29 octubre 2021

Reajustes y más reajustes

La historia de la humanidad refleja la concepción que el hombre ha tenido de la división del tiempo, las ideas que fueron dando forma y luego fueron perfeccionando lo que hemos dado por llamar calendario (de la palabra latina calendas, que quiere decir primer día del mes). Con Rómulo, el primer rey romano, el calendario era todavía lunar (las lunaciones tienen una duración de veintinueve días y medio, y de ahí habría desarrollado el concepto de lo que conocemos como "mes"), el año constaba de diez meses y de alrededor de 305 días. Sería Numa Pompilio, el segundo rey romano, quien -probablemente en un esfuerzo por adaptarlo al año solar- creó los meses de enero y febrero al final del año, que antes empezaba en marzo.

 

Unos cuatro siglos antes de la Era Cristiana, y quién sabe si por motivos religiosos, se acordó que enero fuera el primer mes del año. Esto se produjo no obstante que el cambio generaba una gran confusión, ya que los meses, en su mayoría, tenían nombres ordinales. Así el quinto mes siguió llamándose quintilis, a pesar de que ya no era el quinto, sino el séptimo, o que septiembre había pasado a ser el noveno. Y por ese orden. Ya con un calendario de doce meses, que empezaba en enero y terminaba en un mes que era el duodécimo pero que no había dejado de llamarse décimo, y con un año que solo tenía 355 días, habría sido Julio César -hacia el año 46 a.C-, con la ayuda del sabio Sosígenes, quien habría emprendido en la tarea de poner “un poco de orden” en el vetusto calendario romano.

 

Sosígenes se habría basado en el calendario egipcio de 365 días, que modificó. Sabedor de que la Tierra daba una vuelta al Sol en 365 días y seis horas, creó el año bisiesto, que tendría un día más y que se aplicaría cada cuatro años. Pero, para poner todo en orden, sugirió añadir entre noviembre y diciembre alrededor de ochenta días. Quiere decir que el año 46 a.C. tuvo realmente 445 días. Sería para el Concilio de Nicea, casi 400 años después, que la Iglesia comenzaría a preocuparse de las fiestas móviles en relación con el calendario tropical. La Pascua, que debía calcularse como el primer domingo luego de la luna llena posterior al equinoccio de primavera, se había empezado a alejar del calendario civil.

 

Respecto a la palabra “bisiesto” y su etimología, me he permitido copiar una muy interesante explicación que trae elcastellano.org:

 

“Desde que Julio César creó el calendario que llamamos juliano, hace más de 2000 años, un año de cada cuatro es bisiesto, es decir, febrero tiene veintinueve días en vez de veintiocho, lo  que ocurre con los años cuyas dos últimas cifras son divisibles por cuatro. Este ajuste se hizo necesario porque la duración del año —una vuelta completa de la Tierra en su órbita— no es de 365 días exactos, sino de 365 días, 5 horas y 56 minutos. El calendario juliano no era, pues, lo suficientemente preciso y en 1582 sufrió algunas modificaciones impuestas por el papa Gregorio XIII mediante la bula Inter Gravíssimas, que dio origen al denominado calendario gregoriano, vigente hasta hoy, en el que también son bisiestos los años terminados en dos ceros, siempre y cuando, además, también sean divisibles por 400, como ocurrió en el año 2000.

 

¿Por qué bisiesto? Veamos: en los tiempos de Julio César, el primer día de cada mes se llamaba calendas; el séptimo, nonas, y el decimoquinto, idus. Los romanos llamaban primus dies ante calendas martii (primer día antes de las calendas de marzo) al 28 de febrero; el 27 de febrero era el secundus dies ante calendas martii (segundo día antes de las calendas de marzo); el 26 de febrero, tertius dies..., y así sucesivamente. Para introducir su novedad —el año bisiesto—, Julio César intercaló un día entre el sexto y el quinto día antes de las calendas, es decir, entre los días que hoy llamamos 23 y 24 de febrero. Este día adicional fue llamado bis sextum dies ante calendas martii, o sea, ‘doble día sexto antes de las calendas de marzo’, y el año que contenía ese día se llamó bissextus”.

 

Existe la creencia de que la palabra cesárea, está relacionada con el emperador Julio César; pues se cree que su nacimiento habría sido el primero que se habría producido con la ayuda de ese procedimiento. Esto no habría sido realmente así, pues ese tipo de alumbramiento –no vaginal– ya era conocido por la humanidad al menos un siglo antes de su nacimiento; se sabe que este nombre, Julio César, ya era tradicional en su gens o familia; de hecho, era el mismo nombre que el de su padre. Habría sido la Iglesia Católica, para evitar que se asocie al procedimiento con un emperador pagano -que incluso se había autoproclamado y convertido en deidad-, quien habría escogido a un mártir, Cesáreo de Terracina, para convertirlo en el santo patrono de las parturientas.

