30 junio 2023

Algo del ‘Señor de la Montaña’

Sí, asimismo pasa; una cosa lleva a la otra y una historia lleva a otra más... Estaba leyendo a Javier Marías (hijo de Julián Marías) y, de pronto, el autor hizo una referencia a algo ocurrido hace más de 400 años, a fines del Siglo XVI. Se trataba de una impostura; la historia de alguien, más bien humilde, que vivió en un pueblo del sur de Francia, dejó su mujer y se fue de casa. Era joven y recién casado, tenía un hijo y una mujer llamada Bertranda. Su nombre era Martin (Martán) Daguerre (nacido Agerre, un apellido vasco) y se mudó a España, donde sirvió en casa de un cardenal y se incorporó al ejército de Pedro de Mendoza que se alistaba para defender Flandes (entonces perteneciente a España) en litigio con Francia. Ahí perdió una pierna, en la batalla en San Quintín, y luego retornó a su casa…

 

Mientras esto sucedía, y ya habían transcurrido algunos años, apareció otro individuo con sorprendente parecido físico; era su doble –cual su gemelo–. Este “nuevo” Guerre (que era así como conocían al desertor) descubrió que todos lo confundían con el esposo de la abandonada. Averiguó todo lo relacionado con el tránsfuga marido, asumió su identidad y explicó los motivos para su prolongada ausencia. Así, con la ayuda y evidente complicidad de la traviesa Bertranda, el falso Martin “reasumió” sus obligaciones maritales y “retomó” la posesión de su mejorada propiedad. Durante la ausencia del real Martin, su padre había fallecido y la madre se había desposado con su cuñado (así, el tío pasó a fungir de padrastro). Como el genuino Martin había vivido antes en casa de sus padres, el tío se convirtió en paterfamilias y empezó a sospechar del espurio marido que había “regresado a vivir en su casa.

 

Producido más tarde el retorno del Martín verdadero, el asunto empezó a dilucidarse; ya no solo se trataba de un caso de apropiación de identidad, a más del conflicto que se creaba por la propiedad de la vivienda, sino de un asunto de manifiesto y flagrante adulterio (Bertranda tenía ahora dos hijos de “su reciclado marido”). El caso fue entonces a los tribunales y el juez, cual redivivo Salomón, tuvo que echar mano de toda su sabiduría para resolver el entuerto. Vino entonces “el llanto y crujir de dientes”: la “engañada” terminó desolada, el verdadero Martin tuvo que ser reconocido como esposo genuino y auténtico, y el falso y sustituto marido fue condenado a morir ahorcado frente a la puerta de casa de su ingenua amante: la esposa supuestamente “engañada” (y ahora desengañada).

 

Marías hace referencia a la historia y menciona que es la misma que antes ya había sido relatada por Miguel de Montaigne en uno de sus Ensayos; lo que no cuenta es que la digresión que hace el escritor francés es una versión bastante abreviada –sobremanera fugaz–, pues Montaigne cuenta el milagro aunque se abstiene de dar el nombre del santo. La historia se encuentra en el Capítulo 11 del Libro III, titulado “De los Inválidos” (o, quizá, “De los discapacitados”); la mía es una versión inglesa que ha  traducido el acápite con la expresión “Of cripples”. Me ha parecido un tanto prosaico que las versiones castellanas se decanten por un título más mundano: “De los cojos”.

 

Los “Ensayos” integran uno de los textos de mejor estilo y más sabiduría que se hayan jamás escrito. El autor vivió entre 1533 y 1592 (no llegó a los 60 años); de familia aristocrática, se retiró a su vida privada y solitaria solo para escribir esta obra erudita y genial que bien se la pudiera tener como “libro de cabecera”; uno puede abrir el texto en cualquier página solo para encontrar las meditaciones de un hombre que nos quiso transmitir, con la más absoluta humildad, lo mejor de lo que –a su vez– había leído y aprendido en su vida. No existe un solo ensayo o reflexión donde Montaigne no se apoye en la sabiduría de los principales filósofos y pensadores clásicos.

 

Exploro mi vieja versión (que, aunque flamante, debe tener algo más de veinte años), y busco la referencia de ese Capítulo 11; lo releo y verifico lo que yo mismo he subrayado. Encuentro que es un capítulo dedicado a los “minusválidos del conocimiento”, a los ágrafos e ignorantes. Montaigne se sorprende de que los hombres seamos más proclives a asombrarnos cuando averiguamos las razones de los hechos en lugar de confirmar primero su veracidad. Cita a Cicerón: “Lo falso está tan cerca de la verdad que los sabios no deberían confiarse ellos mismos en tan peligroso territorio”; y, también a Séneca: “Nos asombramos por cosas que nos engañan solo por su distancia”. 


Así, encuentro el relato comentado y reviso las reflexiones del escritor francés: “Se nos enseña a tener miedo de procesar nuestra ignorancia, lo cual nos empuja a aceptar lo que no sabemos cómo refutar”, dice. “Me gustan palabras y locuciones suaves como ‘quizá’, ‘en casos’, ‘algunos’, ‘dicen por ahí’, ‘creo’…”, expresa con manifiesta humildad. “Quien quiera curarse de ignorancia debe saberlo confesar”, propone. “Ponemos más fe en lo que no entendemos” –dice–, o: “No recelo admitir que no sé lo que no sé”, confiesa, emulando y citando otra vez a Cicerón…


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27 junio 2023

¿De dónde viene la ‘eñe’? *

 * Escrito por Esther Nieto Moreno, para ‘elcastellano.org’. Reeditado para satisfacer el formato de IN.

