28 noviembre 2023

Los Chillos, mirando al futuro (1)

Viajábamos ese día desde Quito a San Rafael, ubicado en el Valle de los Chillos, y digo que “viajábamos” porque como no había todavía la Vía Oriental, ni se pensaba siquiera en la futura construcción de la Autopista Gral. Rumiñahui, ir de Quito al Valle, o viceversa, era en realidad todo un largo y, a veces, tortuoso “viaje”; fue cuando mi ocasional acompañante comentó: “Pienso que con la expansión de la ciudad y la necesidad de movilizarse para vivir en los valles (Tumbaco y Los Chillos), los moradores del Norte de Quito se irán a vivir en Cumbayá; y los del Centro y Sur, se irán algún día al Valle de los Chillos”. Tal parece que el tiempo, que nunca deja de sorprendernos, ha terminado por darle la razón a mi profético compañero de viaje…

Los jóvenes no conocieron un tiempo en que, una vez pasada la Plaza de Santo Domingo, dirigiéndose hacia el sur para ir a Los Chillos, había que continuar por La Recoleta, seguir por la calle Maldonado, cruzar el Machángara con rumbo hacia “la Estación” del ferrocarril y tomar por la izquierda hacia el camal; luego, subir por una vía caracterizada por la presencia de los hornos de ladrillo y la pasteurizadora Quito; y, finalmente, cruzar una depresión que permitiría trasmontar la loma de Puengasí, a través de Luluncoto y Chaguarquingo. Una vez coronado el ascenso, la vía se convertía en un sinuoso y estrecho camino que rodeaba la loma por su lado oriental, con rumbo suroriente,  hasta llegar a un punto en que la gradiente permitía virar nuevamente hacia el norte con rumbo a Conocoto.

 

Conocoto era entonces un pueblito pintoresco, un lugar donde se expendían “cosas finas” (los típicos “hornados” y otros alimentos relacionados) durante los fines de semana. Desde ahí, y finalizada la última recta, la vía tomaba por derecha por algo así como un kilómetro y volvía a dirigirse hacia el norte, apuntando al Ilaló. Tres kilómetros más abajo, el camino cruzaba el río San Pedro y la ruta (que si se seguía recto conducía a El Tingo) tomaba una nueva bifurcación por derecha para continuar a otro pequeño aunque pintoresco poblado llamado San Rafael. Ahí, en esa esquina (la de ese último desvío) un joven aviador, fumigador y visionario, instaló alguna vez un pequeño restaurante. El sitio estaba ubicado frente a una hostería conocida tal vez como Mayflower (alguien me ha dicho que 'Holiday'). El aviador se llamaba Jaime Martínez y había bautizado su sin par negocio como “El triángulo”.

 

Pero no había ahí un “triángulo” propiamente dicho: había dos catetos, pero la hipotenusa estaba ausente. Lo bueno es que ahí los platos eran los mejores del Valle, y no se hable de sus cervezas, ¡siempre bien frías! Jaime era un tipo ameno, bien parecido y cordial; nunca supe qué se hizo de él. Lo conocían como “Gato Martínez”; siempre sospeché que el apodo le venía por el color de sus ojos, aunque nunca pude descartar si obedecía a alguna vieja travesura, a sus juveniles arrestos o a otras bien disimuladas habilidades… Ya pasado el tiempo, abrigo el convencimiento de que no son muchos los que saben que fue él el verdadero inventor de un nombre que sirvió para identificar al sector más bullente y popular, y –con probabilidad– el más comercial y visitado que existe en todo el Valle de los Chillos.

 

En estos días, pocos recuerdan el origen de aquel nombre y me parece que ni siquiera identifican la palabra “triángulo” con la forma de aquella vieja esquina; tal parece que cuando se menciona tal referencia geográfica, la gente piensa más bien en otra encrucijada, una ubicada un par de cuadras hacia el norte, y la confunde con el cruce de dos avenidas: la General Rumiñahui (que es la continuación de la autopista) y la Ilaló (que termina en El Tingo). Es el lugar donde se asientan negocios como Che Farina, Marathon Sports y un par de pequeños centros comerciales.

 

Hablando de mi recordado amigo y colega, me permito efectuar una muy breve digresión: siempre me llamó la atención que así como son mayoritarios los serranos en el contingente de quienes se forman y convierten más tarde en marinos; asimismo, son muy pocos los aviadores serranos que se dedican a las labores de fumigación agrícola. Su vocación y destino, para llamarlos de alguna manera, siempre fueron los de la aviación de transporte, las aerolíneas.