 

Mis padres, que no tuvieron remilgos con respecto a mis nombres, habrían estado a punto de llamarme Cesáreo, todo porque al mártir de Terracina (se pronuncia Terrachina) le habían asignado el primero de noviembre en el santoral católico. Chuta, de la que me salvé…


Share/Bookmark

26 octubre 2021

Reparación del "bienhechito"

"De nada sirven las desgracias para quien no sabe aprender de ellas" (Lucio Anneo Séneca)

 

Dicen nuestros diccionarios, los de ecuatorianismos, o al menos los consultados (C. J. Córdova, S. Cordero y F. Miño), que nuestra palabra compuesta “bienhecho” y su aún más expresivo diminutivo, el singular “bienhechito”, no son sino vulgarismos para expresar satisfacción ante el mal ajeno. Aunque discrepo un tanto con su interpretación, me he ido dando cuenta que su utilización es más asidua o frecuente que lo que se ha querido reconocer. Ayer nomás, en un chat que comparto con amigos, fue utilizado con inopinada recurrencia; y no solo eliminando sus haches intermedias, sino omitiendo la parte del adverbio; inaugurando así, con una rara e insólita forma de ortografía, un novedoso y recién estrenado sustantivo ecuatoriano, todavía nada popular: el recortado “echito”…

 

En efecto, estos tres diccionarios mencionan los dos términos y, al hacerlo, los tres tienen cuidado de escribirlo de manera seguida (bienecho o bienhecho, y bienechito o bienhechito), juntando así el adverbio “bien” al participio del verbo hacer; o, para el caso del bienhechito, añadiendole al adverbio el inexistente diminutivo del participio (el delicado y candoroso “hechito”). Pero hay algo más –cosa curiosa–, los tres diccionarios utilizan indistintamente las dos palabras, a veces con y a veces sin hache intermedia. Aunque, esto de prescindir de la hache, me parece que ortográficamente sería incorrecto, porque se trata del participio del verbo hacer.

 

No encuentro referencias respecto a bienhecho o bienhechito (con o sin hache) en el DLE, pero de las múltiples que existen respecto a la palabra “bien”, y para lo que hoy nos ocupa, podríamos tomar como referencia la número 13, que explica: Bien: adverbio. Úsase con algunos participios, casi a manera de prefijo, llegando a veces a formar con ellos una sola palabra. Bien criado. Bien hablado. Inferimos, que lo mismo se aplicaría para Bien hecho.

 

Ahora bien, partiendo de que se utilice la expresión solo en Ecuador, no estamos de acuerdo con la explicación que presentan esos diccionarios, que indican que el giro es utilizado cuando “nos alegramos del mal ajeno”, lo cual no es enteramente exacto. Bienhecho se utiliza entre nosotros para expresar que nos gusta que algo malo le suceda a alguien porque tenemos la esperanza de que aquello le sirva, a ese alguien, de escarmiento; que nos alegramos que se haya dado un castigo que incluya una enseñanza moral, que esperamos que se aprenda la lección. El mensaje es un “toma para que aprendas” o, incluso, “toma un poco de tu propia medicina”.

 

Se trata pues de una frase adverbial que expresa satisfacción por el predicamento ajeno, siempre que aquello vaya a ayudar al reprendido a aprender algo bueno de lo que le sucedió. Pero además existe algo subyacente, pues se envuelve a la afirmación con una cierta dosis de ironía, es la satisfacción porque lo ocurrido se haya producido por algo que lo originó. En este sentido, sería más bien una forma de burla ante lo sucedido al escarmentado. El Alemán tiene una voz para expresar aquella forma de sentimiento, es la palabra “schadenfreude” (ver Itinerario Náutico, “Manejando por el carril izquierdo”, 4 de Mayo de 2019); su traducción en español sería “alegría maliciosa”, o regodearse con el mal ajeno, que consiste, según el DLE, en: “Complacerse maliciosamente con un percance, apuro, etc., que le ocurre a otra persona”.

