29 noviembre 2022

España, España *

Existe una postura trasnochada de cierta izquierda latinoamericana; esta cree reivindicar la circunstancia indígena sobre la base de rechazar los métodos del descubrimiento y la colonia. Sus cultores quieren analizar aquellos hechos (en los que indudablemente existieron abusos) desconociendo lo que nos legó la que antes, en muestra de gratitud, llamábamos “madre patria”. Utilizan para ello una forma mezquina de razonamiento sin considerar que no puede haber rigor si analizamos esos desmanes con la mentalidad del presente. Basten las expresiones de destacados patriotas americanos que hoy se han convertido en adalides de esa misma izquierda que desdeña todo lo español; para muestra de ejemplo, copio los epígrafes iniciales de la obra “Y Quito fue España”, de Francisco Núñez del Arco Proaño:

 

«Porque siendo de una Corona los Reinos de Castilla y de las Indias, las leyes y órdenes de gobierno de los unos y de los otros deben de ser lo más semejantes y conformes que puedan; los de nuestro Consejo, en las Leyes y Establecimientos que para aquellos Estados ordenaren, procuren recibir la forma y manera del Gobierno de ello al estilo y orden con que son regidos y gobernados los Reinos de Castilla y de León, en cuanto hubiere lugar y permitiera la diversidad y diferencia de las tierras y naciones.» — Ley XIII del Título II del Libro II de las Leyes de Indias.

 

«Te decía que la Historia la escriben los vencedores a su antojo y conveniencia y por ello es que nos ha llegado una mentira burda de un Tahuantinsuyo gigantesco deshecho por un puñado de rapaces al otro día de su llegada en un solo golpe de audacia y de crueldad. Y luego como España también fue vencida a su turno, los nuevos vencedores nos quieren endilgar una leyenda negra sobre nuestros tatarabuelos. Pero te digo que no. Ni los unos corderitos mansos marchando hacia el degüello ni los otros perros rabiosos sedientos de sangre. No. Las gentes que participaron en él no fueron peores que las que tomaron parte en cualquier otro de los enfrentamientos entre culturas dispares y de diferente acervo tecnológico. ¡Basta ya de mentiras! Basta ya de leyendas negras.» — Carlos de la Torre Flor, Chaupi punllapi tutaj yarcu.

 

«Hay un momento extraño y superior a la especie humana: la España de 1500 a 1700.» — Hippolyte Taine.

 

«El pueblo del Ecuador... un tiempo formó parte de la Monarquía Española... a la cual le ligan los vínculos de la amistad, de la sangre, del idioma y de las tradiciones.» «España nos dio cuanto podía darnos, su civilización; y, apagada ya la tea de la discordia, hoy día, sus glorias son nuestras glorias, y las más brillantes páginas de nuestra historia, pertenecen a la historia española.» — Eloy Alfaro Delgado, presidente de la República del Ecuador

 

«No, ellos no son cobardes; no, ellos no son malos soldados; no, ellos no son gavillas desordenadas de gente vagabunda: son el pueblo de Carlos Quinto, rey de España, emperador de Alemania, dueño de Italia y señor del Nuevo Mundo... No, ellos no son cobardes; son los guerreros de Cangas de Onís, Alarcos y las Navas; son el pueblo aventurero y denodado que invade un mundo desconocido y lo conquista; son la familia de Cortés, Pizarro, Valdivia, Benalcázar, Jiménez de Quesada y más titanes que ganaron el Olimpo escalando el Popocatepelt, el Toromboro y el Cayambe.

 

Pueblo ilustre, pueblo grande, que en la decadencia misma se siente superior con la memoria de sus hechos pasados, y hace por levantarse de su sepulcro sin dejar en él su manto real. Sepulcro no, porque no yace difunto; lecho digamos, lecho de dolor al cual está clavado en su enfermedad irremediable. Irremediable no, tampoco digamos esto: si España se levanta, se levantará erguida y majestuosa, como se levantara Sesóstris, como se levantara Luis XIV, ó más bien como se levantara Roma, si se levantara.

 

Cuerpo enfermo, pero sagrado; espíritu oscurecido, pero santo, ¡España! ¡España! Lo que hay de puro en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti lo debemos. El pensar a lo grande, el sentir a lo animoso, el obrar a lo justo, en nosotros, son de España; y si hay en la sangre de nuestras venas algunas gotas purpurinas, son de España. Yo que adoro a Jesucristo, yo que hablo la lengua de Castilla; yo que abrigo las afecciones de mis padres y sigo sus costumbres, ¿Cómo habría de aborrecerla?» — Juan Montalvo, Siete Tratados.