 

Aunque la grafía “ñ” solamente existe en castellano y gallego, lo cierto es que el sonido que representa no es patrimonio exclusivo de las lenguas romances, sino existe incluso en idiomas que no vienen del latín. La letra eñe es emblema del español, lengua materna de casi 500 millones de personas en todo el mundo. Pero ¿cuál es el origen del sonido y de esta curiosa letra? ¿Por qué no encontramos la letra eñe en otros idiomas en los que sí que aparece el sonido? ¿Es la eñe patrimonio exclusivo del español?

 

El origen del sonido que representa la ñ: La letra eñe representa un sonido que no existía en latín y que, sin embargo, encontramos en la mayoría de las lenguas romances (italiano, portugués, francés, castellano, etc.). Este sonido se define como nasal (con salida del aire por la nariz), palatal (la lengua se apoya contra el paladar duro) y sonoro (las cuerdas vocales vibran). Para comprender el origen de este sonido, hay que tener en cuenta que, además del latín culto, las gentes del imperio hablaban lo que se denomina “latín vulgar”. De manera que era corriente en todo el imperio romano el uso de particularidades en la pronunciación y simplificaciones morfológicas y sintácticas. Uno de estos fenómenos fue la tendencia a la palatalización de la n, que dará lugar al sonido ñ, en tres contextos principales:

 

• ni/ne+vocal: Cuando en latín aparece el grupo ni o ne seguido de otra vocal, la n se contagia del sonido de las vocales palatales y termina adoptando el sonido palatal nasal. Tal es el caso del latín uinea, que da lugar a viña, (castellano), vigne (francés), vigna, (italiano), vinha (portugués) y vinya (catalán).

• gn. El sonido aparece también por evolución de –gn– como en agnellus o agnuculus (corderito), de donde derivan el francés agneau, el italiano agnello, el castellano añojo o el catalán anyell.

• nn/mn: el esfuerzo articulatorio empleado para pronunciar los grupos –nn– y –mn– también desembocó con el tiempo en el sonido ñ. Así ocurre en año (castellano), que procede del latín annus; o sueño (castellano), sogno (italiano) o sonho (portugués) que provienen del latín somnu.

 

El origen de la grafía ‘ñ’: En la Edad Media, los copistas y escribanos se encontraron con un nuevo sonido para el que no existía una letra, por lo que lo transcribían atendiendo a la etimología latina como ni +vocal, gn o nn. Para ahorrar tiempo, y, sobre todo, papel y tinta, era muy frecuente el uso de abreviaturas. La “nn” se abreviaba con una “n” con una virgulilla encima, y así es cómo, por motivo de economía, nace nuestra letra “ñ”. La labor de Alfonso X el Sabio en el siglo XIII fue fundamental para seleccionar y fijar la eñe como única grafía para representar el sonido nasal palatal. Más tarde, la primera Gramática Castellana publicada por Antonio de Nebrija en 1492, reconoce el estatus de la ñ y de su sonido diferenciado respecto de la letra n.

 

Por su parte, en el primer diccionario general monolingüe del castellano, el Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias (1611), la grafía “eñe” aparece en interior de palabra. Sin embargo, y, a pesar de su total implantación, habría que esperar al diccionario de la Real Academia Española de 1803 para que apareciera como letra inicial diferenciada. La adopción de ñ como abreviatura de nn es la solución adoptada en castellano y gallego. En italiano y francés, la palatalización nasal quedó representada por el dígrafo gn, otro de los grupos latinos que dio lugar al sonido. En catalán, se representa por el grupo ny, y en portugués, como en occitano, como nh.

 

La ‘ñ’ alrededor del mundo: El sonido aparece en la mayoría de las lenguas que proceden del latín, pero no solo en ellas. También lo encontramos en idiomas diversos, desde lenguas de origen eslavo como el checo (con su ň) o el polaco (con su ń) hasta en lenguas amerindias y senegalesas. Por influencia del castellano, la grafía ñ está además presente en las lenguas filipinas, así como en el guaraní, quechua, mapuche y aimara, entre otras. En EE. UU., la ñ se encuentra en términos de origen español como piña colada y El Niño o en multitud de apellidos como Peña o Núñez. A pesar de que no tengamos la exclusividad de la ñ, es icono del español en el mundo. Además, representa la lucha por la identidad cultural, y hasta resistió al intento de estandarización de teclados sin la letra ñ en 1991.


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23 junio 2023

El Gran Cañón del Colorado

Voy avanzando en mi lectura de Berta Isla, la novela de Javier Marías. Mientras lo hago, no dejo de meditar en el acuerdo que habrían logrado siete Estados del occidente de los Estados Unidos con el Gobierno Federal, a efecto de proteger y, de ser posible, salvar el caudal del río Colorado, mediante una substancial disminución del consumo de agua en esos extensos estados vecinos de la “Unión” americana. Advierto que el título de la obra del recién desaparecido escritor español no se refiere a un accidente geográfico (una isla), es el nombre de uno –o una– de sus protagonistas; se trata de Berta (sin hache intermedia) Isla, quien lleva por apellido un sustantivo que quizá sea más frecuente en otras latitudes. Lo he escuchado como el de un deportista chileno.