 

Ya que lo menciono, se me antoja pertinente hablar de la vía que llamamos Autopista General Rumiñahui. Yo ya estaba casado (luego de 1975) cuando se la empezó a planificar y a construir; o, más bien dicho, cuando poco más tarde se la trató de dar una nueva fisonomía y se decidió convertirla en “autopista”. Uso las comillas porque llamarla de ese modo suena un tanto pretencioso: primero, porque apenas se extiende por unos 14 kilómetros; y, segundo, porque no tiene ni el diseño ni las características requeridas para que se la identifique de esa manera. Una vía de siete carriles (4 de bajada y 3 de subida, en 3 andariveles) con desiguales peraltes y sin interconexión para satisfacer las salidas y cambios de dirección, puede constituir una avenida cerrada pero nunca cumplirá los requisitos para ser llamada una autopista… (continuará).


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24 noviembre 2023

Una insoportable liviandad

El pasado julio falleció en Paris Milan Kundera; era donde residía desde 1975, tenía 94 años. Con ello se esfumaría la posibilidad de que se le concediera el Premio Nobel de Literatura, ya que la distinción solo se otorga a escritores vivos. Esa pudo haber sido, por un tiempo, una esperanza exigua aunque la mejor oportunidad pudo haberse concretado hacia fines del siglo pasado, en especial cuando otro checo, Jaroslav Seifert, poeta que se hallaba enfermo y postrado, fuera galardonado en 1984. Se había rumoreado que la Academia Sueca habría consultado a la disidencia checa respecto al probable destinatario. Se dice que el grueso de sus integrantes así lo habría sugerido.

Kundera había nacido en Moravia. He vuelto a leer estos últimos días su obra más conocida, La insoportable levedad del ser; lo he hecho tal vez treinta años después. No digo “releer”, con intención, porque aunque tenía indicios de que ya lo había hecho, realmente no lo recordaba… Había revisado todos esos subrayados, notas y marcas que había puesto en los márgenes, y no podía terminar por convencerme que era una obra cuya lectura ya había registrado. Sé bien que nunca una nueva lectura es idéntica a la anterior; que quizá las experiencias que median entre dos lecturas pueden significar que una misma obra sea interpretada no solo como si fueran dos libros distintos, sino hasta como una lectura efectuada por dos lectores diferentes…

 

A ratos he tenido esa extraña impresión en base a esas marcas y apuntes; se me ha antojado similar a la sensación que pudiera producirnos un texto que, a pesar de que no lo hubiéramos leído, quisiéramos dar la engañosa impresión de que ya lo habríamos hecho… Han sido otras líneas –esta vez– las que he querido remarcar, y otros los episodios que he decidido resaltar. En treinta años nos pueden pasar tantas y tantas cosas… Algo en la forma de identificar mis libros (una marca con una antigua dirección de correo), me ha persuadido que ese y otros libros de Kundera ya habían recibido mi atención.

 

Estoy convencido de que las obras de Kundera merecen una mejor traducción. Siento que los tiempos del verbo podrían ir más de acuerdo con la naturaleza del relato; de otra manera se distorsiona el ritmo de la narración y ello nos produce la impresión de que la historia no tiene un relato lineal, que se trata de una yuxtaposición de anécdotas, reflexiones y episodios que le van dando una estructura artificial a la novela. La obra se convierte así en una historia de amor intercalada por apuntes filosóficos, acontecimientos históricos e, incluso, posturas y episodios políticos. El lector alimenta entonces la persuasión de que hay inserciones añadidas al azar, notas aisladas que pudieron integrarse en cualquier otro de los demás capítulos.

 

Esto quizá define el estilo literario de Kundera. Son justamente esas interpolaciones, con datos y reflexiones que dejan por momentos de lado la trama del relato, las que pasan a convertir sus novelas en propuestas más adecuadas tal vez para la disertación o el ensayo. Esas anotaciones reflejan las tendencias filosóficas del escritor, especialmente la influencia que le habrían marcado los filósofos alemanes, cuya senda fue seguida por Nietzsche, y que sembraron las inquietudes del pesimismo o del existencialismo. Esas notas exhiben, además, su notable erudición y esa elevada formación que él se había preocupado por adquirir.

 

No debe olvidarse, que hace tan solo treinta años existía en el mundo una gran dicotomía, había una realidad política diferente; se sentían en el campo internacional las olas y reflujos que producían las controvertidas expresiones de la guerra fría, sujetas ellas al predominio que generaban sus focos de influencia. Así, era inevitable que el autor expresase su compromiso nacional, si no ideológico; testimonio que estaría de acuerdo con el papel que muchos consideraban –en esos conflictivos años– que era el papel que le correspondía asumir a la literatura, siempre en defensa de los valores humanos y de la libertad de los pueblos.