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25 noviembre 2022

Ingeniería, procura y construcción

Se llamaba Hilario. Al igual que la mayoría de los demás hermanos”, religiosos que poblaron el universo de mi infancia, nunca supe si ese era su nombre de pila o si era también su nombre de congregación; nunca, tampoco, si aquellos nombres tan extraños y antiguos que los hermanos de La Salle exhibían, los habían escogido ellos mismos o se les había impuesto como consecuencia de una aleatoria forma de lotería. Hilario era pequeño, casi invisible y tenía cara de pocos amigos. A fe mía que era francés; y era tan lacónico e impersonal en el trato que –ahora que lo pienso– abrigo el convencimiento de que nunca llegó a dominar el castellano. Era el ecónomo o procurador, el que llevaba las cuentas y se encargaba de las finanzas entre los hermanos cristianos.

 

Si no lo recuerdo mal, ya tenía la cabeza totalmente blanca cuando entré a primer grado. Barrunto que desde siempre lo conocí como un octogenario. Algo de mohíno había en su actitud; era uno de esos religiosos con los que era mejor no insinuar una incipiente conversación. De hecho, muchos –yo diría incluso que la mayoría del alumnado– no eran proclives a hilvanar cualquier forma de trato o diálogo que fuese más allá del “Alabado”. Fue así como nos enseñaron a saludarlos: con un “Alabado sea Jesucristo“, emitido ya sea en coro o a sola voz; no hubo con ellos ni un “buenos días” ni un “buenas tardes”. Así que fue Hilario el lego de pocas pulgas, y pocos amigos, quien estuvo encargado de esa suerte de almacén de útiles escolares donde íbamos también a pagar las pensiones.

 

El lugar era tan grande como cualquiera de las aulas. Ahí se adquirían no solo los implementos del día a día, sino los textos que se utilizaban para cada curso. Era también donde expendían un cuaderno formateado conocido como “Diario escolar” donde los alumnos anotábamos los deberes y lecciones que se asignaban como tarea domiciliaria y que debíamos preparar para el día siguiente. El sitio tenía un nombre; un discreto rótulo así lo anunciaba: “Procura”. Siempre me llamó la atención que no lo llamáramos papelería o tienda de útiles... Muchos años después habría de pensar en el signo como un mandato o una forma de admonición… Procura hacer esto, procura cumplir con aquello.

 

Pudiera decirse que nunca más escuché el vocablo sino como parte de la conjugación natural del verbo procurar. La única palabra parecida que habría de escuchar sería procuraduría o, el nombre de su titular: procurador; entendiendo el oficio como una suerte de encargado de interpretar la norma administrativa, una especie de abogado del Estado. Sería más tarde, durante mis tiempos de gestión ejecutiva en una empresa petrolera que, animado por mi consuetudinaria curiosidad, la habría oído pronunciar como respuesta a una espontánea indagación: la del sentido de un recurrente acrónimo, aquél de IPC. Este se lo utilizaba para efectuar ciertos trabajos petroleros, con el concepto de “Ingeniería, Procura y Construcción”. Era el algoritmo (la forma ordenada de proceder) para una tarea determinada.

 

El concepto de IPC era un requisito “sine qua non”, la fórmula sacramental para cualquier trabajo de infraestructura. No solo se constituía en un acrónimo, establecía un orden de prelación para las tareas que la iniciativa involucraba. En otras palabras, no se podía iniciar la construcción antes de aprobada “la procura”, y tampoco desarrollar esta última fase sin que se hubiera completado el análisis de factibilidad y su diseño; es decir: la ingeniería.

 

Expliquemos: esta “ingeniería” consistía en el estudio pormenorizado de la necesidad, en el análisis de la iniciativa, la revisión de las ventajas y desventajas; consideraba los requerimientos y los probables inconvenientes; estudiaba el problema y el diseño de la solución planteada. Solo cuando todos estos aspectos habían sido debidamente atendidos y confrontados se daba paso a la procura. Esta no era sino el análisis de costos, el financiamiento o la asignación del requerido presupuesto, los recursos humanos que debían contemplarse y todo lo relacionado para poder poner en marcha la ejecución del proyecto, es decir su construcción. Tan simple como hacer un edificio de tres pisos: no se podía empezar el tercero hasta que no se había levantado el segundo. Era toda una filosofía esto del IPC…

 

Así que eso nomás era esta otra “procura”… Nada de venta de útiles, nada que ver con el pago de las pensiones. IPC se refería a un proceso ordenado y bien sustentado de implementación. Para quienes lo aplicábamos, irradiaba un mensaje: “Procura ver los beneficios del método y no descuides la secuencia ordenada de su implementación”…


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22 noviembre 2022

Pessoa, el poeta plural

“Un frío desasosegado pone unas manos gélidas alrededor de mi pobre corazón”. F. Pessoa – El libro del desasosiego. 