 

Respecto a escarmentar, dice el diccionario que existe una tercera acepción, pero ya entrada en desuso, la de avisar -yo diría que la de advertir- a alguien de un determinado riesgo. Creo que esta encaja con nuestro aparente localismo que, bien visto, solo es localismo como expresión y no como forma de advertencia. En otras palabras: no porque otros hablantes no utilicen el bienhecho o el bienhechito, quiere decir que carezcan de otras formas propias para expresar lo mismo. Incluso nosotros, cuando jugamos al cuarenta, o presenciamos algún otro juego, usamos una frase para celebrar el acierto propio o para referirnos con ironía al daño causado al circunstancial adversario. “Toma para que estudees”, decimos (así, repitiendo con intención la e y conjugando mal el verbo estudiar); "toma para que aprendas" o "para que no seas tan ingenuo", es lo que quizá queremos significar.

 

Comparado con el bienhecho, creo que es mucho más sabroso el bienhechito. Pero aún hay otro bocado, más delicado y suculento, digno de la más refinada receta de exclusividad culinaria: el perennemente infantil, aunque siempre vindicativo, “bienhechito, bienhechito ya”…


Share/Bookmark

22 octubre 2021

De vapores y almirantes

Creo que si hago una encuesta entre niños de cinco a doce años, y les pregunto que qué es y dónde se encuentra Corfú, casi la totalidad va a responderme que es un sitio dónde venden deliciosos mantecados y que queda en la calle Portugal, como a una cuadra del Parque de la Carolina. Pero, si conduzco la indagación entre niños de doce a setenta y cinco, estoy seguro que la mayoría me va a responder que es una ciudad y que muy probablemente está situada en Italia. La verdad es que unos y otros estarían equivocados, pero el premio se lo llevarían los niños porque Corfú pertenece a Grecia, pero no tengo duda con respecto a lo de los helados.

 

Si usted mira en el mapa la bota italiana, toma el extremo de su costa suroriental, correspondiente a una región que se conoce como Apulia, y hace una prolongación hacia la frontera entre Grecia y Albania, va a encontrar una pequeña isla que se parece a un caballito de mar, cuando se la mira desde el aire. Esa isla, ubicada en la parte septentrional del mar Jónico es la de mi pretendida encuesta, y constituye uno de los lugares más pintorescos que existen en el mundo. Un poco más al sur, quizá a unos cien kilómetros, siempre siguiendo la prolongación propuesta, existe una boca de entrada a un enorme golfo. No es más ancha que el cauce de un río. Allí, en su costa norte, existe una ciudad conocida como Préveza, famosa porque ahí algo pasó con Andrea Doria…

 

Ahora, si al mencionar a Andrea Doria, vuelvo a insistir con mi juguetona impertinencia, la de improvisar otra encuesta, y pregunto que qué les dice ese nombre, una cuarta parte va a decir que se trata del nombre de una bellísima actriz italiana; y el resto, va a decir que es el nombre de un enorme transatlántico que habría naufragado cerca de la ciudad costera que más arriba, en forma casual había mencionado. Chances hay, sin embargo, de que asome un estrafalario individuo y con total desparpajo responda que aquel nombre, el de Andrea Doria, corresponde al de un almirante genovés (casi tan famoso y controvertido como aquél otro, también almirante y también genovés, que todos sabemos que descubrió América).

 

Doria, en efecto, gobernó con mano firme, la ciudad de Génova a caballo entre los siglos XV y XVI. Fue un marinero muy reconocido; él no solo sirvió a un par de monarcas, sino que respondió a la iniciativa del Papa que puso en sus manos la armada de la Liga Santa, la que se organizó para luchar contra el Imperio Otomano, que amenazaba con dominar el Mediterráneo y gran parte de Europa. Fue en Préveza donde los osmanlíes no pudieron ser derrotados por la cristiandad, cuya armada estuvo comandada por este corajudo almirante. Sería la primera gran derrota de las fuerzas que se habían aliado para responder al llamado del Pontífice.

 

Pero no hay primera sin segunda. Y esta vez la hazaña se produjo en la entrada de otro golfo, también helénico, en un sitio donde el mar tiene un color que parece que lo hubieran pintado. El golfo separa a la Grecia continental de una enorme península conocida como Peloponeso; es la tierra de los guerreros más disciplinados y mejor organizados que hayan existido; eran oriundos de Esparta, una ciudad que compitió en la antigüedad con Atenas. Se trata del golfo de Corinto; pocos conocen que también lleva el nombre de una famosa batalla, la segunda de la cristiandad contra los otomanos, la batalla de Lepanto. Hoy quiero contarles cómo fue que lo descubrí…

 

Volé por cinco años el Airbus 340 de Singapore Airlines. Nuestra flota era de solo cinco aviones; casi todos éramos pilotos “expatriados” y volábamos a los cincos continentes. Nuestras rutas más frecuentes eran unos pocos destinos europeos, destacaban: Paris y Roma, Copenhague y Atenas. Cuando íbamos a esta última, nos alojaban en Vouliagmeni, hacia el sur de Glifadha. Estábamos obligados a rentar auto para visitar otros interesantes lugares. Así conocí algunos parajes extraordinarios como Epidauros o Meteora; y tuve oportunidad de explorar la costa norte del Peloponeso, la avecinada al Golfo de Corinto y fue de esta manera cómo un día me enteré del lugar.

