempre preparados para lo imprevisto. Eso, y no otra cosa, es el simulador de vuelo, un artilugio donde se nos prepara para enfrentar todo lo inesperado, incluso para una remota posibilidad: la incapacitación intempestiva del otro piloto.

En mi caso personal, mi “entrenamiento” se inició en forma prematura allá en los años de mi infancia. Aquello, aunque se derivó de una desgracia familiar, no me vino tan mal; aprendí desde muy tierno a efectuar una serie de tareas que otros niños, a esa misma edad, no las tenían que saber ejecutar. Eso, en el fondo, fue no solo un adelantado aprendizaje, sino, además, una formidable ventaja. Algo así como lo que sucede con los “chicos adelantados” de la escuela, que como ya conocen la materia, ni siquiera tienen que hacer tareas en sus casas.

Mucho aprendí también de las oportunidades que tuve mientras trabajé como comandante de aerolínea; aquellas de vivir por mi cuenta en países lejanos, poseedores de costumbres y lenguas distintas. En esas instancias estuve, en cierto modo, obligado a hacerlo, pero ello me enseñó a manejar mis asuntos en forma más organizada, sin tener que depender de otras personas para disfrutar, en forma responsable, del privilegio de mi asignación temporal, tratando siempre de vivir con orden y comodidad. Si existe un secreto es justamente ese: ser metódico, saberse organizar, hacer las cosas con orden y sana disciplina. Ello es esencial: saber emplear una predeterminada secuencia, sabiendo poner las cosas en su sitio, procurando retornar cada cosa a su lugar.

La vida es un perenne aprendizaje. Ella nos ayuda a descubrir que aquello de aprender, no solo es “llegar a saber algo más”; nos ayuda a comprender que cuando “ya se sabe”, hacer las cosas bien resulta más entretenido y hasta más fácil. En tal sentido, postulo que una de las actividades que más satisfacción genera es la exposición a la cocina y la exploración con los sabores. Los hombres no siempre nos sentimos cómodos frente a los peroles y a las hornillas, enfrentados a los ingredientes y a las especias; tardamos en reconocer que la tarea culinaria es un trámite más bien simple y, aunque para algunos pueda parecer tedioso, que esa es una de las actividades más entretenidas que podemos “saborear”. Cocinar nos es ni un reto ni un desafío. Es tan solo una oportunidad para ejercitar la creatividad y disfrutar del momento, alguna vez en la vida…

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