 

El primer europeo en admirar el Gran Cañón del Colorado fue García López de Cárdenas, un miembro de la expedición de Francisco Vásquez de Coronado en el año de 1540. Hoy en día, ¿quién no ha oído hablar del Gran Cañón? Me temo, sin embargo que pocos tienen claro dónde empieza y dónde termina su real ubicación. Además, pocos han visualizado correctamente el recorrido que efectúa el río de su nombre; es decir, por qué sitios, estados y lugares pasa ese río; qué ciudades baña o quedan cerca; si termina en un reservorio o si, como casi todos los ríos del mundo, vierte sus aguas en el océano… Pocos conocen que el Gran Cañón del Colorado no está en el Estado de Colorado y, tampoco, que hay en Estados Unidos dos ríos con el mismo nombre: uno atraviesa cerca de 2.300 kilómetros y otro recorre buena parte de Texas y desemboca en el Golfo de México, hacia el sur de San Antonio.

 

He seguido en forma meticulosa el recorrido del primero, ruta que sugiere que debe su nombre al Estado donde se encuentra su cabecera e inicia su recorrido: las estribaciones de las montañas Rocosas del norte de Colorado. No he encontrado, en mi investigación de los mapas digitales de las enciclopedias, indicios –como también se me ha sugerido– de que pudiera nacer en el estado vecino, que se encuentra inmediatamente al norte de este último, el de Wyoming. Pero es la ubicación del Gran Cañón la que nos interesa y sorprenderá a unos pocos que este no se halle en el Estado de Colorado sino en el cuarto noroccidental de otro de sus estados vecinos: el de Arizona.

 

Para ilustrar el recorrido del Colorado es preciso mencionar que nace en el centro–norte de ese estado de apariencia rectangular (hacia el noroccidente de Boulder y Denver), cruza la cordillera un poco al norte de la ruta 70, y se le junta y corre paralelo a esta desde Glenwood Springs hasta pasado Gran Junction; una vez ahí, cruza en forma diagonal el cuadrante suroriental del Estado de Utah con sentido suroeste, rumbo que lo dirige hacia la mitad de la frontera norte de Arizona. En este punto cambia su derrota hacia el sur por unas 80 millas y luego vira al oeste hacia el lago Mead ubicado al oriente de Las Vegas (estado de Nevada), para entonces tomar rumbo sur hasta Bullhead City, para luego continuar con esa misma proa hasta Yuma, sirviendo de límite natural entre California y Arizona.

 

Bien pudiera decirse que el Gran Cañón del Colorado (Great Canyon) está principalmente constituido por el sector ubicado la esquina noroccidental del Estado de Arizona. Además, desde que el río pasa por la última parte del estado de Utah, recorre o atraviesa la parte de Arizona –el Gran Cañón propiamente dicho–, hasta que cruza la frontera con México (o lo que es lo mismo, hasta que llega al desierto de Sonora), baña e irriga amplias zonas y especialmente varias reservaciones indígenas cuyos territorios ancestrales se han tratado de preservar. Pasada la frontera con México, a la altura de Tijuana y Mexicali, el río continúa con su derrota hacia el sur hasta desembocar en la parte más septentrional del Golfo de California, también conocido como Mar de Cortés.

 

El Gran Cañón tiene una extensión de unas 275 millas (equivalentes a 450 kilómetros). Su ancho es de unos 30 kilómetros (18 millas) y tiene una profundidad de 2.000 metros, unos 6.000 pies; es una estructura que ha sido esculpida, en forma perseverante, por algunos billones de años, mientras su artesano –el río Colorado– se ha empeñado en erosionar y burilar, en forma paciente pero milenaria, la meseta de su nombre. Su gran atractivo, natural y turístico, lo convierten en una de las 7 Maravillas Naturales del Mundo. El cañón más profundo, sin embargo, es el conocido como Cañón Negro, con una profundidad que supera los 8.000 pies, casi 2.500 metros.

 

Es importante establecer diferencias entre un cañón y un pongo o garganta. El cañón es más bien un valle profundo con bordes empinados, como es el caso del lugar que nos ocupa; la garganta o pongo (“gorge”, en inglés) es una suerte de quebrada profunda, la misma que permite el turbulento paso de un río a través de sus estrechas paredes.


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20 junio 2023

¡Faltaría más!

Mi proposición, para no tildarla de teoría, es que las lenguas, al igual que los seres vivos, también evolucionan. Y así como las palabras van admitiendo más significados o van alterando su original sentido, las locuciones también van haciéndolo para expresar con menos (o distintas) palabras la misma intención. Piénsese en un ¡ño!, por ejemplo, que no solo abrevia un vocablo sino toda una frase repleta de profanidad e injuriosa intención. Esto pudo haber sucedido con una frase como “Ya no faltaría nada más para que sea el colmo”, que pudo haberse convertido, con el tiempo, en algo más corto, como un “no faltaría más” o, incluso, en un lacónico “faltaría más”, como dicen los peninsulares.

 

Pienso en esto cuando me preguntan de dónde salió aquel “no faltaba más” o su sucedáneo “no faltaría más” que usamos ocasionalmente; y, cuando en forma casi simultánea, me invitan a reflexionar en cómo traduciríamos, o pudiéramos traducir, esa curiosa expresión al inglés, obviamente sin que suene ridículamente literal… Lo invito a que usted lo haga, amable lector. ¡Sí, inténtelo usted!