 

Entre el continente y el Peloponeso hay una garganta; mas, los griegos han cortado su geografía cual si se tratase de un pastel. Es el Canal de Corinto, que ha convertido a la península realmente en una isla. Desde arriba, se puede apreciar el maravilloso color de las aguas y disfrutar de esta obra formidable, hecha por el hombre. Si se toma el camino que bordea el golfo hacia occidente, se llega hasta un sitio donde la costa cambia de rumbo y se dirige hacia el sur. Hay allí un angosto estrecho, que es cruzado por un puente. En el lado norte, y tomando hacia levante, se descubre una población que corona una ensenada. Se llama Naupacto; la palabra se habría transliterado en veneciano, y es la misma que conocemos hoy como Lepanto. Es el lugar donde combatió Miguel de Cervantes.

 

En cuanto al SS (por Steam Ship, o Barco a vapor) Andrea Noria, fue efectivamente un vapor con capacidad para mil seiscientas personas, colisionó con otro barco en Nentucket, cerca de Boston. Se hundió con cincuenta personas, entre pasajeros y tripulantes… Lo habían bautizado con el nombre de aquel otro famoso almirante.



Share/Bookmark

19 octubre 2021

Un escorzo de indigencia

La veo casi todos los días, suele apostarse con sus tiernos hijos cerca de casa, en un sitio próximo al semáforo de la esquina de más arriba. Es más bien joven y no es fea; de hecho es lo que (con perdón del lenguaje “inclusivo”) antes llamaban en casa de mi abuela, con el eufemismo de “una cholita buena moza”. Está, además, bien proporcionada; pero algo hay en la postal que completa su figura, fuera de lugar y de tiempo, desubicado y anacrónico. No se entiende cómo una mujer en la plenitud de su edad y de su vida, y con su innegable atractivo, utilice a sus hijos para solicitar calderilla a los viandantes y a los conductores de los vehículos que paran allí en las horas de congestión, y responden conmovidos por lo que ella provoca, una suerte de impúdica lástima.

 

Soy de natural generoso y, si me sobran unas monedas, transijo con frecuencia ante la compasión. Bajo el vidrio del auto y concedo ese ínfimo crédito que será pagado por mi conciencia aliviada. Lo hago,  consciente de que ese tipo de benevolencia solo sirve para alimentar el número de pordioseros que pululan en nuestras calles y plazas. Muy a pesar, también, de que quienes cedemos ante el embate de la piedad no siempre sabemos discriminar entre el vago y el que ha caído ante la seducción del alcohol o la droga, o aquel menesteroso que realmente requiere ayuda para llevar un trozo de pan a su casa. Pero, reacciono con suspicacia y rechazo la manipulación cuando veo a una madre haciéndose acompañar de niños inocentes para provocar la compasión ajena. Ello me parece la forma más sórdida de la indignidad, el colmo de la impudicia. ¡Me parece sobremanera lamentable!

 

Sí, sé muy bien que muchos no estarán de acuerdo, y aun van a estar en contra de estas reflexiones, van a criticar mi falta de conmiseración ante la tragedia humana; pero el punto es que se está usando, y se trata de aprovechar, de la inocencia infantil para raspar la prodigalidad de unos pocos, cuando quien lo hace tiene todavía el vigor y las aptitudes para procurarse una actividad mejor remunerada y decente. Sin la ignominia, además, de tener que arrastrar a unos muchachos hambreados, cansados y sedientos, que sirven de anzuelo durante ese par de horas de exhibición y oscura desvergüenza. Al final, no sé qué impacta más, si la abyección o el triste cinismo. O, qué cuenta más como respuesta: si el rechazo radical ante la manipulación o la indolencia.

