25 noviembre 2022

Ingeniería, procura y construcción

Se llamaba Hilario. Al igual que la mayoría de los demás hermanos”, religiosos que poblaron el universo de mi infancia, nunca supe si ese era su nombre de pila o si era también su nombre de congregación; nunca, tampoco, si aquellos nombres tan extraños y antiguos que los hermanos de La Salle exhibían, los habían escogido ellos mismos o se les había impuesto como consecuencia de una aleatoria forma de lotería. Hilario era pequeño, casi invisible y tenía cara de pocos amigos. A fe mía que era francés; y era tan lacónico e impersonal en el trato que –ahora que lo pienso– abrigo el convencimiento de que nunca llegó a dominar el castellano. Era el ecónomo o procurador, el que llevaba las cuentas y se encargaba de las finanzas entre los hermanos cristianos.

 

Si no lo recuerdo mal, ya tenía la cabeza totalmente blanca cuando entré a primer grado. Barrunto que desde siempre lo conocí como un octogenario. Algo de mohíno había en su actitud; era uno de esos religiosos con los que era mejor no insinuar una incipiente conversación. De hecho, muchos –yo diría incluso que la mayoría del alumnado– no eran proclives a hilvanar cualquier forma de trato o diálogo que fuese más allá del “Alabado”. Fue así como nos enseñaron a saludarlos: con un “Alabado sea Jesucristo“, emitido ya sea en coro o a sola voz; no hubo con ellos ni un “buenos días” ni un “buenas tardes”. Así que fue Hilario el lego de pocas pulgas, y pocos amigos, quien estuvo encargado de esa suerte de almacén de útiles escolares donde íbamos también a pagar las pensiones.

 

El lugar era tan grande como cualquiera de las aulas. Ahí se adquirían no solo los implementos del día a día, sino los textos que se utilizaban para cada curso. Era también donde expendían un cuaderno formateado conocido como “Diario escolar” donde los alumnos anotábamos los deberes y lecciones que se asignaban como tarea domiciliaria y que debíamos preparar para el día siguiente. El sitio tenía un nombre; un discreto rótulo así lo anunciaba: “Procura”. Siempre me llamó la atención que no lo llamáramos papelería o tienda de útiles... Muchos años después habría de pensar en el signo como un mandato o una forma de admonición… Procura hacer esto, procura cumplir con aquello.

 

Pudiera decirse que nunca más escuché el vocablo sino como parte de la conjugación natural del verbo procurar. La única palabra parecida que habría de escuchar sería procuraduría o, el nombre de su titular: procurador; entendiendo el oficio como una suerte de encargado de interpretar la norma administrativa, una especie de abogado del Estado. Sería más tarde, durante mis tiempos de gestión ejecutiva en una empresa petrolera que, animado por mi consuetudinaria curiosidad, la habría oído pronunciar como respuesta a una espontánea indagación: la del sentido de un recurrente acrónimo, aquél de IPC. Este se lo utilizaba para efectuar ciertos trabajos petroleros, con el concepto de “Ingeniería, Procura y Construcción”. Era el algoritmo (la forma ordenada de proceder) para una tarea determinada.

 

El concepto de IPC era un requisito “sine qua non”, la fórmula sacramental para cualquier trabajo de infraestructura. No solo se constituía en un acrónimo, establecía un orden de prelación para las tareas que la iniciativa involucraba. En otras palabras, no se podía iniciar la construcción antes de aprobada “la procura”, y tampoco desarrollar esta última fase sin que se hubiera completado el análisis de factibilidad y su diseño; es decir: la ingeniería.

 

Expliquemos: esta “ingeniería” consistía en el estudio pormenorizado de la necesidad, en el análisis de la iniciativa, la revisión de las ventajas y desventajas; consideraba los requerimientos y los probables inconvenientes; estudiaba el problema y el diseño de la solución planteada. Solo cuando todos estos aspectos habían sido debidamente atendidos y confrontados se daba paso a la procura. Esta no era sino el análisis de costos, el financiamiento o la asignación del requerido presupuesto, los recursos humanos que debían contemplarse y todo lo relacionado para poder poner en marcha la ejecución del proyecto, es decir su construcción. Tan simple como hacer un edificio de tres pisos: no se podía empezar el tercero hasta que no se había levantado el segundo. Era toda una filosofía esto del IPC…

 

Así que eso nomás era esta otra “procura”… Nada de venta de útiles, nada que ver con el pago de las pensiones. IPC se refería a un proceso ordenado y bien sustentado de implementación. Para quienes lo aplicábamos, irradiaba un mensaje: “Procura ver los beneficios del método y no descuides la secuencia ordenada de su implementación”…


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