 

Es probable que la dificultad estribe en que la expresión se utiliza en castellano para dos situaciones diferentes, que producen significados no solo distintos sino incluso adversos. En nuestro idioma respondemos como un “no faltaría (o, no faltaba) más” en dos situaciones particulares: la primera, cuando una persona ayuda a otra y esta le agradece, entonces la que ofreció su ayuda desmerece su propio esfuerzo y emite un “no faltaría más”. La segunda ocurre cuando expresamos rechazo, o implicamos en forma definitiva que discrepamos, y emitimos la frase para significar que aquello nos parece el colmo, algo con lo que jamás pudiéramos estar de acuerdo. Respondemos entonces con un vehemente y enérgico “no faltaría más”. Tal parece que solo sería cuestión de tono, pero es la misma frase: una, usada en forma de dadivosa cortesía; y otra como firme rechazo (aunque, a veces, en tono de excusa anticipada).

 

Para resumir, tanto el uso de “no faltaba más” como de “no faltaría más” quisieran expresar tres intenciones distintas, de acuerdo con la condición, si esta es de cortesía o de rechazo:

- No hay de qué, claro que sí o desde luego, como expresión de cortesía;

- Desde luego que no o de ninguna manera, como rechazo (un "qué te has creído");

- Desde luego que sí (se trataría de un “no podría aceptar otra cosa por respuesta”).

 

Ahora bien, para el caso de traducir al inglés, podemos utilizar distintas opciones: para el caso de la expresión como cortesía, suponemos que representa un “no hay de qué”; por lo mismo, pudiéramos usar varias formas equivalentes: of course, don’t mention it o by all means. Para el caso de rechazo, sin embargo, la expresión representa un enérgico “desde luego”, o un “habrase visto”, aunque siempre elevado de tono, en cuya circunstancia requerirá de un firme “that goes without saying” o de un más lacónico y simple “no way”. Dependiendo, en uno y otro caso, de si hay rechazo o si solo usamos la expresión como una básica forma de cordialidad y cortesía.

 

A excepción de “El habla de Ecuador”, el diccionario de ecuatorianismos de C.J. Córdova, la expresión no está recogida en los demás diccionarios del habla de nuestro país. Córdova lo incluye con la expresión “no faltaba más”, o con lo que considera una locución vulgar: “no (o ni) faltara más”; y subraya que es más común y corriente la primera (pretérito imperfecto o copretérito) que la segunda (pretérito perfecto/pretérito). Para el ilustre lingüista cuencano se trataría de un ecuatorianismo (por ello lo incluye en su texto) con el carácter de una locución que se utiliza “para indicar qué hay algo irregular en lo dicho o hecho y que se censura”. Interpretamos, en cualquier caso, que únicamente se refiere a la opción de rechazo, pero no considera la de cortesía.

 

Sin embargo, ese “no faltaría” –o “no faltaba más”– no se trataría de un americanismo y aun menos de un ecuatorianismo; el propio diccionario de la Academia señala lo correspondiente a este respecto: No faltaba más: 1. expr. U. para rechazar una proposición por absurda o inadmisible. 2. expr. U. para manifestar la disposición favorable al cumplimiento de lo que se ha requerido”, (en este último caso, sin signo de admiración y bajando de tono). Nótese, para muestra de ejemplo, el sentido de la expresión utilizada en un artículo escrito por Arturo Pérez Reverte y reproducido en este blog en diciembre pasado (“Me tenéis acorralado…”) cuya parte final transcribo: “Dirán ustedes que si eso ocurre, también yo me iría al diablo. Y sí, en efecto. Me iría, o me iré con todos. Faltaría más. Pero podrán reconocerme entre quienes suelten carcajadas. Aquí murió Sansón, dirá esa risa, con todos los filisteos”.


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16 junio 2023

El nombre de un gran lago

He ido llegando a la edad de las concesiones, sin casi darme cuenta me he vuelto menos intransigente y más tolerante. Como consecuencia, esta se me ha ido convirtiendo en “la edad de las confesiones” (nótese el parecido fonético); quizá lo último sea consecuencia de lo primero. Confesarse requiere de una cuota de humildad; de un cierto reconocimiento de culpa, si no de arrepentimiento. A mis años ya no se me hace problema el hacer un mea culpa de ciertas viejas escondidas obsesiones, pruritos y defectos. Hay en ello tal vez una suerte de catarsis…

 

Encuentro, por ejemplo, que, en la mayoría de los casos, los nombres –de personas, lugares o cosas– obedecen a una razón; ellos casi siempre responden a un motivo. Me intereso, por lo mismo, en saber el porqué para el apelativo de un lugar, para el nombre de regiones, montes o ríos. Tan pronto como un nombre me parece diferente, pregunto si hubo una razón o motivo para que se lo haya escogido y aplicado. Sí, tal parece que ese es uno de mis nuevos temas o, como ya lo explico, viejas obsesiones que hoy no tengo ningún empacho en darles partida de identidad. Eso es quizá parte o rezago de mi otra vieja pulsión, la de averiguar y explorar el embozado o elusivo porqué.

 

¿Por qué hemos bautizado así los quiteños a Cruzloma o Cruz Loma, nuestro cerro tutelar, por ejemplo? ¿Hay en esa construcción algo de la usanza indígena? ¿Por qué tantos nombres usan el sufijo “loma” si esta no es una voz kichua (o quichua)? Otro híbrido para el efecto (en el sentido de la acción para juntar dos idiomas distintos) pudiera ser Chaupicruz que querría decir “pequeña cruz”; aquí no queda claro si existiría un intencional mestizaje semántico o una concesión mutua; o si se trata más bien de una expresión de conquista y vasallaje. No sucede lo mismo con un nombre como Kununyacu (agua o río caliente) por ejemplo, cuya condición ancestral resulta evidente…

 

Pienso en este (“mi”) tema, al hacer un seguimiento de la ruta que viene cumpliendo por casi dos meses mi inquieto como esforzado primo Jorge, quien está por concluir un largo periplo por tierra que lo llevó a la región más austral del continente. Él ya se encuentra en Puno, en el lado peruano u occidental del más alto y emblemático de los lagos suramericanos, ubicado entre Bolivia y Perú, el gran Titicaca, que, para propósitos de identificación o localización, cuenta para los nativos como si constituirían dos cuerpos de agua distintos: el Lago Chico (Huiñaymarca o Wiñay Marca); y el Lago Mayor (o Grande) conocido en Bolivia como Chucuito (deformación de Chuquvito).

