15 noviembre 2022

Poco a poco, a tajitos…

Resulta gratificante como nuestras lecturas nos van ayudando a aclarar nuestros conceptos o a reafirmar nuestros convencimientos. Advierto, que en nuestras ciudades no han desaparecido, todavía y por completo, las llamadas “tiendas de barrio” (a excepción, claro está, de las urbanizaciones cerradas). Hubo un tiempo, y el de mi niñez fue parte de ello, en que si se deseaba comprar algo fresco había que ir al mercado de abastos; si en grandes cantidades –y hacerlo al por mayor– a los grandes distribuidores; y, si se quería adquirir de lo uno y de lo otro, había que buscar una bodega que no era otra cosa que un “almacén de ultramarinos”. La bodega era un punto intermedio entre la tienda y el distribuidor. Con la refrigeración vendrían más tarde los supermercados.


En la bodega se podía comprar en grande o, también, “al detalle”. ¿Quería usted un quintal de arroz o un galón de aceite de oliva”?, pues esto no encontraba en la tienda, ni usted necesitaba ir al distribuidor; lo encontraba en las pocas bodegas que estaban ubicadas en el centro. Yo, desde siempre, las asocié con lugares de expendio de golosinas. Una estaba ubicada en la calle Sucre y pertenecía a la familia Wright; esta se había iniciado en San Francisco como distribuidora de productos de la fábrica La Favorita (allí solo vendía aceites, velas y jabones); la otra estaba en la Bolívar, eran los almacenes La Feria de A. Viteri Rites. Una y otra tenían por ingreso un estrecho zaguán; allí, y en forma invariable, se exhibían sacos abiertos que mostraban cereales o gramíneas, y sobre los cuales un modesto cartel se refería al producto y anunciaba su precio.

 

Los propietarios habían dispuesto algo en esos angostos zaguanes; se trataba de unos cubos de aluminio de 50 cms. de alto por unos 30 de sección: estos contenían solo galletas o tentadores caramelos. ¡Ese era su real anzuelo! Había en el interior de los locales una gestión ordenada aunque reinaba gran algarabía; cada cual era atendido a su debido tiempo. Ahí se expendían productos distintos, algunos eran importados; y, como explico, también se vendía “al detal” (o “al detalle”), es decir: al por menor. Más tarde, yo habría de descubrir, en mis viajes a Norte América, que existían unos almacenes llamados “Retail Stores”: no tardaría en caer en cuenta que ese “retail” estaba emparentado con “detail”, que no era sino el detal que distinguía la venta al por menor. Nótese, a continuación, la explicación del término "Detalle" que he tomado de “La palabra del día”, de Ricardo Soca:

 

“Un detalle es la parte o hecho que forma parte de una cosa, pero que no es esencial a ella, ejemplo: otro detalle de este teléfono es la cámara con tres lentes. También se llama detalle a una lista o relación pormenorizada de elementos. La historia de esta palabra, hasta donde se pudo rastrear, proviene del latín vulgar taleare  ‘cortar, tajar, rajar’, que a su vez se formó a partir del latín clásico talěa ‘retoño que se trasplanta’. 

 

En el romance del siglo X aparece mencionada en las Glosas de Silos con la grafía tagare y, en el Poema de Mío Cid, como tajar. También se registra como taliare en textos de agrimensores romanos de la Baja Edad Media, época durante la cual fue usado por Berceo, y también en Alexandre, Juan Ruiz, etc. A comienzos del siglo XIX, se formó en castellano “detalle”, a partir del francés détaillerdétail usados en referencia al comercio minorista, que vende en pequeñas cantidades, como si hubieran sido tajadas de un todo más grande” (hasta aquí la explicación). Adviértase, en este punto, la aclaración relativa a: tajar, tajo y tajada.

 

Varios vocablos, todos disímiles en apariencia, como tajo, destajo, atajo (e incluso, hatajo), tienen una raíz etimológica común, raíz que se explica en el primero de los párrafos glosados. Hace unos treinta años –era septiembre de 2009– uno de mis cuñados había sido invitado para que hiciera una presentación de homenaje a una canción lojana muy conocida en el continente. Este familiar me había pedido mi impresión acerca de la popular tonada, así como algún comentario relacionado. El nombre de la composición (como él la interpretaba) era “Atajitos de caña”… Pronto caí en cuenta del error: esa escritura la interpretaba como “cortes en el camino” o como “caminitos en medio del cañaveral”; no como la de hacer algo poco a poco, “a trocitos”, “a rajitas”: “a tajitos”…

 

La hermosa melodía fue compuesta por mi buen y extrañado amigo Hernán Sotomayor; él la escribió y puso música siendo todavía un muchacho. Hoy la entonan e interpretan por todo el continente y aunque “atajitos” también puede hacer sentido (o casi), es más coherente cuando se piensa en un enamoramiento forjado poquito a poco, rajita a rajita, tajada tras tajada. Un pequeño tajo constituye la porción cortada de algo: así es como nos gusta construir el amor, tajo a tajo: a tajitos. No sé ustedes, pero aunque puede sugerirse como más “excitante” lo otro, prefiero el romanticismo de hacerlo así, superando de a poco las dificultades; que tener que recurrir al escondite, a oscuros atajos, a estrechos senderos, a sendas furtivas ubicadas en vegas y cañaverales…


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