 

Fernando Pessoa fue un personaje singular; dadas las características de su tímida, recluida e introvertida personalidad, lo fue también por su particular dedicación a la literatura. Pero fue plural por sus innumerables heterónimos, todos esos dispares homónimos o nombres de pluma. Pero no procuró tan sólo fabricar otras firmas, otros responsables de sus poemas. Esa génesis requirió de una tarea inicial aun más compleja, todo un desafío: empezó por crear distintos alter egos, portadores de las diversas facetas de su propia personalidad, a quienes encargó las diferentes aristas de su corriente creativa: toda una gestión de Prometeo.

 

Fernando Antonio Nogueira Pessoa es considerado uno de los más importantes escritores del siglo pasado y uno de los más brillantes poetas lusitanos. Fue también filósofo y era un formidable traductor que, además, escribió en inglés y francés. Vivió en Sudáfrica parte de sus primeros años; había creado aquellos heterónimos para expresar con más libertad sus opiniones atípicas o de exigua aceptación, para ventilar ciertas posturas radicales a fuer de que pudieran parecer extravagantes. Fue ante todo un creador, uno que no solo dio la luz a sus poemas sino también a sus imaginarios autores. No siempre se sabía quién escribía y con qué intención; quizá por ello era tan enigmático.

 

Pessoa hizo mucho por su propósito vital pero vivió muy poco, murió demasiado joven: tenía solo 47 años. El destino quiso que su obra más conocida, El libro del desasosiego, firmada por su más parecido heterónimo, el contable Bernardo Soares, fuera publicada también 47 años después de su muerte. No hay pesimismo en la obra del portugués, ella trasunta nostalgia e inconformismo. Su ínclita e incesante tarea lo convirtió en el escritor del asombro, de la perplejidad frente a la circunstancia humana, en portavoz de la nostalgia por la tierra, con ese vocablo intraducible que solo tiene su idioma: saudade… Murió bastante olvidado, casi como un desconocido. Habría sido uno de los mayores cantores de una lengua a la que él llamaba “su patria”.

 

Pero los suyos no eran meros seudónimos, estaba consciente de que no eran simples  “nombres falsos”. Eran personajes poseedores de oficio y personalidad, de propias actitudes e implícita filosofía, seres con fecha de nacimiento y de caducidad; y que, por su naturaleza, se resistían a ser considerados ficticios. No habría en el autor, por lo tanto, “una pasión por el disfraz”, una pretensión por no ser o por parecer otro. Vistos así, sus personajes estaban lejos de constituir una caricatura, aspiraba a que fueran fieles representantes de las múltiples facetas de su camaleónica personalidad. No deja de ser una ironía que “pessoa” quiera decir persona en portugués: individuo, alguien. Ya que si al ser se le despoja de identidad o de individualidad se lo convierte en nadie.

 

Hay en su filosofía un signo de inconformidad frente a la insensibilidad y complacencia de la gente sin aspiraciones. "Me irrita la felicidad de todos esos hombres que no saben que son desgraciados –escribe en el Libro del desasosiego–. Su vida está llena de todo cuanto constituiría una serie de angustias para una sensibilidad verdadera. Pero, como su verdadera vida es vegetativa, lo que sufren pasa por ellos sin tocarles el alma (…) sin darse cuenta, del mayor don que los dioses conceden, que es el de ser semejante a ellos, superior como ellos (aunque de otro modo)”.

 

Un arcón repleto de miles de hojas fue encontrado después de su muerte; contenía sus escritos elaborados con una caligrafía indescifrable. Su contenido haría pensar en nuestros disimulados defectos, nuestros íntimos secretos; en esas calladas concupiscencias que todos tenemos, que –si una día las juntásemos– daría para congestionar múltiples formas de insania digna de muy especializados manicomios. Ante ello, no caben nuestros remilgos de lucidez, pues, como el mismo profería: Pasar de los fantasmas de la fe a los espectros de la razón no es más que ser trasladado de celda (pero continuando en el mismo sanatorio). De hecho, saber navegar es lo que cuenta en la vida, y no eso de tener ínfulas de ser siempre el comandante…

 

Pessoa fue el poeta de los cien rostros; se apoyaba en ellos para que expresaran su intrigante imaginación. No, no eran máscaras, aunque le sirvieron para embozar sus excesivos escrúpulos morales. Con ellos cumplió su propósito de vida: procuró “combatir, siempre y en todo lugar, a los tres grandes asesinos: la Ignorancia, el Fanatismo y la Tiranía”.


