02 junio 2023

Recuerdos de un hijo pródigo

“Las cosas no son como suceden, sino como se recuerdan”. Gabriel García Márquez

 

Había en esa casa una infinidad de dormitorios, pero digo mal: no era propiamente una casa: era un apartamento, pero lo sigo llamando así porque hasta cuando murió mi madre, no decíamos que íbamos a un “departamento” sino a la casa de la abuela. Eran dormitorios versátiles (se usaban para otros menesteres) porque, debido al diseño del apartamento, las habitaciones estaban repartidas a lo largo de la construcción y alrededor de sus dos patios interiores.

 

Hay cosas que se llegan a querer; no se trata de avaricia, es simplemente una forma diferente, otra forma, de cariño. Yo me encariñé con un par de cuartos diminutos que había allí, unas habitaciones de espacios reducidos (como diseñados para bodega) que en esa casa fungían de dormitorios. El uno iba cambiando de nombre, adquiría temporalmente el de su ocasional ocupante (cuál si fuera su definitivo propietario). Así, fue trocando de nombre: “el cuarto de la Zoila”, “el cuarto de la plancha”, “el dormitorio del Estuardo”… La otra recámara, de idéntico tamaño (unos dos metros por tres) estaba enfrentada al patio trasero de la casa y era solo conocida como “el cuarto de atrás”.

 

Ese último fue mi primer dormitorio propio e independiente, aunque nadie decía “el dormitorio de Alberto”, nadie lo llamaba por mi nombre. Quizá yo era todavía muy chico para tener derecho a que se me endilgue su propiedad… Ambos tenían similar aspecto, carecían de ventanas, albergaban una cama angosta, un pequeño velador y una escuálida mesa que hacía de escritorio. Fue en el otro, en el que alguna vez fue “el de la plancha”, en el que una noche triste de noviembre escuché -por primera y única vez- llorar en forma desconsolada a mi propio papá. Hasta esa noche me había dejado ganar por la persuasión de que solo lloraban los niños, de que los “hombres no lloraban, de que era precisamente por eso, porque no lloraban, que se ganaban el derecho para que los llamen así…

 

La muerte de mi madre debe haberme afectado enormemente, no solo cambió mi infancia sino que dejó una impronta que alteró mi vida para siempre. Esa ausencia marcaría mi vida; pero fue solo parte de una doble orfandad: a partir de ese día habría también de dejar de ver a quien me hacía sentir que disfrutaba jugando conmigo, que me permitía acompañarlo a todas partes, que me hacía creer que era yo quien manejaba su camión y disfrutaba de mis ocurrencias, quien celebraba mis infantiles imitaciones y chistes: mi padre. Así, y por un lapso de quince años, solo interrumpido por una visita de alguna tarde de sábado o unas breves vacaciones, dejé de verlo en forma continua y permanente. Nada podía remplazar esa incomprensible ausencia, él ya no estaba; era como ya no tener papá.

 

Hacia el final de esa cláusula, del espacio de tiempo que duró esa ausencia, papá dejó su trabajo como funcionario de una entidad internacional y se fue a vivir en la ciudad donde había nacido su nueva esposa. Allí pasó a desempeñar una modesta función pública cuyo único incentivo era completar las aportaciones necesarias para optar por su ansiada e inminente jubilación. Y allá fui a visitarlo, solo para descubrir la precariedad de su nuevo sitio de trabajo, donde la mezquindad humana le había desplazado a un sombrío rincón. Luego fui a conocer el nuevo lugar dónde él y su familia se habían ido a vivir; estaba situado frente al cementerio… Fue para mí toda una ominosa premonición.

 

Quince días antes de su partida vino a Quito a “visitarme”; me había dicho que lo invitara y que programara su visita para todo ese fin de semana. Llegó un viernes, me llamó y fuimos a tomar un par de tragos en una discoteca esa misma noche (se llamaba “Silver sleeper” o “La zapatilla plateada”). Me pidió que lo acompañara a Ibarra al día siguiente, quería volver a encontrarse con unos amigos muy queridos a quienes había conocido en Tulcán. Una vez allí, ellos improvisaron un almuerzo campestre en el islote de Yahuarcocha, plan que amenazaba con retrasarme para un compromiso que había adquirido para esa noche, con quien era entonces mi enamorada.

 

Estábamos de regreso; y yo manejaba rápido. Estaba preocupado por no llegar tarde y conducía –cortando camino– a través de esas curvas Interminables que existen hacia el sur de Cayambe y que llaman “las vueltas de Otón”. Papá había cerrado los ojos para disimular su intranquilidad y fingía haberse dormido. Mariano, me dijo de pronto, si no te matas volando, te vas a matar manejando”. Lo dijo en forma tranquila aunque admonitoria; fue su manera de decirme que hay veces que nos apresuramos sin conseguir un real beneficio... Así lo pienso ahora: quizá ya nada podrá pasarme volando (me he retirado como aviador y “eso” solo podría pasarme como pasajero). Tan solo procuro evitar que algo me ocurra mientras manejo. Esa forma de prudencia será mi reverente homenaje a su recuerdo.


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