 

Kundera había sido expulsado dos veces del Partido Comunista; por ello, quizá no se sentía cómodo identificándose como un “escritor político” obligado a transmitir un mensaje. Sus obsesiones se relacionaron con temas como la identidad, el eterno retorno o el exilio. En lo personal, y en cuanto a la obra referida, estimo que las secciones mejor logradas están incluidas en los primeros capítulos de la Sexta parte (La gran marcha). Pero, desde el punto de vista afectivo, es notable el tratamiento que dio el escritor, con empatía y sutil delicadeza, a aquella especial relación que a veces logramos mantener con nuestras propias mascotas, siempre disfrutando de su compañía y de su imponderable nobleza. Ese es el tema de la Séptima parte (La sonrisa de Karenin).


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21 noviembre 2023

El lado tangencial de la realidad

Le dicen Juanjo, que es así como llaman a los Juan José. Escribe desde hace más de veinte años unas curiosas notas para El País de España. Son, estas, comentarios y relatos muy breves, siempre con esa impronta tan suya, la misma que destila su impar genialidad. Su pluma nunca está exenta de ironía, ha ganado gran cantidad de premios y distinciones en mérito a sus empeños literarios y a su trajinar como periodista. Ha escrito una veintena de novelas y una infinidad de cuentos (él prefiere llamarlos ”anticuentos”). Su estilo invita no solo a disfrutar de su narrativa sino que tiene la virtud de provocar una ocasional reflexión frente a esas pequeñas cosas –inocuas en apariencia– que nos suceden todos los días.

Se llama Juan José Millás; sus apuntes –en un tono a veces burlón, a veces mordaz– nos inducen a reflexionar en la loca fugacidad que tiene la vida. Chejov lo hubiese descrito como "Alto, enjuto, canoso, entrado en años"... Su fotografía de cuando era joven, que aparece en la Wikipedia, me recuerda a alguien... quizá a Diego Cornejo que, según entiendo, vive hoy en California, primo este de aquel otro primo político mío que ya "voló con derrota Oeste" hacia esa patria del recuerdo que llamamos eternidad...

Leer a Millás es encontrase de bruces con la sorpresa, el humor o la filosofía, o con todo eso a la vez. Si bien lo pensamos, las circunstancias más simples pueden esconder siempre un ángulo oscuro o contradictorio. Así, nada escapa –si lo analizamos con fina introspección– al influjo tangencial del disparate o a la sombra macilenta del absurdo; advertimos que siempre hay un vector que nos avecina a lo paradojal o nos enfrenta a la necia posibilidad del ridículo. Sus notas desnudan nuestras incoherencias; son como esos oblicuos espejos de feria que distorsionan los rasgos de nuestra imagen y nos hacen reír, en forma inevitable, de los mismos defectos que nos esforzamos por disimular o esconder; en suma, de nuestra inherente vanidad…

 

Me permito recomendar una recopilación de sus cuentos; está publicada por Seix Barral y obedece al título de “Una vocación imposible”. A continuación, les paso una pequeña muestra suya; fue publicada en días pasados en El País Semanal. 


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* Tú disimula. Escrito por Juan José Millás

 

Bajaba por mi calle hacia la boca del metro cuando tropecé con un zapato negro, un mocasín perteneciente al pie derecho de una mujer. Lo recogí cívicamente para abandonarlo en la papelera de la siguiente esquina. Luego, en el vagón del metro, descubrí, sentada frente a mí, a una joven que llevaba en el pie izquierdo un zapato idéntico al que yo acababa de arrojar a la basura y en el derecho una zapatilla deportiva. Me acerqué un poco y le conté lo ocurrido.

 

—¡No hay quien saque partido de ese zapato! ¡A la que me descuido, se escapa! —respondió, como el que se queja de la conducta de un hijo incorregible. Luego me pidió la dirección exacta de la papelera y se apeó en la siguiente con la idea de recuperarlo.

 

Esa misma tarde, de vuelta a casa, pasé por delante de la papelera y la revisé para comprobar que el zapato había desaparecido. Encontré en cambio la zapatilla deportiva de la que, por alguna razón, había decidido desprenderse la mujer. Debido a un impulso irracional, pues no suelo coger cosas de la basura, me la llevé a casa y la dejé en el recibidor, junto al resto del calzado, pues tenemos en mi familia la costumbre de descalzarnos antes de adentrarnos en el interior de la vivienda. Al rato, se presentó en el salón mi hija mayor sosteniendo la zapatilla en alto. “¿Quién la ha encontrado?”, preguntó, “llevaba dos días buscándola”. Al principio, decidí callar, pero como ella continuara a la espera de una respuesta, confesé que la había encontrado yo.

 

—¿Dónde? —preguntó.

—En la terraza —mentí.

—A la que te descuidas —dijo ella con expresión de fastidio—, te da esquinazo.

—¿Y la del pie derecho? —pregunté por curiosidad.

—Con esa no hay problema —apuntó—, es muy dócil.

 

Hay días en los que no entiendes nada de cuanto sucede a tu alrededor, pero es mejor que no lo manifiestes.