 

Hago fugaz contabilidad y resuelvo que no debe ser gran cosa lo que produce la mendicidad ejercida en forma cotidiana. Pienso en todas esas madres que han superado el impudor para sobrevivir a los latigazos del infortunio y la indigencia. No puedo desdeñar, sin embargo, la parte de artificioso engaño y de viciosa costumbre que la mendicidad conlleva. Es poco, realmente insignificante, el importe logrado; pero es dinero fácil, conseguido sin la satisfacción que produce la retribución por el trabajo realizado. Lo suyo termina por constituirse en mala escuela para los hijos; aprenden que puede haber más rédito en pedir que en trabajar, que en la vida hay otras maneras de vivir gracias a la generosidad ajena; o, si se quiere, a pesar del desdén, el fastidio y aun el desprecio de la gente.

 

Ahí está, joven y resuelta. La observo de reojo mientras mato el tiempo tomando un café en un negocio cercano. Medito en la suerte y el futuro de unos niños que crecen alejados de una escuela, rozando el borde mismo de influencias indeseadas, caminando ya en el umbral mismo de la delincuencia o, al menos, de la tentación. Y ella, sujeta también a la concupiscencia, a la posibilidad inminente de su propia prostitución. De hecho, lo que ella hace ya es una forma lastimosa (suya y de sus hijos), de impúdica y habituada corrupción. ¿No habrá posibilidad de un trabajo decente?, me pregunto. Algo más digno que esta forma bochornosa de actividad; algo menos doloroso que esta circunstancia mañosa, siempre proclive a la ignominia y la perversión.

 

Más tarde y mientras prosigo, el semáforo cambia, ella y sus vástagos se acercan. Bajo el vidrio de mi auto y mi cerebro quiere ensayar la emisión de un involuntario consejo –por lo demás, nunca son bien recibidos los consejos que no han sido solicitados–, pero, aunque quiero decir algo, se resiste mi garganta. “Uno no puede arreglar los problemas del mundo”, me digo para mis adentros y me reprendo a mí mismo. La miro a los ojos con ternura y compasión, tratando de disimular un gesto de reproche. Advierto que ya se acostumbró a la indisposición ajena, a los reproches indolentes de los otros, a los comentarios de desaprobación. Ha conseguido membresía en el permanente y renovado club de los indigentes. Ese es ya su ejercicio, esa es ya su profesión.


Share/Bookmark

15 octubre 2021

Ah, los títulos...

Empiezo esta vez con una inesperada digresión, algo sin relación con lo que quiero tratar. Y es que, sin que nos demos casi cuenta, la vida misma es una suerte de elegía; un insospechado canto, una forma de despedida. La muerte, por contrapartida, nunca deja de ser una revelación, una velada advertencia, una disimulada forma de epifanía. Postulo que hay un tono crepuscular en los adioses y despedidas; de pronto nos recuerdan la fugacidad de la vida y aquel acecho disimulado y artero, silencioso pero sutil, inexorable aunque siempre traicionero, ineludible pero siempre cruel, que suele tener la disimulada impronta de la muerte.

 

Pienso en ello al revisar la relación entre los títulos que damos y los contenidos de las cosas que creamos -un artículo, un cuadro, una escultura, una novelo-, y no puedo dejar de pensar en la embozada intención que el autor utiliza con tal recurso; en si este no lo convierte también en una forma de artilugio, que le sirve para disimular un tono determinado o la intención de un contenido; o si, tal vez, lo aplica como una especie de insinuación, cual si fuera un lenguaje cifrado, o quizá un jeroglífico o, quién sabe, si un enigma que invita a desentrañar un oculto propósito, una suerte de mensaje secreto que solo insinúa o sugiere, y que da derecho al aleatorio testigo, al improvisado observador, a ser aceptado como miembro de una reservada y excluyente cofradía…

 

El título no siempre explica el contenido, esconde más bien su real objetivo en el laberinto del enigma, en el misterio del designio. Se convierte en el silencioso recurso del autor para hablarnos con frases incompletas, para revelarnos solo parte de algún enigmático conocimiento, para arrastrarnos en la avalancha de un mundo  privado y desconocido, y convertirnos así en protagonistas de su oscuro libreto. A veces el título no revela, solo tiene un único propósito: justamente ocultar la intención. El título se convierte de este modo en sugerencia, en una manera de omitir lo que se quiere esconder, lo que no se quiere revelar. Es una especie de promesa que, como toda promesa, no tiene garantía de cumplimiento y es, a la par que promesa, abierta posibilidad para una probable desilusión. Un telón entreabierto, un engañoso eufemismo. Disimulado, cual si fuera un letal explosivo.