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18 noviembre 2022

Unos frasquitos con alas…

Se vive estos días en España una suerte de mezcla entre “thriller” y culebrón; mitad cine de misterio, mitad novela detectivesca. Hay en ello mucho de astucia y algo de complicidad, una cuota de esnobismo y un cierto aire de conspiración. Se trata, si no hay una impostura, de la sustracción ocurrida en un hotel–restaurante de Extremadura (dos estrellas Michelín), de 45 botellas de vino valoradas en la cifra de 1.6 millones de euros. Los perjudicados aducen que entre los frascos sustraídos se encontraría un Chateau d’Yquem, cosecha 1806, cuyo valor superaría los 300.000 euros. No está claro si hubo robo o si el suceso configuraría hurto.

 

Luego de la denuncia, la policía habría identificado a los probables culpables; esto, gracias al registro de las imágenes obtenidas por las cámaras de seguridad del establecimiento. Se trataría de un rumano–holandés de 47 años y su compañera (y cómplice para el efecto): una supuesta reina de belleza 20 años más joven. El lote incluiría hasta seis “caldos” del siglo XIX. La policía conjetura que “pudiera tratarse de un especialista en enología”; un aficionado a los vinos caros, alguien que “quizá habría robado por encargo, con un comprador pactado de antemano”. Si excluimos al d’Yquem, hablaríamos de 40 botellas con un precio que supera los € 30.000 por cada una. ¡Todo un santuario! No existe mercado para un lote tan selecto.

 

Los vinos habrían sido sustraídos de la bodega durante la noche; el ladrón los habría trasladado temporalmente a la habitación de la joven. Una vez ahí, utilizando ropa de cama, habrían acondicionado las botellas en tres mochilas con la intención de movilizar el botín fuera del hotel en horas de la madrugada. No se menciona, pero se sugiere que la policía no habría descartado que, tal como pasa en las películas de misterio, quizá no se trate de un robo sino de una auto-sustracción; es decir, sería una operación programada desde adentro con el propósito de denunciar el aparente perjuicio y luego cobrar un cuantioso seguro. Se trataría de un robo disimulado en su apariencia.

 

Pero, ¿cómo se pueden transportar 45 botellas (casi cuatro cajas de doce unidades) en tres mochilas? Sería físicamente imposible; aun asignándole una fuerza superior a la cómplice; cada persona debería transportar cuatro mochilas con casi seis botellas cada una, a menos que se hubiesen efectuado dos viajes, lo cual no se ha registrado en la evidencia. Todo lleva a pensar que los actores pudieron gozar de asistencia desde adentro. Además, no intimidaron a nadie ni tuvieron que usar la violencia. Tampoco se ha descartado que no tuvieran que forzar el sistema de seguridad de la cava; en otras palabras: es probable que utilizaron las tarjetas del propio local o que las puertas ya estuvieron abiertas. Así, no habría robo, tan solo hurto…

 

Pienso por un momento en el cuidado que requirió el d’Yquem a lo largo de, al menos, ocho generaciones (214 años divididos para 25 requieren, al menos, de ocho personas). Tampoco existe seguridad ni garantía de que el vino estaba en condiciones de ser disfrutado; por lo tanto, su precio sería estrictamente un valor de carácter simbólico, el tipo de valor subjetivo que alcanzan los ítems de colección. De otro modo, por fino y bien conservado que fuera el vino, este tiene un límite de maduración. Pasado ese tiempo, y tras una determinada etapa de estabilización, llega un inexorable proceso de avinagramiento (el vino se va convirtiendo poco a poco en vinagre), luego adviene un cambio ineluctable de color y sabor;  es cuando el vino se “tuerce” y adquiere un desagradable e inconfundible olor a moho.

 

Cara al aspecto jurídico, existe algo más: a menudo los términos robo y hurto son utilizados como si fuesen sinónimos. Sin embargo, a diferencia del hurto, el robo requiere del uso de la fuerza, de cualquier forma de violencia o intimidación. El hurto supone astucia aunque no violencia. En inglés, el hurto recibe el nombre de larceny o theft; en tanto que el de robo es conocido como “robbery”. El primero, de acuerdo con sus características, casi siempre es una falta, el segundo es ya considerado un delito.