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17 noviembre 2023

La noche, el infinito y su símbolo

Hay algo que identifica, si no hermana, al infinito con la nocturnidad. Debe haber sido ese ciclo ciertamente –aquél de recurrente oscuridad–, el que desde los albores de la humanidad acicateó la curiosidad de nuestros antepasados. Cada nueva penumbra constituyó ocasión y marco para nuevas e inevitables inquisiciones. La noche estimulaba a indagar respecto a los ciclos planetarios, a especular acerca de la distancia a otros cuerpos celestes y a provocar a la intuición para tratar de entender los inabarcables conceptos de eternidad y de infinito.

Era de madrugada cuando me enteré de una curiosa nota que me habían enviado. En ella se postulaba que la letra N (también utilizada para expresar un número indefinido) sumada al número ocho, producía como resultado, igual que en casi todas las lenguas europeas, la palabra “noche”. Proponía la información que era ese mismo ocho, pero esta vez recostado sobre sí mismo, la razón para que se hubiera escogido la figura para representar a esa elusiva entelequia que llamamos “infinito”. Concluía indicando que en ‘n-oche’ (la suma de N+ocho) se sintetizaban dos aspectos: las horas de sueño con la infinita inmensidad del Universo.

 

No quisiera suscribirme al criterio de la fuente etimológica que tuve que consultar; criterio que reconocía al razonamiento contenido en el párrafo anterior como carente de fundamento (“fruto de la ignorancia popular”, es como lo calificaba). Estoy persuadido de que esta clase de aportaciones” tiene que ver más con una muestra de traviesa investigación, aderezada con cierto sentido poético, que con el deseo de subvalorar el saber científico. Pero aun así, ni aquello es lo que la palabra noche significa, ni es por eso que las ciencias han utilizado aquel extraño símbolo –la “lemniscata”– para expresar la noción de ese matemático concepto.

 

Para empezar, la similitud puntual del término “noche” con su contraparte en otras lenguas europeas (no solo las del romance), es por razones puramente semánticas y fonéticas. Esto tiene que ver con que unas y otras (en esencia lenguas indo-europeas) utilizan un “yod” distinto, es decir una forma de emplear el paladar, para reemplazar un sonido contenido dentro de un vocablo ajeno –en este caso, perteneciente al latín–. Este proceso se llama “asimilación consonántica”; es el que reemplaza las “ct” de octo (ocho) y noctum (noche) por las “ch” correspondientes.

 

Habría sido en mis clases de matemáticas o de álgebra (cuando aprendí a odiar que las letras se mezclaran con los números) que descubrí que había un signo ideado para representar el concepto de infinito. Sería en mis primeras horas de entrenamiento como aviador, cuando reconocí aquel mismo “ocho tumbado” en una maniobra llamada “ocho sobre camino”. Luego vendrían mis horas de acrobacia extracurricular; fue entonces cuando vi efectuar otra pirueta que consistía en dibujar en el cielo, con el desplazamiento del avión, una figura conocida como “lazy eight” (“ocho perezoso”); era ese mismo ocho recostado que un día vi que usaban para marcar al ganado. Esta lemniscata ya fue utilizada en la antigüedad: era la forma que tenían unos lazos de cinta con los que se premiaba a los ganadores de concursos y más certámenes.

 

La idea detrás de la lemniscata pudo ser la de una serpiente enroscada que trataba de morder su propia cola. Habrían sido Giovanni Cassini y los hermanos Bernoulli, quienes definieron la figura utilizando una compleja fórmula matemática y generalizaron el uso del trazo para representar aquel necio “ad infinitum”. Pero la idea original pudo haber pertenecido a Proclo, un filósofo griego que vivió en el siglo V, que utilizó una figura que llamó hipopoda –por similitud con el lazo utilizado en los rejos para inmovilizar las patas (anteriores o posteriores) del ganado–. Pero el crédito de utilizar el símbolo con ese propósito pertenecería a otro matemático, un clérigo inglés contemporáneo de Newton, llamado John Wallis (o Ioannes Wallisius), que en 1655 se habría inspirado en la minúscula de omega, la última letra del alfabeto griego.

 

En la antigüedad solo se usaron en Occidente los números romanos y, ello, solo para adornar edificios, datar fechas o efectuar registros (en Europa no se utilizaban todavía los números hindúes que, por haber sido importados por los árabes, los llamaron ‘arábigos’). Por ello, antes de que se utilizaran estos guarismos –figuras numéricas con las que ya fue posible realizar las cuatro operaciones– se cuenta que se solía usar un símbolo para expresar una cantidad demasiado elevada; era representado por una C, una I y una C invertida, figura similar a la lemniscata. El ocho, tal como lo conocemos, nos viene de la India: su forma habría sido la de un rectángulo vertical partido por una línea horizontal, figura que proclamaba su cantidad de ángulos (8).


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14 noviembre 2023

Futuras primicias de la aviación *

  • Escrito por Ian Molyneaux – Condensado de la revista AeroTime Hub, con mi traducción.

