30 junio 2023

Algo del ‘Señor de la Montaña’

Sí, asimismo pasa; una cosa lleva a la otra y una historia lleva a otra más... Estaba leyendo a Javier Marías (hijo de Julián Marías) y, de pronto, el autor hizo una referencia a algo ocurrido hace más de 400 años, a fines del Siglo XVI. Se trataba de una impostura; la historia de alguien, más bien humilde, que vivió en un pueblo del sur de Francia, dejó su mujer y se fue de casa. Era joven y recién casado, tenía un hijo y una mujer llamada Bertranda. Su nombre era Martin (Martán) Daguerre (nacido Agerre, un apellido vasco) y se mudó a España, donde sirvió en casa de un cardenal y se incorporó al ejército de Pedro de Mendoza que se alistaba para defender Flandes (entonces perteneciente a España) en litigio con Francia. Ahí perdió una pierna, en la batalla en San Quintín, y luego retornó a su casa…

 

Mientras esto sucedía, y ya habían transcurrido algunos años, apareció otro individuo con sorprendente parecido físico; era su doble –cual su gemelo–. Este “nuevo” Guerre (que era así como conocían al desertor) descubrió que todos lo confundían con el esposo de la abandonada. Averiguó todo lo relacionado con el tránsfuga marido, asumió su identidad y explicó los motivos para su prolongada ausencia. Así, con la ayuda y evidente complicidad de la traviesa Bertranda, el falso Martin “reasumió” sus obligaciones maritales y “retomó” la posesión de su mejorada propiedad. Durante la ausencia del real Martin, su padre había fallecido y la madre se había desposado con su cuñado (así, el tío pasó a fungir de padrastro). Como el genuino Martin había vivido antes en casa de sus padres, el tío se convirtió en paterfamilias y empezó a sospechar del espurio marido que había “regresado a vivir en su casa.

 

Producido más tarde el retorno del Martín verdadero, el asunto empezó a dilucidarse; ya no solo se trataba de un caso de apropiación de identidad, a más del conflicto que se creaba por la propiedad de la vivienda, sino de un asunto de manifiesto y flagrante adulterio (Bertranda tenía ahora dos hijos de “su reciclado marido”). El caso fue entonces a los tribunales y el juez, cual redivivo Salomón, tuvo que echar mano de toda su sabiduría para resolver el entuerto. Vino entonces “el llanto y crujir de dientes”: la “engañada” terminó desolada, el verdadero Martin tuvo que ser reconocido como esposo genuino y auténtico, y el falso y sustituto marido fue condenado a morir ahorcado frente a la puerta de casa de su ingenua amante: la esposa supuestamente “engañada” (y ahora desengañada).

 

Marías hace referencia a la historia y menciona que es la misma que antes ya había sido relatada por Miguel de Montaigne en uno de sus Ensayos; lo que no cuenta es que la digresión que hace el escritor francés es una versión bastante abreviada –sobremanera fugaz–, pues Montaigne cuenta el milagro aunque se abstiene de dar el nombre del santo. La historia se encuentra en el Capítulo 11 del Libro III, titulado “De los Inválidos” (o, quizá, “De los discapacitados”); la mía es una versión inglesa que ha  traducido el acápite con la expresión “Of cripples”. Me ha parecido un tanto prosaico que las versiones castellanas se decanten por un título más mundano: “De los cojos”.

 

Los “Ensayos” integran uno de los textos de mejor estilo y más sabiduría que se hayan jamás escrito. El autor vivió entre 1533 y 1592 (no llegó a los 60 años); de familia aristocrática, se retiró a su vida privada y solitaria solo para escribir esta obra erudita y genial que bien se la pudiera tener como “libro de cabecera”; uno puede abrir el texto en cualquier página solo para encontrar las meditaciones de un hombre que nos quiso transmitir, con la más absoluta humildad, lo mejor de lo que –a su vez– había leído y aprendido en su vida. No existe un solo ensayo o reflexión donde Montaigne no se apoye en la sabiduría de los principales filósofos y pensadores clásicos.

 

Exploro mi vieja versión (que, aunque flamante, debe tener algo más de veinte años), y busco la referencia de ese Capítulo 11; lo releo y verifico lo que yo mismo he subrayado. Encuentro que es un capítulo dedicado a los “minusválidos del conocimiento”, a los ágrafos e ignorantes. Montaigne se sorprende de que los hombres seamos más proclives a asombrarnos cuando averiguamos las razones de los hechos en lugar de confirmar primero su veracidad. Cita a Cicerón: “Lo falso está tan cerca de la verdad que los sabios no deberían confiarse ellos mismos en tan peligroso territorio”; y, también a Séneca: “Nos asombramos por cosas que nos engañan solo por su distancia”. 


Así, encuentro el relato comentado y reviso las reflexiones del escritor francés: “Se nos enseña a tener miedo de procesar nuestra ignorancia, lo cual nos empuja a aceptar lo que no sabemos cómo refutar”, dice. “Me gustan palabras y locuciones suaves como ‘quizá’, ‘en casos’, ‘algunos’, ‘dicen por ahí’, ‘creo’…”, expresa con manifiesta humildad. “Quien quiera curarse de ignorancia debe saberlo confesar”, propone. “Ponemos más fe en lo que no entendemos” –dice–, o: “No recelo admitir que no sé lo que no sé”, confiesa, emulando y citando otra vez a Cicerón…


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