 

Hurtar es tomar o retener bienes ajenos contra la voluntad de su dueño, pero sin recurrir a intimidar a las personas o actuar con violencia. La pena sería mayor si se neutralizan o inutilizan los dispositivos de alarma (ya sería usar la fuerza). En España, si el hurto no llega a 400 euros, es considerado falta y no delito. Sobre este valor, la pena es de 6 a 18 meses de cárcel, pero la pena puede extenderse hasta tres años “si los objetos sustraídos tienen un valor artístico, histórico, cultural o científico”… Robar, es quitar o tomar para sí con violencia o fuerza lo que es ajeno. Forzar cerraduras –o utilizar llaves o tarjetas electrónicas falsas– haría que el acto sea considerado robo; su pena sería privación de libertad (desde tres hasta seis años de reclusión).


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15 noviembre 2022

Poco a poco, a tajitos…

Resulta gratificante como nuestras lecturas nos van ayudando a aclarar nuestros conceptos o a reafirmar nuestros convencimientos. Advierto, que en nuestras ciudades no han desaparecido, todavía y por completo, las llamadas “tiendas de barrio” (a excepción, claro está, de las urbanizaciones cerradas). Hubo un tiempo, y el de mi niñez fue parte de ello, en que si se deseaba comprar algo fresco había que ir al mercado de abastos; si en grandes cantidades –y hacerlo al por mayor– a los grandes distribuidores; y, si se quería adquirir de lo uno y de lo otro, había que buscar una bodega que no era otra cosa que un “almacén de ultramarinos”. La bodega era un punto intermedio entre la tienda y el distribuidor. Con la refrigeración vendrían más tarde los supermercados.


En la bodega se podía comprar en grande o, también, “al detalle”. ¿Quería usted un quintal de arroz o un galón de aceite de oliva”?, pues esto no encontraba en la tienda, ni usted necesitaba ir al distribuidor; lo encontraba en las pocas bodegas que estaban ubicadas en el centro. Yo, desde siempre, las asocié con lugares de expendio de golosinas. Una estaba ubicada en la calle Sucre y pertenecía a la familia Wright; esta se había iniciado en San Francisco como distribuidora de productos de la fábrica La Favorita (allí solo vendía aceites, velas y jabones); la otra estaba en la Bolívar, eran los almacenes La Feria de A. Viteri Rites. Una y otra tenían por ingreso un estrecho zaguán; allí, y en forma invariable, se exhibían sacos abiertos que mostraban cereales o gramíneas, y sobre los cuales un modesto cartel se refería al producto y anunciaba su precio.

 

Los propietarios habían dispuesto algo en esos angostos zaguanes; se trataba de unos cubos de aluminio de 50 cms. de alto por unos 30 de sección: estos contenían solo galletas o tentadores caramelos. ¡Ese era su real anzuelo! Había en el interior de los locales una gestión ordenada aunque reinaba gran algarabía; cada cual era atendido a su debido tiempo. Ahí se expendían productos distintos, algunos eran importados; y, como explico, también se vendía “al detal” (o “al detalle”), es decir: al por menor. Más tarde, yo habría de descubrir, en mis viajes a Norte América, que existían unos almacenes llamados “Retail Stores”: no tardaría en caer en cuenta que ese “retail” estaba emparentado con “detail”, que no era sino el detal que distinguía la venta al por menor. Nótese, a continuación, la explicación del término "Detalle" que he tomado de “La palabra del día”, de Ricardo Soca:

 

“Un detalle es la parte o hecho que forma parte de una cosa, pero que no es esencial a ella, ejemplo: otro detalle de este teléfono es la cámara con tres lentes. También se llama detalle a una lista o relación pormenorizada de elementos. La historia de esta palabra, hasta donde se pudo rastrear, proviene del latín vulgar taleare  ‘cortar, tajar, rajar’, que a su vez se formó a partir del latín clásico talěa ‘retoño que se trasplanta’. 

 

En el romance del siglo X aparece mencionada en las Glosas de Silos con la grafía tagare y, en el Poema de Mío Cid, como tajar. También se registra como taliare en textos de agrimensores romanos de la Baja Edad Media, época durante la cual fue usado por Berceo, y también en Alexandre, Juan Ruiz, etc. A comienzos del siglo XIX, se formó en castellano “detalle”, a partir del francés détaillerdétail usados en referencia al comercio minorista, que vende en pequeñas cantidades, como si hubieran sido tajadas de un todo más grande” (hasta aquí la explicación). Adviértase, en este punto, la aclaración relativa a: tajar, tajo y tajada.