 

Si se pone un poco de atención al mapa de este pequeño mar de agua dulce, se notará que se trata de un solo cuerpo de agua orientado en sentido noroeste-sudeste, ubicándose la parte conocida como Wiñai Marca en la parte suroriental. Hay, asimismo, una ensenada –en forma de herradura– en el lado occidental (junto a Puno) conocida como Paucarcolla. Pero Titicaca no es solo una importante referencia o accidente geográfico, el lago constituyó para los primeros aborígenes una referencia esencial para su linaje; los incas estaban convencidos de que en las aguas frías del lago estaba la razón misma del origen de su dinastía. Sus aguas representaban un hito legendario y religioso, inseparable de su mitología, de su orgullo étnico y de su indisputable identidad.

 

Pero… ¿qué quiere decir Titicaca, qué significa el curioso nombre? No está claro siquiera si ese pudo haber sido el nombre original en tiempos inmemoriales. El vocablo es probablemente quechua pero no se descarta que pudiese ser aymará, lengua en la que titi significaría puma o plomo (el metal) y kaka cabeza canosa, fisura o peine de pájaro, todo lo cual no hace mucho sentido; aun así hay quien sugiere que en este idioma pudiera significar “puma plomizo o descolorido”, posiblemente en referencia a una roca sagrada localizada en la isla del Sol, en el lado boliviano. En quechua, la lengua de los Incas, vendría de titi (plomo) y kaka (roca o peñasco) en alusión a un lugar sagrado ubicado en la misma Isla del Sol, mítica cuna de su civilización. Sin embargo, se prefiere creer que Titicaca pudiera ser una corrupción de thakhsi cala, el nombre precolombino de ese venerado lugar de proverbial significado ancestral.

 

El Titicaca tiene una altitud de 3800 metros (está mil metros por encima del nivel de la ciudad de Quito), esto hace –por su cercanía con el sol– que tenga un alto índice de evaporación. De hecho, ha sufrido una pérdida importante de caudal en los últimos tiempos (casi un metro en su nivel). Actualmente, un incipiente exceso de agua fluye en forma permanente a través del río Desaguadero que transporta ese caudal desde Huiñaymarca hasta otro cuerpo de agua dulce ubicado hacia el sur de Oruro; se trata del lago Poopó. Hace tan solo una década el Fondo Mundial para la Naturaleza (GNF por sus siglas en inglés) habría reconocido que el Titicaca ha empezado a sufrir una creciente amenaza para su biodiversidad y frágil ecosistema. Hoy se implementan iniciativas para cuidarlo y protegerlo.


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13 junio 2023

Leísmos y otras hierbas

Hoy quisiera hablarles de algo que es un tanto confuso, lo llaman “leísmo”, que a punto he estado de escribir “le llaman leísmo”. Antes de explicarlo, quizá sea conveniente descartar lo que no es. No es leísmo leer demasiado ni, tampoco, abusar de la lectura; no se trata tampoco de una facción o partido político, uno que sigue a un individuo conocido como Leo (apócope de Leonardo, Leonel o Leopoldo, vaya usted a saber). No, no se trata de ese circunstancial “leísmo”, sino de uno que el diccionario lo explica así: m. Gram. Empleo de las formas le y les del pronombre átono para el complemento directo, en lugar de las formas lo, la, los y las.

 

Como se habrán dado cuenta, parece “clarito”, pero no tanto. La verdad es que cuando uno lo consulta, no existe regla ni fórmula clara; el asunto puede tornarse en difícil de desenredar. Yo ya me había dado cuenta, cuando era niño, de que mis primos costeños hablaban diferente; y no era solo que su pronunciación lo era, sino que ellos usaban ciertos pronombres en forma distinta. ¿Quién tomó el martillo?, alguien preguntaba; y ellos -raudos- y al unísono contestaban: “lo vi pero no lo cogí”… Esta vez, para tratar de salir de la confusión, había preferido dejar el tema para revisarlo en la madrugada. En casa decían que hay cosas que es mejor tratar de comprenderlas “en el fresco”, que -a lo mejor- quería decir “en frío” o, más probablemente, “en las tiernas horas del amanecer” (“in the wee hours”).

 

Pero, incluso a esas tempranas horas, el asunto es confuso, inextricable. Para algunos no estará claro aquello del “pronombre átono” y si lo está, a lo mejor no recuerdan qué es el complemento directo (o su contrapartida, el indirecto). Cuando se revisa el Diccionario Panhispánico de Dudas (una herramienta de la que dispone la Academia), se encuentra que existen tantas reglas y excepciones, que uno corre el riesgo de terminar más confundido que cuando empezó. Y no se trata del género, ni siquiera del pronombre; sino del tipo de complemento: directo o acusativo (que es cuando se prescribe usar la, lo o los); e indirecto o dativo (cuando se permite el uso de le o les).