 

Algunos creen que se requiere de especial destreza para poner título a una obra, hablemos de una pintura o de cualquier tipo de composición. Muchos tropiezan en este intento, quizá porque buscan primero el atractivo que debe tener el título, cual si fuera un anzuelo. Yo pienso algo distinto, sostengo que el título es más bien una consecuencia. Estoy convencido de que se puede empezar con un título temporal y luego, de acuerdo a cómo se desenvuelva el tratamiento del tema, surgirá una expresión, una palabra o una frase que compendiarán lo que trató de ser la idea central. Nombrar algo, incluso poner nombre a nuestros propios hijos, no siempre viene espontáneo y natural. Al final, terminamos utilizando algo que nos suena bien y que nos gusta, sin más ni más…

 

Alguna vez conversé con unos colegas españoles, en relación a algo que ellos habían notado en el modo de presentar las noticias en nuestros periódicos capitalinos. Me hacían caer en cuenta que éstos omitían los artículos, dejando huérfanos a los sustantivos: “Suspenden parada de buses”, “Hallan tumba profanada”, “Cancelan permisos de manejo”, “Renuncia director de Autoridad Portuaria… Yo había estado convencido de que se lo hacía para ahorrar espacio o, quizá, para conseguir un mayor impacto en las noticias. “No”, me dijeron. “Quizá solo refleje un estilo; pero convierte a la información en algo lejano, con una impronta de asunto banal, relativizado y frívolo, carente de trascendencia y desposeído de importancia. Convierte a lo trágico en algo cotidiano e impersonal”.

 

Siempre me hizo meditar ese en apariencia inofensivo comentario; en si acaso no estaba impregnado de una incontrovertible verdad… “Se precipita bus en precipicio”, “Asaltan anciana para robar cartera”, “Aeronave pierde pista”… Hoy nomás, tuve que reconocer eso del involuntario “ahorro” de los artículos en la oración; me di cuenta que los más ancianos títulos de las obras conocidas como clásicas: “La Ilíada” o “La Odisea” se escribían en  castellano con artículo. No así en el inglés y tampoco en la lengua griega, la lengua original…

 

Ah, los títulos… a veces dicen tanto, y a veces no dicen nada. Procuran disimular tantas y tantas cosas, exageran con sus palabras y con sus silencios, pueden lastimar más que las propias mentiras. Embozan la realidad o la disimulan. Ora esconden, ora engañan. A veces se convierten en antifaz o careta, ayudando a esconder la real intención de quien los utiliza; y reflejan, a través de ello, la exacta dimensión de la condición humana…



Share/Bookmark

12 octubre 2021

Osadía *

* Escrito por Leila Guerriero para El País Semanal, 23 de julio de 2021

 

Apoyada en el marco de la ventana de la casa en obras, a metros del socavón de tierra donde preparaban la cal los albañiles, la espalda contra la madera erizada de astillas, todavía la veo. Nítida como un recuerdo inventado. Era un fin de semana (han pasado décadas, pero lo sé porque estábamos solas y la casa en construcción, donde mis padres iban a criarme, donde ocurrirían el principio y el fin de la vida, estaba siempre repleta de albañiles excepto los fines de semana, cuando no iban a trabajar). Era por la tarde (lo sé porque recuerdo la luz acongojada que descendía del cielo como una resaca metálica). Y era invierno. Lo sé porque recuerdo la ropa que se fue acumulando como una pira seca —lana roja, nailon amarillo, jean, aroma a perfume Mujercitas— sobre uno de los andamios.

 

El lugar exudaba el olor solitario y hueco del cemento. Ella se había mudado al barrio poco antes y se había hecho amiga de mi mejor amiga. Yo la detestaba por eso. También por otras cosas. Era como un shuriken, una estrella ninja: algo imparable y enardecido que tenía la capacidad de destrozar. La hostilidad la recubría como un aura, una luz fulminante. Arañaba, gritaba, rompía los juguetes ajenos y los propios, rasgaba la ropa, arrojaba cascotes. Todos parecían temerle o adorarla. Pero ni ella me quería a mí ni yo la quería a ella, así que no sé por qué estábamos juntas, a los ocho años, en una casa solitaria y en obras, a metros de un pozo de cal viva.

 

Tenía el pelo bestialmente negro, construido con hebras gruesas que se le enganchaban en las pestañas largas o se le metían entre los labios. Cuando eso pasaba, el rostro parecía bordado, atravesado por una membrana de hilos brillantes. La piel blanca, tan transparente que parecía a punto de rasgarse, le daba el aspecto de un fruto firme envuelto en una vaina tersa. Tenía la voz ronca, rocosa, con una aspereza adulta, nada infantil. Una voz que debía ser tomada en serio. Usaba ropa que nadie más usaba: minifaldas, tacos, abrigos con cuellos de piel. Se pintaba los labios. Era una niña, pero podría haber sido un bar repleto de humo. Tenía en los gestos la languidez que dan la confianza en uno mismo o la perfidia.