 

Varios vocablos, todos disímiles en apariencia, como tajo, destajo, atajo (e incluso, hatajo), tienen una raíz etimológica común, raíz que se explica en el primero de los párrafos glosados. Hace unos treinta años –era septiembre de 2009– uno de mis cuñados había sido invitado para que hiciera una presentación de homenaje a una canción lojana muy conocida en el continente. Este familiar me había pedido mi impresión acerca de la popular tonada, así como algún comentario relacionado. El nombre de la composición (como él la interpretaba) era “Atajitos de caña”… Pronto caí en cuenta del error: esa escritura la interpretaba como “cortes en el camino” o como “caminitos en medio del cañaveral”; no como la de hacer algo poco a poco, “a trocitos”, “a rajitas”: “a tajitos”…

 

La hermosa melodía fue compuesta por mi buen y extrañado amigo Hernán Sotomayor; él la escribió y puso música siendo todavía un muchacho. Hoy la entonan e interpretan por todo el continente y aunque “atajitos” también puede hacer sentido (o casi), es más coherente cuando se piensa en un enamoramiento forjado poquito a poco, rajita a rajita, tajada tras tajada. Un pequeño tajo constituye la porción cortada de algo: así es como nos gusta construir el amor, tajo a tajo: a tajitos. No sé ustedes, pero aunque puede sugerirse como más “excitante” lo otro, prefiero el romanticismo de hacerlo así, superando de a poco las dificultades; que tener que recurrir al escondite, a oscuros atajos, a estrechos senderos, a sendas furtivas ubicadas en vegas y cañaverales…


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13 noviembre 2022

Silueta porteña

Hay quienes confunden pretensión con arrogancia y aun engreimiento con altanería. Prefiero, en todo caso, la presunción a esa insolencia insultante que algunos confunden con la jactancia. Hay algo de desdén si no de desprecio, en la arrogancia. La que sigue es la letra de una popular milonga que siempre gozó de mi musical preferencia. En cuanto a si alude a la arrogancia o al engreimiento… qué importa cuando azota la sangre el loco frenesí de aquel repiqueteo. Cuando la escucho, prefiero una ejecución en la que predominen los arpegios del piano y en la que los violines y el bandoneón abonen con una participación más bien discreta.

 

Música: Nicolás Luis Cuccaro / Juan Ventura Cuccaro

Letra: Ernesto Noli / Orlando D’Aniello

Intérprete recomendado: Orquesta de Héctor Varela, canta Argentino Ledesma

 

Letra original:

 

Cuando tú pasas caminando por las calles

Repiqueteando tu taquito en la vereda

Marcas compases de cadencias melodiosas

Una milonga juguetona y callejera

 

Y en tus vaivenes pareciera la bailaras

Así te miren, y te miran los que quieran

Porque tú llevas en tu cuerpo la arrogancia

Y el majestuoso ondular de las porteñas

 

Tardecita criolla de límpido cielo

Bordado de nubes llevas en tu pelo

Vinchita argentina es todo tu orgullo

Y cuánto sol tienen esos ojos tuyos

 

Y los piropos que te dicen los muchachos

Como florcita que a tu paso te ofrecieran

Que la recoges y la enredas en tu pelo

Junto a la vincha con que adornas tu cabeza

 

Dice tu cuerpo de arrogancia y tu cadencia

Y tus taquitos repiqueteando en la vereda

"Soy el espíritu criollo hecho silueta"

Y te coronan la más guapa y más porteña

 

Tardecita criolla de límpido cielo

Bordado de nubes llevas en tu pelo

Vinchita argentina es todo tu orgullo

Y cuánto sol tienen esos ojos tuyos.

 

Nota final: nunca logro quedar de acuerdo en si esta procura ser una apología de aquella vinchita argentina (plateada) o si del femenil repiqueteo… La primera quizá represente a la petulancia y, el segundo, a aquella traviesa percusión que suele con frecuencia identificar a la altivez. Pues eso no más es el taconeo... A fin de cuentas, en nada aporta la vincha a la cadenciosa silueta; ya que si algo a esta la evidencia y la transporta, no es otra cosa que aquella forma de insistente, grácil y altivo repiqueteo…


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11 noviembre 2022

Memorias de los mundiales

Fui aficionado al fútbol desde siempre; todo empezó en los recreos de la escuela. Entonces ya fui hincha de mi primer equipo; este se llamaba “España”, pero el talismán habría de quebrarse cuando decidieron cambiarle de nombre y le bautizaron de “Politécnico”. Sucedió en forma casi simultánea a un partido que jugaba la Liga en Guayaquil y perdía con Barcelona 2 x 0; llovía y transcurrían los cinco minutos finales. Yo escuchaba el partido por la radio y, cuando menos lo esperaba, empató Liga. Ese sería el inicio de mi romance con el equipo blanco.