 

La misma Academia reconoce la dificultad, y luego de explicar que en muchos casos existe una influencia regional -tanto para el leísmo como para sus contrapartidas- advierte que existen diversas particularidades o, si se prefiere, excepciones que es preciso identificar y reconocer. Tal parece que hay verbos que merecen un distinto tratamiento; por lo que hay varios conceptos, en este sentido, que es preciso aplicar. Se trata de unos verbos llamados “de afección psíquica” o de otros conocidos como “verbos de influencia”. Como el asunto tiene cierta particularidad implícita, sería mejor recurrir a las explicaciones del propio Diccionario para aclararlo:

 

Verbos de «afección psíquica»: son aquellos verbos que designan procesos que afectan al ánimo o producen acciones o reacciones emotivas, como afectar, asustar, asombrar, convencer, divertir, impresionar, molestar, ofender, perjudicar, preocupar, etc., (…) estos admiten el uso de los pronombres de acusativo —lo(s), la(s)— y de dativo —le(s)—. Si el sujeto es animado y se considera agente de la acción, el complemento es directo, en cuyo caso se usan los pronombres del acusativo (A mi madre la asombro cuando como mucho); pero si el sujeto es inanimado, o es una oración, se considera complemento indirecto, en cuyo caso se usan los pronombres del dativo (A mi madre le asombra mi apetito).

 

«Verbos de influencia»: expresan acciones que tienen como objetivo influir en una persona para que realice una determinada acción, como permitir, prohibir, proponer, impedir, mandar y ordenar. El complemento es indirecto con estos verbos: «Esa experiencia le permitió vivir a su manera»; «Le prohibió salir de la capital hasta nueva orden». Por el contrario, el complemento es directo con los verbos de influencia que llevan, además, un complemento de régimen, esto es: precedido de preposición, como obligar a, invitar a, convencer de, incitar a, animar a, forzar a, autorizar a, etc.: «Una barrera los obligó a desviarse»; «La convenció de que vendiera un anillo de brillantes». Pero, hay algo más: se trata de los verbos hacer y dejar, cuando tienen sentido causativo, esto es, cuando significan, respectivamente, ‘obligar’ y ‘permitir’. Estos verbos tienden a construirse con complemento directo si el verbo subordinado es intransitivo: «Él la hizo bajar a su estudio y le mostró el cuadro»; y a construirse con complemento indirecto cuando el segundo verbo es transitivo: «Alguien lo ayudó a incorporarse, lo estimuló y hasta le hizo tomar café».

 

Según el Diccionario Panhispánico de Dudas, “en Ecuador (se entiende que en especial en la Sierra), el contacto con el quichua habría dado lugar al uso exclusivo de le(s), independientemente de la función que desempeña el pronombre o el género, ejemplo: «Le encontré acostada»”. Sí, parece confuso o, por lo menos, complicado…


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09 junio 2023

Les misérables

Estuve leyendo en estos días Los miserables del francés Víctor Marie Hugo. La mía es una versión ‘abreviada’ de la famosa obra; no digo ‘resumida’, lo cual es diferente (aun así contiene sobre 500 páginas). Intuyo que en estas versiones los editores revisan la obra y reducen ciertas partes, por considerarlas menos importantes, con el objeto de hacer más amena la obra y que esto facilite la mejor comprensión del relato; espero, con ello, no haber perdido importantes secciones. Existen repetidas y amplias digresiones en la obra que hacen que, en ocasiones, deje de parecer una novela, y adquiera caracteres más bien de un ensayo político, y aun religioso, de tipo didáctico. La obra no es una novela–novela; a veces desaparece el elegante narrador y aparece el obcecado polemista.

 

Tampoco logra ser una novela histórica, al estilo de Guerra y Paz de Tolstoi. Por eso, y como parcial ensayo que es, a veces se aleja del argumento, aunque no de la manera que lo hace Tolstoi, que convierte sus comentarios en una crónica reflexiva, pero sin descuidar el guión, usando continuos comentarios para ilustrar las vicisitudes de la política europea, el desarrollo de las batallas, la participación de la aristocracia, el fervor del nacionalismo ruso o la situación del campesinado. A ratos, Hugo convierte la obra en un manifiesto, en una proclama de sus ideas; su evidente inquina hacia ciertos sectores de la Iglesia habría provocado la inclusión de sus obras en el Índice, razón para la que estas hubiesen sido proscritas en los planes de estudio de ciertos establecimientos educacionales.

 

Hugo, que vivió algo más de 80 años (1802-1885) se habría tomado veinte para estructurar el contenido y argumento de Los miserables (se publicaría en 1862). La novela no es la historia de una revancha, en la guisa de El conde de Montecristo de Alejandro Dumas, tampoco es –dado el título– un relato social que describe la vida de los menesterosos y desposeídos; no, por lo menos en la línea de las novelas de índole social del canario Benito Pérez Galdós. Pero es una apología de la enmienda y la reparación; un alegato en favor de la prodigalidad y la indulgencia. Se trata de la conversión de un ex convicto que deviene en hombre próspero gracias a su trabajo honrado y luego se convierte en el benefactor del lugar que más tarde lo escogería como su burgomaestre.

 

Víctor Hugo había sido el menor de tres hermanos, todos escritores; había nacido tres años después de Balzac (1799-1850) y casi veinte antes que Flaubert (1821-1880, pero los sobrevivió a los dos; siempre estuvo interesado en los problemas de Francia y su voz se fue ganando la confianza, el afecto y la admiración de los franceses; era el tercer hijo de un general imperial a quien se había distinguido con un título nobiliario en el tiempo de Napoleón.