 

Esa tarde, en la casa deshabitada, empezó a sacarse la ropa. El suéter rojo que yo le envidiaba, los pantalones de jean ajustados que no me dejaban usar, la camisa, la camiseta, los zapatos, las medias. Quedó firme, helada y pálida, como si por debajo de la piel fluyera una finísima capa de hielo. Ya casi sin ropa, corrió hasta el muro de ligustro que separaba la casa de la vereda, cortó una rama, regresó, se ató un trapo —¿un pañuelo, la camiseta?— sobre el pecho a modo de “soutien”, tomó la rama entre los dedos simulando que fumaba, se recostó contra la madera cruda del marco y me dijo: “Juguemos a que me sacas fotos”. Quise que se cayera al pozo. Quise matarla. Todo pudo haberse consumado: mi odio era tan sólido como el cemento que nos rodeaba. En cambio, me di vuelta y me fui. La dejé sola, medio desnuda, y caminé hacia la casa contigua donde vivían mis abuelos.

 

Pasé la tarde con ellos junto al brasero, comiendo galletitas, tomando café con leche, mirando la televisión, sintiéndome rotundamente triste. No sé qué hizo ella, si se fue, si se quedó. Tampoco sé cómo se forman las capas tectónicas de una personalidad, pero es posible que aquel día yo, que venía de un mundo donde el miedo era una fotosíntesis benigna que surgía bajo el influjo de los libros y las películas, haya sentido un miedo nuevo. Un miedo desgraciado y adulto. Miedo de no tener jamás su atrevimiento. De que me esperaran, agazapados en el futuro, días grises y anodinos. Días de brasero, de televisión, de galletitas.

 

Ella tenía ocho años, como yo, y ahí, medio desnuda en la ventana, había movido el mundo, lo había vaciado de vulgaridad, lo había llenado de su audacia, de su malicia, de su malhumor, de su ira, de su estirpe colérica, de su linaje rabioso. Después crecí, me fui de esa casa, compré tiques muy caros para una vida intensa en la que nada supo a cenizas. Hasta que llegué a estos tiempos yermos, vulgares, de los que toda osadía parece desterrada.

 

Nota: escrito originalmente sin puntos aparte. Editado para satisfacer el formato de este blog.


Share/Bookmark

08 octubre 2021

Mister Bojangles

Llegábamos en esos días en un modesto hotelito de Jamaica, el suburbio de Nueva York. No estaba mal, la verdad; el problema era que quedaba en la mitad de ninguna parte. Como decía mi amigo Alejandro, “exactamente donde el diablo perdió el poncho”. Buscándole el lado bueno, se podía decir que estaba cerca de JFK; pero, desde ahí, era todo un lío llegar hasta el verdadero New York, léase Manhattan. Había que caminar unas cuantas cuadras (llueva, truene o relampaguee) para tomar el bus interno que nos llevaba a la parada del Metro. Con suerte, el bus pasaba cada treinta minutos y, una vez que habíamos embarcado, recorría ese defavorecido barrio de Long Island por otros treinta, antes de que pudiéramos tomar el tren subterráneo que nos ponía en Grand Central en otros cuarenta y cinco minutos de viaje. El solo intento era todo un vía crucis, que no siempre estábamos en talante de animarnos a soportar. Casi todos -los demás tripulantes- preferían quedarse en su habitación para descansar.

 

Era viernes esa noche y nos habían anticipado que el vuelo –el Ecuatoriana 052- tendría cuatro horas de retraso saliendo desde Guayaquil. Había salido de Quito ya retrasado y en el trayecto se le había vuelto a presentar el mismo problema de mantenimiento. A eso de las ocho de la noche se nos comunicó la parte desagradable: un equipo de ingeniería había bajado a Guayaquil y tendría listo el avión para salir recién al mediodía siguiente. Doscientos pasajeros y su tripulación habían sido repartidos en diferentes hoteles del puerto. Ahora el retraso era de 24 horas. En cierto modo me alegré: no había podido cerrar los ojos un solo minuto en toda la tarde. ¡Qué ganas de estar alojados en Manhattan para salir con los demás a tomarnos un trago!