En estos días, cuando uno se sube a un avión para un vuelo de cientos de millas de distancia, es fácil olvidar cómo eso fue posible. Ciertamente no se lo logró de la noche a la mañana. ¿Cuántas noches de insomnio fueron necesarias para que un pasajero pudiera volar de A a B? ¿Cuántas historias de dedicación fueron requeridas que se han quedado sin contar?

 

Esos logros comenzaron en alguna parte; fueron momentos en los que se materializaron sueños que cambiaron la forma en cómo viajamos. Una de las primicias fue el vuelo en planeador de Otto Lilienthal, en 1891, que capturó la imaginación de todo el mundo e inspiró a los hermanos Wright; no es necesario ser un experto para saber lo que ellos lograron. El primer motor a reacción, las primeras comunicaciones de radio, el primer piloto en romper la barrera del sonido o el primer servicio transatlántico a reacción son solo algunos de los increíbles esfuerzos que llevaron a la aviación al avance donde está hoy. Pero, ¿cuáles son las primicias del futuro que podrían sacudir los cimientos del vuelo y poner a la industria en un rumbo diferente?

 

Primera aerolínea libre de emisiones: Según Our World, la industria aérea es responsable por el 2,5 % de las emisiones globales; es comprensible que el sector esté bajo una presión cada vez mayor. A pesar de la pandemia, la demanda no muestra signos de desaceleración, con las aerolíneas efectuando pedidos récord de nuevos aviones. Para combatir el calentamiento global, IATA comprometió a las aerolíneas en 2021 a lograr cero emisiones de carbono para el año 2050. A pesar de los titulares, las aerolíneas han aumentando el uso de Combustibles de Aviación Sustentable (SAF), con aviones de bajo consumo o haciendo inversiones en fuentes de energía menos nocivas y han expresado su intención de comprar aviones híbrido-eléctricos. Es poco probable –en el futuro cercano– que veamos una aerolínea totalmente libre de emisiones, pero la primera en lograrlo sin duda grabará su nombre en la historia de la industria.

 

Primer nuevo vuelo supersónico de pasajeros: Una de las áreas más emocionantes a futuro sería la resurrección del avión supersónico. Han pasado más de 50 años desde que el Concorde hizo que los viajes supersónicos fueran una posibilidad y su desaparición todavía despierta grandes emociones. La próxima compañía que opere a esa velocidad no será la primera, pero hará sentir la gesta como un cambio importante en el juego, especialmente por el avance de la tecnología; los tiempos de viaje entre las principales ciudades del mundo podrían bajar a la mitad. La iniciativa cuenta con el respaldo de las principales aerolíneas. A medida que avance la presente década, la expectativa en torno a los aviones supersónicos se incrementará.

 

Primer eVTOL en transportar pasajeros: En octubre, el fabricante chino EHang anunció que se había convertido en la primera empresa en obtener la certificación para su taxi volador –el EH216-S–, un prototipo eléctrico del avión de despegue y aterrizaje vertical (eVTOL). Con esto se espera que muy pronto otros fabricantes busquen la certificación americana (FAA) y/o  la de la Agencia de Seguridad Europea (EASA). EHang claramente tiene gran apoyo de la Administración China (CAAC), pero todavía debe resolver asuntos pendientes antes de que los pasajeros suban a bordo de un eVTOL. Por tanto, la carrera todavía está en marcha.

 

Primer avión de transporte totalmente eléctrico: Se espera su lanzamiento antes antes de 2030. Sus fabricantes están haciendo grandes avances, podrían obtener la certificación en 2024. Los expertos predicen que estos aviones tendrán el potencial de revolucionar los viajes regionales, conectando lugares que de otro modo resultarían imposibles con aviones que requieren combustible. Las aerolíneas ya se están dando cuenta de su potencial.

 

Primer avión impulsado por hidrógeno: Si el ideal es un Mundo libre de grandes aviones que consumen demasiado combustible, la alternativa más plausible es la de aeronaves impulsadas por hidrógeno. Si se respetan los requisitos ecológicos, el hidrógeno pudiera representar una fuente de energía sustentable que podría alimentar la aviación del futuro. Tal es el potencial, que las próximas generaciones pudieran mirar hacia atrás el consumo de combustibles fósiles con horror; y tal cosa es comprensible. Las empresas que están liderando esta evolución están desarrollando motores que se pueden utilizar en aviones turbohélice, como el De Havilland Dash-8. Airbus también está invirtiendo en esa tecnología y apunta a producir su primer avión comercial impulsado por hidrógeno para el año 2035.


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10 noviembre 2023

Cosas de nuestra memoria...

