17 noviembre 2023

La noche, el infinito y su símbolo

Hay algo que identifica, si no hermana, al infinito con la nocturnidad. Debe haber sido ese ciclo ciertamente –aquél de recurrente oscuridad–, el que desde los albores de la humanidad acicateó la curiosidad de nuestros antepasados. Cada nueva penumbra constituyó ocasión y marco para nuevas e inevitables inquisiciones. La noche estimulaba a indagar respecto a los ciclos planetarios, a especular acerca de la distancia a otros cuerpos celestes y a provocar a la intuición para tratar de entender los inabarcables conceptos de eternidad y de infinito.

Era de madrugada cuando me enteré de una curiosa nota que me habían enviado. En ella se postulaba que la letra N (también utilizada para expresar un número indefinido) sumada al número ocho, producía como resultado, igual que en casi todas las lenguas europeas, la palabra “noche”. Proponía la información que era ese mismo ocho, pero esta vez recostado sobre sí mismo, la razón para que se hubiera escogido la figura para representar a esa elusiva entelequia que llamamos “infinito”. Concluía indicando que en ‘n-oche’ (la suma de N+ocho) se sintetizaban dos aspectos: las horas de sueño con la infinita inmensidad del Universo.

 

No quisiera suscribirme al criterio de la fuente etimológica que tuve que consultar; criterio que reconocía al razonamiento contenido en el párrafo anterior como carente de fundamento (“fruto de la ignorancia popular”, es como lo calificaba). Estoy persuadido de que esta clase de aportaciones” tiene que ver más con una muestra de traviesa investigación, aderezada con cierto sentido poético, que con el deseo de subvalorar el saber científico. Pero aun así, ni aquello es lo que la palabra noche significa, ni es por eso que las ciencias han utilizado aquel extraño símbolo –la “lemniscata”– para expresar la noción de ese matemático concepto.

 

Para empezar, la similitud puntual del término “noche” con su contraparte en otras lenguas europeas (no solo las del romance), es por razones puramente semánticas y fonéticas. Esto tiene que ver con que unas y otras (en esencia lenguas indo-europeas) utilizan un “yod” distinto, es decir una forma de emplear el paladar, para reemplazar un sonido contenido dentro de un vocablo ajeno –en este caso, perteneciente al latín–. Este proceso se llama “asimilación consonántica”; es el que reemplaza las “ct” de octo (ocho) y noctum (noche) por las “ch” correspondientes.

 

Habría sido en mis clases de matemáticas o de álgebra (cuando aprendí a odiar que las letras se mezclaran con los números) que descubrí que había un signo ideado para representar el concepto de infinito. Sería en mis primeras horas de entrenamiento como aviador, cuando reconocí aquel mismo “ocho tumbado” en una maniobra llamada “ocho sobre camino”. Luego vendrían mis horas de acrobacia extracurricular; fue entonces cuando vi efectuar otra pirueta que consistía en dibujar en el cielo, con el desplazamiento del avión, una figura conocida como “lazy eight” (“ocho perezoso”); era ese mismo ocho recostado que un día vi que usaban para marcar al ganado. Esta lemniscata ya fue utilizada en la antigüedad: era la forma que tenían unos lazos de cinta con los que se premiaba a los ganadores de concursos y más certámenes.

 

La idea detrás de la lemniscata pudo ser la de una serpiente enroscada que trataba de morder su propia cola. Habrían sido Giovanni Cassini y los hermanos Bernoulli, quienes definieron la figura utilizando una compleja fórmula matemática y generalizaron el uso del trazo para representar aquel necio “ad infinitum”. Pero la idea original pudo haber pertenecido a Proclo, un filósofo griego que vivió en el siglo V, que utilizó una figura que llamó hipopoda –por similitud con el lazo utilizado en los rejos para inmovilizar las patas (anteriores o posteriores) del ganado–. Pero el crédito de utilizar el símbolo con ese propósito pertenecería a otro matemático, un clérigo inglés contemporáneo de Newton, llamado John Wallis (o Ioannes Wallisius), que en 1655 se habría inspirado en la minúscula de omega, la última letra del alfabeto griego.

 

En la antigüedad solo se usaron en Occidente los números romanos y, ello, solo para adornar edificios, datar fechas o efectuar registros (en Europa no se utilizaban todavía los números hindúes que, por haber sido importados por los árabes, los llamaron ‘arábigos’). Por ello, antes de que se utilizaran estos guarismos –figuras numéricas con las que ya fue posible realizar las cuatro operaciones– se cuenta que se solía usar un símbolo para expresar una cantidad demasiado elevada; era representado por una C, una I y una C invertida, figura similar a la lemniscata. El ocho, tal como lo conocemos, nos viene de la India: su forma habría sido la de un rectángulo vertical partido por una línea horizontal, figura que proclamaba su cantidad de ángulos (8).


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