 

La novela es la historia de un convicto que va a prisión por robar un pan para ayudar a alimentar a sus sobrinos. Ya recluido, su sentencia es extendida debido a sus intentos de evasión. Pasa en la cárcel casi veinte años; al ser liberado, va a servir en casa de un santo varón, se trata de un obispo indulgente y dadivoso que se interesa por su redención. El impenitente ladronzuelo se llama Jean Valjean (uno de los nombres más famosos que hay en la literatura) quien insiste en robar en casa del obispo. Cuando las autoridades llegan a acusarlo y aprenderlo, el religioso niega el hurto y hace un obsequio al infractor para favorecer su futura reformación. Esto propicia la transformación del malhechor, quien pasa a regir su vida con una actitud de reparación frente a las angustias de los menesterosos.

 

La contrapartida ejerce un gendarme que persigue en forma obsesiva al desprendido Jean Valjean: Javert lo acosa con un sentido rígido de la aplicación de la ley; jamás da tregua al ex–recluso quien, por caridad, ha tomado a cargo el cuidado de una dulce y pequeña huérfana llamada Cosette. Cuando las circunstancias confluyen, Valjean tiene oportunidad de ultimar a Javert pero –en un gesto de increíble generosidad– decide no hacerle daño, finge haberle disparado y le perdona la vida. Javert, confundido y atribulado, también perdona al reo y lo deja escapar. Más tarde, arrepentido, sugiere cambios administrativos, decide segar su vida y se arroja a las aguas del Sena.

 

La novela de Víctor Hugo ha pasado a convertirse en una de las obras más importantes y más leídas de la literatura francesa y universal. El autor es un escritor romántico, sin embargo hay mucho en la obra influenciado por el realismo europeo del siglo XIX. Más que describir la condición de los indigentes y necesitados, el título de la obra tiene que ver con los discapacitados o desvalidos morales, aquellos seres miserables que deciden vivir solo para aprovecharse de la condición ajena y que parecen poner todo su empeño en hacer aún más angustiosa la vida de los demás.


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06 junio 2023

Corinto *

 *   Copiado (literalmente) del Libro Duodécimo –Cuarta Parte– de Los Miserables, de Víctor Hugo.

 

Historia de Corinto desde su fundación

 

Los parisienses que al entrar hoy en la calle de Rambuteau por el lado del Mercado, notan a su derecha, en frente de la calle Mondetour, una cestería que tenía por muestra una canastilla figurando el emperador con esta inscripción: “Napoleón hecho de mimbres”. No sospechan quizá las escenas terribles que se desarrollaron en aquel sitio hace treinta años.

 

Allí estaba la calle de la Chanvrerie, que en las antiguas lápidas se escribía Chanverreie, y la célebre taberna Corinto. El sitio era bueno y los taberneros se sucedían de padres a hijos.

 

En tiempo de Maturin Regnier, esta taberna se llamaba Tiesto-de-Rosas, y como los jeroglíficos estaban de moda tenía por muestra un poste pintado de color de rosa. En el último siglo, el digno Notoire, uno de los maestros caprichosos despreciados por la escuela rígida, se había achispado muchas veces en esa taberna, en la misma mesa en que también se había embriagado Regnier; había pintado, en señal de agradecimiento, un racimo de uvas de Corinto sobre el poste de color rosa. El tabernero, lleno de alegría, había cambiado la muestra, y había hecho pintar en letras doradas, por debajo del racimo, estas palabras: “A las pasas de Corinto”. De ahí el nombre. Nada es más propio de los borrachos que la elipsis. Corinto destronó al tiesto de rosas. El último tabernero de la dinastía, el tío Hucheloup, ignorando la tradición, había hecho pintar el poste de azul.

 

El tío Hucheloup había nacido quizá químico, el hecho es que era cocinero; en su taberna no solo se bebía, también se comía. Hucheloup había inventado una cosa excelente, que no se comía más que en su casa, carpas rellenas, que él llamaba carpas au gras (carpas con manteca). Se comían a las luz de una vela de sebo o de un quinqué del tiempo de Luis XVI, en mesas que tenían, a guisa de mantel, un hule clavado, y acudían a saborear aquel plato desde muy lejos.

 

Hucheloup, un buen hombre, era un figonero con bigotes, variedad divertida. Tenía siempre la cara de mal humor; parecía querer intimidar a sus parroquianos; refunfuñaba a los que entraban en su casa, y tenía el aspecto más propio para buscar camorra con ellos, que para servirles sus viandas. Y sin embargo, repetimos, todos eran bien servidos. Su mujer, la tía Hucheloup, era un ser barbudo y muy feo.

 

Hacia 1830 murió el tío Hucheloup, y con él desapareció el secreto de las carpas con manteca. Su viuda, poco consolable, continuó con la taberna. Pero la cocina degeneró, y llegó a ser malísimo el vino, que antes había sido solo malo: llegó a ser pésimo.

 

Dos criadas, llamadas Matelote y Gibelote, sin que nunca se haya sabido que tuvieran otros nombres, ayudaban a la señora Hucheloup a poner en las mesas los jarros de vino y la variedad de pistos que se servían a los hambrientos en cazuelas de barro.

 

Matelote, gruesa, rotunda, colorada y vocinglera, antigua sultana favorita del difunto Hucheloup, era fea, más fea que cualquier monstruo mitológico; sin embargo, como conviene que la criada sea siempre menos que la ama, era menos fea que la señora Hucheloup.