Hace poco hablábamos de esa característica nuestra que nos impulsa a utilizar palabras distintas como si fueran idénticas, convencidos de que ellas tienen equivalente significado cuando en realidad no quieran decir lo mismo. Ello sucede con Alzheimer y demencia, dos términos relacionados pero que no son análogos. Hablar de esa causa para la demencia que es el Alzheimer, solo viene de pocas décadas atrás. A veces se habla también de demencia senil, como si fuese la edad la que la produjera.

El Alzheimer es la principal causa de demencia, pero sufrir de demencia –que es un conjunto de síntomas producidos por una alteración cerebral, y que se caracterizan por variaciones en el estado de ánimo y la conducta–, no siempre requiere haber contraído previamente Alzheimer; de hecho, hay formas de demencia que se inician sin haberlo sufrido. La demencia implica un estado que restringe la autonomía de quienes la padecen, lo que les impide realizar actividades básicas que deben efectuar en forma cotidiana. Hoy se sabe que una de cada diez personas que pasan de 65 años desarrolla más tarde alguna forma de demencia (hay como diez formas distintas); pero, de ellas, solo un 70 por ciento sufre de Alzheimer.

 

Alois Alzheimer había sido un brillante neuropsiquiatra alemán que descubrió, a principios del siglo pasado, que ciertas proteínas formaban placas entre las células cerebrales y ovillos entre las neuronas afectando su adecuado funcionamiento. Alzheimer demostró que esas anomalías se presentaban en la edad mediana y solo se reflejaban más tarde con el deterioro físico de los pacientes. Uno de los motivos para que confundamos Alzheimer con demencia es que los síntomas de ambos son similares o difíciles de diferenciar. De alguna manera, ambos incorporan síntomas relacionados con similares manifestaciones: deterioro de la memoria, dificultades relativas al raciocinio y problemas para articular el pensamiento.

 

Nuestros olvidos no son necesariamente manifestaciones tempranas o síntomas de futuras formas de demencia. De acuerdo con varios autores, aquello de que reconozcamos nuestros ocasionales olvidos, es en sí mismo una garantía de que la enfermedad no ha de afectarnos hacia el final de nuestros días. Todos olvidamos algo alguna vez; esos son olvidos ‘normales’ que podemos evitarlos ejercitando nuestra memoria, utilizando un sinnúmero de estrategias o, simplemente, haciéndonos un poco más ordenados y sistemáticos. El orden nunca es perjudicial, hace de nuestra vida un trámite más fácil y nos permite disfrutarla mejor.

 

En el oficio que tuve la suerte de escoger, ser ordenado marcaba la diferencia entre el piloto mediocre y el buen piloto (o entre el bueno y el mejor dotado); no era cuestión de quien era más hábil, más estudioso o más arrojado. Uno era ordenado o no lo era, así de simple; no importaba si uno tenía una gran habilidad, esta de nada servía si se era desorganizado. Es más: un piloto que trabajaba con orden, que seguía sus flujos, procedimientos y listas de chequeo, podía no ser tan hábil –y ni siquiera ser experimentado–; pero pasaba por bueno si hacía su trabajo en forma metódica. Y lo era porque había cumplido su misión en forma eficiente y satisfactoria; porque siendo ordenado jamás olvidaba lo importante, ni se exponía a tener que corregir sus errores.

 

No creo que diga nada novedoso si comento que nadie es perfecto: todos nos olvidamos de algo alguna vez en la vida. Resulta paradojal que, aunque nuestros olvidos nos molesten y a veces nos metan en problemas, eso de decir “me olvidé” sea una de las excusas más abusadas que existen. Supongo que la gente la usa tanto, como pretexto, porque está convencida de que –como todos mismo olvidan– es un fácil subterfugio cuando tratamos de explicar nuestros descuidos o ineptitud. Nada más fácil que excusar nuestros errores con un “es que me olvidé”.

 

Hay algo que desafía nuestra memoria y son esas claves de seguridad que, con ese mismo propósito –nuestra seguridad–, se nos obliga en la actualidad a diversificar y recordar (o a mantener en lugar seguro). No hay nada que más nos incomode que descubrir que hemos olvidado de registrar una nueva contraseña o, lo que equivale a lo mismo: que no hemos tomado nota de esos cambios o modificaciones que las distintas instituciones hoy nos obligan a efectuar una y otra vez. En casos como este, es esencial ser metódico y ordenado. Podemos tener una memoria de elefante, pero esta será siempre selectiva: por lástima no siempre guarda como prioritario lo más importante sino tan solo lo más urgente… ¡Y es ahí donde fallamos una y otra vez!