 

Como cuento, hasta tercero jugábamos en los recesos. Al grito de “Segundo A – Segundo B” (o Tercero), nos enfrentábamos por fragmentos aunque el partido continuaba hasta la salida de la tarde. Entonces no me destacaba como uno de los más hábiles (ni tampoco después) pero, como lo que a mi más me gustaba era meter goles (quizá por aquello de las ovaciones), había desarrollado un especial sentido de ubicación y oportunidad. Raro era el día que no contribuía a aumentar el marcador (aunque sea con la “última puntada”). El “patio-de-abajo” en La Salle era más adecuado para jugar al fútbol; el de arriba estaba destinado, en forma casi exclusiva, para jugar al básquet.

 

Resulta paradójico pero a partir de cuarto yo, ya no volví a jugar al fútbol: me convertí en un asiduo cultor del básquet. Tenía “buena mano” (puntería) pero nunca desarrollé un adecuado sentido del regateo (ya se decía “dribbling”). Más tarde, y ya como piloto y volando para la Texaco, en Lago Agrio, mejoré mucho mis recursos futbolísticos: aprendí a bajarla con el pecho, a cambiar de ritmo, a cabecear, a levantar la frente y escoger a quién pasar; amén de aprovechar de mi innato raudo desplazamiento por la banda para propiciar un centro al “área de candela”. Así me hice merecedor al cuasi aeronáutico remoquete de “Che Gaviota”… En ese tiempo practicábamos en el calor de la canícula, de lunes a jueves. Llueva, truene o relampaguee.

 

Mi programa laboral era de “una semana adentro por una semana afuera”. Un día, mientras cumplía mi semana de descanso en Quito, me hice invitar para que me dejaran entrenar con el equipo de la U. Católica en cuya categoría de reserva pude hacer mis primeras (aunque también fugaces) presentaciones. Por esos días fue cuando “cometí” matrimonio y también pasé a volar en Ecuatoriana. Fue en ese mismo tiempo que, debido a mis itinerarios, mis prácticas se hicieron ya más irregulares. No obstante, me iba dando cuenta de la simpatía con que me trataban los demás jugadores. No había sido porque reconocían mis progresos, sino porque querían que les “importara” el último modelo de zapatillas cuando viajaba a esa capital futbolística del mundo que es Buenos Aires…

 

Pero… creo que otra vez estoy transigiendo ante la vanidad. Lo que de verdad quería contarles es mi experiencia con los mundiales, a cuento de que estamos próximos a la cita de Qatar (o Catar, como prefiere la Academia): Yo era todavía muy niño, tenía seis años cuando se jugó el mundial del 58 (soy de fines del 51). Cursaba primer grado, no había todavía televisores; fue ese el primer mundial que ganaría Brasil. El “certamen” del 62 fue en Chile, donde Brasil repitió el campeonato; entonces se destacaba un jugador a quien vi jugar personalmente: el insuperable rey Pelé; esta transmisión recuerdo que la escuché mientras pasaba vacaciones con mi padre, en Tulcán: eran narraciones radiales, siempre afectadas por la interrupción de la señal y por el ruido de la interferencia.

 

El mundial del 66 se llevó a cabo en Inglaterra (tierra de los “inventores” del fútbol): fue campeón el anfitrión. Para el del 70, efectuado en México, ya hubo transmisión televisada; Brasil habría de resultar nuevamente campeón (México repetiría como anfitrión 16 años después, oportunidad cuando Argentina se coronó campeón, igual que lo había logrado ocho años antes, en el 78). En el 74 fue campeón otra vez el anfitrión, Alemania; sería su segunda corona. En el 82 la competición se llevó a cabo en España y el ganador fue Italia (sería esa su tercera vez). En el mundial de Italia 1990 la copa fue a manos del equipo Alemán; ahora eran tres los equipos que habían ganado tres veces el ansiado campeonato mundial (conjuntamente con Brasil e Italia). 

 

Lo demás es historia más reciente: en el 94 se jugó en Estados Unidos; estuve invitado por una entidad bostoniana y Brasil fue campeón por cuarta vez. El del 98 fue también a las manos del anfitrión, Francia. Para el primero de este siglo (2002) se probó la organización de dos países vecinos, Corea y Japón: Brasil conseguiría su quinto título y fue la primera vez que participaba Ecuador. El del 06 se realizó en Alemania, pero se desquitó Italia de lo que le había ocurrido 16 años atrás. El del 2010 se realizó en Sudáfrica y, asimismo, España logró su primer campeonato mundial. En el 14 también fui invitado; contra todo pronóstico no ganó el anfitrión que cayó goleado por Alemania, el nuevo campeón. Finalmente, en el 18 se jugó en Rusia y Francia se llevaría el último de los codiciados trofeos.