 

Gibelote, era alta, delgada, de blancura linfática, con los ojos hundidos, los párpados caídos, siempre como fatigada y rendida, dominada por lo que podría llamarse laxitud crónica; se levantaba la primera y se acostaba la última; servía a todo el mundo, aun a la otra criada, en silencio y con dulzura, sonriendo en medio del trabajo, con una especie de vaga sonrisa adormecida.

 

Antes de entrar en la sala-comedor, se leía sobre la puerta este verso, escrito con yeso por Courfeyrac:  

 

“Regodéate si puedes. Y come si te atreves”.


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02 junio 2023

Recuerdos de un hijo pródigo

“Las cosas no son como suceden, sino como se recuerdan”. Gabriel García Márquez

 

Había en esa casa una infinidad de dormitorios, pero digo mal: no era propiamente una casa: era un apartamento, pero lo sigo llamando así porque hasta cuando murió mi madre, no decíamos que íbamos a un “departamento” sino a la casa de la abuela. Eran dormitorios versátiles (se usaban para otros menesteres) porque, debido al diseño del apartamento, las habitaciones estaban repartidas a lo largo de la construcción y alrededor de sus dos patios interiores.

 

Hay cosas que se llegan a querer; no se trata de avaricia, es simplemente una forma diferente, otra forma, de cariño. Yo me encariñé con un par de cuartos diminutos que había allí, unas habitaciones de espacios reducidos (como diseñados para bodega) que en esa casa fungían de dormitorios. El uno iba cambiando de nombre, adquiría temporalmente el de su ocasional ocupante (cuál si fuera su definitivo propietario). Así, fue trocando de nombre: “el cuarto de la Zoila”, “el cuarto de la plancha”, “el dormitorio del Estuardo”… La otra recámara, de idéntico tamaño (unos dos metros por tres) estaba enfrentada al patio trasero de la casa y era solo conocida como “el cuarto de atrás”.

 

Ese último fue mi primer dormitorio propio e independiente, aunque nadie decía “el dormitorio de Alberto”, nadie lo llamaba por mi nombre. Quizá yo era todavía muy chico para tener derecho a que se me endilgue su propiedad… Ambos tenían similar aspecto, carecían de ventanas, albergaban una cama angosta, un pequeño velador y una escuálida mesa que hacía de escritorio. Fue en el otro, en el que alguna vez fue “el de la plancha”, en el que una noche triste de noviembre escuché -por primera y única vez- llorar en forma desconsolada a mi propio papá. Hasta esa noche me había dejado ganar por la persuasión de que solo lloraban los niños, de que los “hombres no lloraban, de que era precisamente por eso, porque no lloraban, que se ganaban el derecho para que los llamen así…

 

La muerte de mi madre debe haberme afectado enormemente, no solo cambió mi infancia sino que dejó una impronta que alteró mi vida para siempre. Esa ausencia marcaría mi vida; pero fue solo parte de una doble orfandad: a partir de ese día habría también de dejar de ver a quien me hacía sentir que disfrutaba jugando conmigo, que me permitía acompañarlo a todas partes, que me hacía creer que era yo quien manejaba su camión y disfrutaba de mis ocurrencias, quien celebraba mis infantiles imitaciones y chistes: mi padre. Así, y por un lapso de quince años, solo interrumpido por una visita de alguna tarde de sábado o unas breves vacaciones, dejé de verlo en forma continua y permanente. Nada podía remplazar esa incomprensible ausencia, él ya no estaba; era como ya no tener papá.

 

Hacia el final de esa cláusula, del espacio de tiempo que duró esa ausencia, papá dejó su trabajo como funcionario de una entidad internacional y se fue a vivir en la ciudad donde había nacido su nueva esposa. Allí pasó a desempeñar una modesta función pública cuyo único incentivo era completar las aportaciones necesarias para optar por su ansiada e inminente jubilación. Y allá fui a visitarlo, solo para descubrir la precariedad de su nuevo sitio de trabajo, donde la mezquindad humana le había desplazado a un sombrío rincón. Luego fui a conocer el nuevo lugar dónde él y su familia se habían ido a vivir; estaba situado frente al cementerio… Fue para mí toda una ominosa premonición.

 

Quince días antes de su partida vino a Quito a “visitarme”; me había dicho que lo invitara y que programara su visita para todo ese fin de semana. Llegó un viernes, me llamó y fuimos a tomar un par de tragos en una discoteca esa misma noche (se llamaba “Silver sleeper” o “La zapatilla plateada”). Me pidió que lo acompañara a Ibarra al día siguiente, quería volver a encontrarse con unos amigos muy queridos a quienes había conocido en Tulcán. Una vez allí, ellos improvisaron un almuerzo campestre en el islote de Yahuarcocha, plan que amenazaba con retrasarme para un compromiso que había adquirido para esa noche, con quien era entonces mi enamorada.

 

Estábamos de regreso; y yo manejaba rápido. Estaba preocupado por no llegar tarde y conducía –cortando camino– a través de esas curvas Interminables que existen hacia el sur de Cayambe y que llaman “las vueltas de Otón”. Papá había cerrado los ojos para disimular su intranquilidad y fingía haberse dormido. Mariano, me dijo de pronto, si no te matas volando, te vas a matar manejando”. Lo dijo en forma tranquila aunque admonitoria; fue su manera de decirme que hay veces que nos apresuramos sin conseguir un real beneficio... Así lo pienso ahora: quizá ya nada podrá pasarme volando (me he retirado como aviador y “eso” solo podría pasarme como pasajero). Tan solo procuro evitar que algo me ocurra mientras manejo. Esa forma de prudencia será mi reverente homenaje a su recuerdo.


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