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07 noviembre 2023

Una historia entretenida

Jacob no es uno de los principales patriarcas que hay en el Génesis, el primer libro de la Biblia; mas, sin embargo, es uno de los personajes más relevantes, no está a la altura de Noé, Abraham o Moisés, pero su historia es por manera interesante. Perteneció a un linaje favorecido por “el Señor”, como prefiere llamar a Yahveh la Biblia católica. Jacob era hijo de Isaac y de Rebeca, pero también nieto de Abraham; fue parte de una pareja de mellizos y, desde su nacimiento, fue el hijo preferido de su madre. Para su padre, sin embargo, Esaú fue desde siempre el preferido por haber nacido primero. 
Rebeca no podía tener hijos aunque Dios atendió sus súplicas; ella concibió mellizos pero sintió que peleaban desde cuando estuvieron en su vientre. Cuando nacieron, el primero en salir fue pelirrojo y tenía el cuerpo cubierto de vello, por eso lo llamaron Esaú (Seir en hebreo tiene un sonido parecido y quiere decir vello). El segundo salió colgado del talón de Esaú, como a rebajo, y decidieron llamarlo Jacob (un nombre con un sentido parecido a talón pero similar a otra palabra que significa “hacer trampa”). Cuando crecieron, Esaú se convirtió en hombre de campo y en buen cazador, pero a Jacob le gustaba cocinar y quedarse en casa. 
Un día Esaú regresó muy hambriento y vio que Jacob preparaba un guiso de lentejas (a Esaú también se lo conoce como Edom que suena como rojo). El mayor pidió a su hermano un poco de ese potaje pero Jacob se lo ofreció a cambio de su progenitura. Esaú subestimó la implicación y aceptó el canje bajo juramento. Isaac ya estaba viejo y se estaba quedando ciego; un día llamó a Esaú, le pidió que se fuera de caza, trajera una presa y preparara un sabroso guiso, para así darle su bendición. Rebeca escuchó el diálogo y pidió a Jacob que fuera por una piel de cordero y se cubriera los brazos para así engañar a Isaac; al tiempo, preparó un delicioso guiso y pidió a Jacob que se lo presentara a su padre para que fuera él quien recibiera la bendición paterna.  
Llegó Esaú y comprendió lo sucedido, su padre ya no quiso duplicar la bendición; a partir del episodio, Esaú repudió a su hermano quien, para evitar su cólera, se fue a vivir en otra tierra. Allí conoció a dos hermanas, una llamada Lea que tenía lindos ojos; y una segunda, Raquel, que era una mujer muy guapa “de pies a cabeza”. Jacob se prendó de Raquel y propuso a Labán, pariente de su abuelo y padre de las hermanas, que trabajaría para él por siete años a cambio de desposarla. Labán era avaricioso y astuto, accedió a la propuesta pero en la noche de bodas embriagó a Jacob y le entregó su primogénita. Al darse cuenta del ardid, Jacob propuso a Labán que trabajaría otros siete años si también le permitiría casarse con Raquel. 
Jacob cumplió con el plazo estipulado y aún trabajó otros seis años adicionales, procurando ahorrar y hacerse de su propio peculio; su ambición era ahora regresar a su tierra y procurar el perdón de Esaú. Pero el suegro volvió a hacerle trampa; habían acordado que Jacob se quedaría con las ovejas y los corderos negros y los que estuvieran rayados o manchados, pero durante la noche Labán tomó el ganado oscuro y se lo llevó a un lugar donde lo cuidaran, a tres días de camino. Ante esto, Jacob empezó a alimentar mejor a las crías que nacieran negras o manchadas; de este modo fue haciéndose rico y dueño del mejor ganado… 
Lea, que se sentía desdeñada, pidió a Dios que le ayudara a concebir un hijo. Así nació Rubén (que quiere decir “Dios ha visto mi tristeza”). Lea ya tenía cuatro hijos cuando Raquel, que no podía tenerlos, entregó a Jacob su esclava Bilha para que fuera su concubina y pudiera darle más descendientess. Pero Lea actuó en forma parecida: entregó a Jacob su esclava Zilpa con la que engendró otros dos niños. El cuarto hijo de Lea fue Judá, palabra que en hebreo es similar a “alabar” (de ella viene el vocablo Judea, que identifica al pueblo judío). Finalmente, Raquel pudo también concebir sus propios hijos: José y Benoni (“Hijo de mi tristeza”), al que Jacob prefirió llamar Benjamín que significa “hijo de mi mano derecha”, este sería el último de sus hijos. Jacob lucharía durante toda una noche con un ángel, quien le dijo que en adelante se llamaría Israel (que quiere decir “el que lucha con Dios”); de ahí que a su descendencia se la reconozca como la de “las doce tribus de Israel”.
Jacob decidió dejar Padan-aram y retornar a su tierra. Lo hizo sin avisar a su suegro quien optó por perseguirlo: se había llevado a sus hijas y nietos, pero también a sus ídolos (Raquel los había escondido). No obstante, Labán le dio su bendición y permitió que continuara con su viaje; Jacob hizo adelantar a sus mensajeros con ricos presentes para intentar dulcificar a su hermano. Para su sorpresa, Esaú lo recibió con afecto y no quiso aceptar los presentes, dijo que ya tenía suficiente, que no le guardaba rencor y que estaba muy feliz con su regreso... Colorín, colorado; fueron felices, comieron perdices y siguieron sembrando raíces...


