06 junio 2023

Corinto *

 *   Copiado (literalmente) del Libro Duodécimo –Cuarta Parte– de Los Miserables, de Víctor Hugo.

 

Historia de Corinto desde su fundación

 

Los parisienses que al entrar hoy en la calle de Rambuteau por el lado del Mercado, notan a su derecha, en frente de la calle Mondetour, una cestería que tenía por muestra una canastilla figurando el emperador con esta inscripción: “Napoleón hecho de mimbres”. No sospechan quizá las escenas terribles que se desarrollaron en aquel sitio hace treinta años.

 

Allí estaba la calle de la Chanvrerie, que en las antiguas lápidas se escribía Chanverreie, y la célebre taberna Corinto. El sitio era bueno y los taberneros se sucedían de padres a hijos.

 

En tiempo de Maturin Regnier, esta taberna se llamaba Tiesto-de-Rosas, y como los jeroglíficos estaban de moda tenía por muestra un poste pintado de color de rosa. En el último siglo, el digno Notoire, uno de los maestros caprichosos despreciados por la escuela rígida, se había achispado muchas veces en esa taberna, en la misma mesa en que también se había embriagado Regnier; había pintado, en señal de agradecimiento, un racimo de uvas de Corinto sobre el poste de color rosa. El tabernero, lleno de alegría, había cambiado la muestra, y había hecho pintar en letras doradas, por debajo del racimo, estas palabras: “A las pasas de Corinto”. De ahí el nombre. Nada es más propio de los borrachos que la elipsis. Corinto destronó al tiesto de rosas. El último tabernero de la dinastía, el tío Hucheloup, ignorando la tradición, había hecho pintar el poste de azul.

 

El tío Hucheloup había nacido quizá químico, el hecho es que era cocinero; en su taberna no solo se bebía, también se comía. Hucheloup había inventado una cosa excelente, que no se comía más que en su casa, carpas rellenas, que él llamaba carpas au gras (carpas con manteca). Se comían a las luz de una vela de sebo o de un quinqué del tiempo de Luis XVI, en mesas que tenían, a guisa de mantel, un hule clavado, y acudían a saborear aquel plato desde muy lejos.

 

Hucheloup, un buen hombre, era un figonero con bigotes, variedad divertida. Tenía siempre la cara de mal humor; parecía querer intimidar a sus parroquianos; refunfuñaba a los que entraban en su casa, y tenía el aspecto más propio para buscar camorra con ellos, que para servirles sus viandas. Y sin embargo, repetimos, todos eran bien servidos. Su mujer, la tía Hucheloup, era un ser barbudo y muy feo.

 

Hacia 1830 murió el tío Hucheloup, y con él desapareció el secreto de las carpas con manteca. Su viuda, poco consolable, continuó con la taberna. Pero la cocina degeneró, y llegó a ser malísimo el vino, que antes había sido solo malo: llegó a ser pésimo.

 

Dos criadas, llamadas Matelote y Gibelote, sin que nunca se haya sabido que tuvieran otros nombres, ayudaban a la señora Hucheloup a poner en las mesas los jarros de vino y la variedad de pistos que se servían a los hambrientos en cazuelas de barro.

 

Matelote, gruesa, rotunda, colorada y vocinglera, antigua sultana favorita del difunto Hucheloup, era fea, más fea que cualquier monstruo mitológico; sin embargo, como conviene que la criada sea siempre menos que la ama, era menos fea que la señora Hucheloup.

 

Gibelote, era alta, delgada, de blancura linfática, con los ojos hundidos, los párpados caídos, siempre como fatigada y rendida, dominada por lo que podría llamarse laxitud crónica; se levantaba la primera y se acostaba la última; servía a todo el mundo, aun a la otra criada, en silencio y con dulzura, sonriendo en medio del trabajo, con una especie de vaga sonrisa adormecida.

 

Antes de entrar en la sala-comedor, se leía sobre la puerta este verso, escrito con yeso por Courfeyrac:  

 

“Regodéate si puedes. Y come si te atreves”.


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