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08 noviembre 2022

Anatomía del abandono

“Hay tres clases de ignorancia: no saber lo que se debería saber, saber mal lo que se sabe, y saber lo que no se debería saber”. François de La Rochefoucauld. Aforismos y máximas.

 

Hay algo que ha sucedido como aparente consecuencia de la pandemia: es el inusitado cierre simultáneo de algunos establecimientos gastronómicos. Digo “aparente” porque la situación no estuvo directamente relacionada con el aspecto sanitario sino con una serie de factores que tuvieron que ver, más bien, con la irreflexiva apertura de esos locales, sin conocimiento de las características de la industria, sin el correspondiente estudio de mercado, sin la debida información del producto que se quería expender, sin experiencia previa y, entre otras razones, sin considerar que ya existía un exceso de oferta en un momento tan inconveniente.

 

Es comprensible que aquello haya ocurrido: la pandemia produjo un elevado número de despidos; ello redundó en un sinnúmero de liquidaciones laborales; lo que, a su vez, dejó en manos de los afectados capitales interesantes, cuyos beneficiarios intuían que era preferible invertir que ahorrar… El consecuente resultado fue asignar recursos a emprendimientos que parecían fáciles de manejar, y simples de administrar, aunque sin el conocimiento de cómo funcionaban realmente esos negocios, las características del producto, los recursos humanos, las preferencias de los clientes, las exigencias de promoción y servicio, o los aspectos que motivaban a los usuarios.

 

Son mis impresiones como ex “restauranteur” (propietario de un negocio gastronómico), que pudo experimentar las secuelas económicas que desencadenó la emergencia; y, asimismo, ser testigo de cargo de las circunstancias que desencadenaron el prematuro cierre de muchos emprendimientos. Hago una breve referencia a la palabra “restauranteur”, utilizada hoy en día para designar a los dueños de estos locales, de la cual no existe traducción directa al castellano; no solo que no se la puede reemplazar sino que algunos diccionarios la confunden con “restaurateaur” (sin ene) que, como se entenderá, significa restaurador. Imagino que esto se debe a una distorsión similar a la de “in fraganti”, cuando en realidad se quiere decir flagrante (y no: fragante)…

 

El continuo o repetitivo cierre de estos lugares comerciales, ha venido ocurriendo con exagerada frecuencia en el sector donde vivo. Como se podría esperar, los locales que han logrado mantenerse son la mayoría de los que antes ya existían, simple y llanamente porque pudieron capear el temporal y lograron paliar la situación sobre la base de: adecuada publicidad virtual, atractivas promociones para los clientes frecuentes, oferta de un buen producto y, sobre todo, experiencia empresarial. Este último factor realmente marcó la diferencia; sus operadores no se manejaron por novelería, ya conocían el producto y supieron darle un valor agregado.

 

Hago, en este punto, una de mis acostumbradas digresiones; tiene que ver con el aforismo de La Rochefoucauld contenido en el epígrafe (ver arriba). Para lo que analizamos, y dado que se trata de una inversión importante y, probablemente, de una erogación crítica y crucial –y quizá única en la vida– era indispensable conseguir el asesoramiento y la información necesarias. No es buena idea “saber mal lo que se sabe” y, menos: “no saber lo que se debería saber”. Para el caso del éxito, nada se ganaría “sabiendo mucho de lo que no se necesita conocer”…

 

Me permito, del mismo modo, analizar tres distintas experiencias de las que he sido testigo: la primera la de una pizzería artesanal; esta se inició con poco capital en un sitio de tamaño reducido, aunque sus propietarios sabían como presentar un producto de calidad. En su caso, acogieron la sugerencia de acondicionar el área del estacionamiento y lograron duplicar el número de mesas: su resultado fue un éxito automático. El segundo es una taquería: esta aprovecha el espacio disponible, está bien decorada, sus propietarios han residido en México pero no conocen los fundamentos del producto, los precios son altos y no han logrado plasmar sabores auténticos: su experiencia –lamento vaticinar– es ya una receta para el fracaso. El último es un lugar de “pinchos japoneses” (yakitori grill): aquí los precios son bajos, el producto es excelente y saben como prepararlo. No tienen estacionamiento y, vista la restricción de espacio, no han separado el área de atención de la de almacenamiento; esta errónea distribución va a darles la imagen de una fonda y no la de un atractivo restaurante.

 

Otros negocios analizados han caído en errores comunes, como: distorsionar el producto para adaptarlo al gusto local, subestimar la autenticidad de los ingredientes o devaluar su calidad. O, simplemente, han transigido ante el dilema precio–calidad, y no han sabido pensar en ese cliente que quieren que regrese, que vuelva otra vez…


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