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03 noviembre 2023

Instrucciones para no llorar

Utilizo un título engañoso. No estoy en el ingrato oficio de dar consejos o recomendaciones y, menos aún, sugerencias o instrucciones; y no las doy, tanto para llorar como para no llorar. Soy, por formación, un piloto de aviones, no administrador aeronáutico, aunque alguna experiencia he obtenido en ese campo de los negocios de la transportación aérea. A lo largo de mi carrera he sido testigo (de cargo y de descargo) de múltiples fracasos, de líneas y operadores aéreos, que han significado no solo el descalabro de esas mismas empresas, sino el lamentable naufragio –en algunos casos– de la propia aviación nacional.

Ahí tenemos casos paradigmáticos como los de ÁREA y Ecuatoriana; los inevitables de Saeta y TAME; y ahí está el último e inesperado deceso de Equair. Y es que algunos de estos tristes colapsos no solo han afectado a sus emprendedores o accionistas, a sus empleados y a sus pasajeros; sino que han afectado también a un sano y vigoroso concepto de lo que debe ser la aviación nacional. Esto porque no habiendo empresas vernáculas (las que quedan son meras sucursales de negocios extranjeros) tanto el estado como la sociedad están en la obligación de velar por el eficiente desempeño de nuestras aerolíneas nacionales. En resumen: el país debe contar con empresas propias, y el Estado debe coadyuvar al fortalecimiento de esa forma de transportación para beneficio del país y satisfacción de los propios usuarios.

 

Como dejo señalado, no estoy en el negocio de dar ni ofrecer consejos, pero puedo intentar un diagnóstico de por qué fracasan –una y otra vez– tantos emprendimientos aeronáuticos en el país; y, respecto a la última suspensión de operaciones (la de Equair), el porqué se deja progresar una anómala situación hasta cuando ya es demasiado tarde. Lo que se requiere es contar con una organización vigorosa; se necesitan aerolíneas propias, no solo operadores foráneos y buenos aeropuertos. La sociedad se promueve con una aviación bien estructurada; e incluso el propio Estado se beneficia al poder contar con un servicio aéreo ágil, seguro y eficiente; por ello, se deben supervisar las operaciones aéreas ofreciendo un tratamiento preferencial a los operadores nacionales a efecto de mejorar sus condiciones operacionales y aliviar sus obligaciones financieras. 

 

Era notorio que Equair venía efectuando una operación satisfactoria. El servicio era ordenado, operaba con tarifas convenientes y con sorprendente puntualidad. Pocos meses atrás había adquirido un tercer avión y solo pocos días antes del cierre había inaugurado una nueva ruta. No conozco sus entretelones financieros; sin embargo, es probable que, superado el período de gracia, las alícuotas de amortización de su equipo de vuelo (aparatos nuevos de fábrica) le pusieron a la empresa en una situación difícil al no poder mantenerse al día con los pagos al fabricante. Una aerolínea que empieza debe tomar muy en cuenta sus costos directos y estar segura de que cuenta con el debido respaldo para satisfacer la adquisición de su equipo de vuelo. No siempre operar con aviones nuevos es la alternativa más conveniente.

 

En relación a los costos directos, existen factores que merecen una detenida atención. Uno de ellos, quizá el más importante –si excluimos la amortización de los aviones–, es el costo de combustible; sería importante que los nuevos operadores, aquellos que realizan un adicional esfuerzo financiero reciban un incentivo temporal en la forma de tarifas preferenciales. No, no estoy abogando por un subsidio, pero si queremos propender a una aviación eficiente y segura, las entidades relacionadas deben crear incentivos que, a fin de cuentas, beneficien al usuario. Una línea aérea solvente no solo produce un mayor aporte fiscal: crea puestos de trabajo, asume un servicio público, promueve el intercambio comercial y el turismo, y favorece el desarrollo nacional.

 

Otro asunto que debe ser revisado es el de las tasas aeroportuarias. Estas son muy onerosas en la actualidad, particularmente en los aeropuertos internacionales. En el Mariscal Sucre las tasas son demasiado elevadas con respecto a aeropuertos similares de la región; por lo que, lejos de que se ofrezcan incentivos para las aerolíneas locales, se determina que sus costos sean elevados y que la forma de recaudación reste estímulo para los operadores. Además, en casos como el reciente –el de la empresa que ha cerrado operaciones–, su colapso no puede sino afectar también los ingresos y rentas del propio concesionario. No se puede descuidar, por otra parte, que los nuevos terminales fueron programados y construidos para atender con eficiencia las necesidades de la ciudadanía, no solo para favorecer el interés comercial del eventual concesionario.


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