 

“Hacer del limón, limonada”, fue seguramente lo que pensé. Comuniqué al resto de la tripulación el inesperado inconveniente, tomé una breve, ducha, vestí algo ligero y bajé al lobby a buscar un refrigerio. No bien salí del ascensor cuando escuché el ritmo acompasado del piano que había en el vestíbulo del hotel. Una chica de no más de cuarenta estaba golpeando el teclado. Así es cómo escuché aquella canción por primera vez; tenía un estribillo que mencionaba el apellido de un vagabundo que había improvisado una breve danza en la celda de una prisión. Era un pordiosero conocido como “Mister Bojangles” (se pronuncia la segunda sílaba como “gin”, igual que en en Blue Jean) y era un viejo juglar de feria que saltaba y saltaba y que no sabía otra cosa que bailar y bailar.

 

La joven mujer tocaba con maestría y destreza; pero, más que hacerlo bien, era como que le salía natural, como que improvisara. Podía decirse que más que tocar las canciones de su variado repertorio, era como que el piano solo le servia para acompañarse, sabía la letra de todas sus canciones, de preferencia baladas y ritmos lentos, lo que llaman en inglés “easy listening” (música suave para escuchar). Aquella pieza me fascinó, me olvidé del refrigerio, pedí un trago y me dediqué a escucharla. Me debe haber tomado una hora, y otro par de tragos, hasta que me animé a pedirle que repitiera la canción del viejo harapiento, ese que no sabía hacer otra cosa que vagabundear por las calles, esperar con paciencia que caiga una mezquina propina y… ponerse a bailar.

 

Algo más tarde acabó la función. No era bonita, pero había en ella algo que la hacía verse como una mujer interesante. La invité a tomar un trago, aceptó y me dijo que tenía que apresurarse porque había quedado con amigos para reunirse en la ciudad. “No estoy muy segura -me dijo dubitativa-, si no te importaría venir conmigo a Manhattan y regresar más tarde por tu cuenta desde la ciudad”. ¡Qué podía perder!, era noche de viernes y ella había detectado en mí algo evidente, mi imprevista soledad o –quién sabe– si mi solitaria curiosidad...

 

Era casi medianoche, el plan significaba tomar de regreso un taxi, solo y de madrugada; lo pensé dos veces, me interpuse yo mismo todo tipo de argumentos. A la final me animé a acompañarla. Llegamos a un bar ubicado en la Tercera Avenida; parecía una discoteca, si no fuera porque tenía tres pisos y estaban abiertas sus puertas y ventanas. Todos tenían un trago en sus manos, hablaban parados y la mayoría bailaba. Parecía que todos conversaban; el volumen de la música convertía al lugar en un pandemonio, un aquelarre de brujas, donde todos gritaban y acercaban sus bocas a la oreja de su interlocutor para poder entenderse. Pronto caí en cuenta que la convergencia en aquel sitio era solo parte de un circuito anticipado. Ya no pude pedir que tocaran de nuevo aquel Mr. Bojangles. En ese lugar y a esas postergadas horas, solo hubiese sonado necio, anacrónico e imperdonable.


Share/Bookmark

05 octubre 2021

Tiranías y otras legumbres

 Tengo una confesión que se me hace perentorio desembuchar. Estuve por casi cincuenta años (todo un “jubileo”), confundido con respecto al sentido de lo que significaba la expresión “Magna Grecia”; la verdad es que siempre que escuché nombrar el concepto, me imaginé que se estaba utilizando un adjetivo para reconocer la relevancia de aquella nación helénica que gestó el impulso inicial y, más tarde, sentó las bases para la cultura que hoy llamamos Occidental. Por todo ese tiempo, posterior a mis clases de historia y geografía en mis horas colegiales, estuve persuadido que hablar de aquella Magna Grecia no se relacionaba con otro lugar geográfico, distinto al avecinado al Mar Egeo, sino que solo representaba una forma respetuosa de ponderar la patria de Aristóteles, utilizando el término que el diccionario ha reservado para calificar a algo como grande o superior a lo común…

Ya había yo pasado los sesenta, cuando una tarde de lectura, ¡plof!: de pronto, se me destapó el oído... Eh ahí que aquello de la Magna Grecia había consistido en un lugar enteramente diferente, uno que no estaba al sur de los Balcanes ni enfrentado al Mar Egeo, y que ni siquiera pertenecía a la actual Turquía, que por largo tiempo fue parte de esa sí grandiosa Grecia, la de los indómitos espartanos y atenienses. La Magna Grecia había existido en la realidad, era una especie de provincia remota de aquella patria helénica y consistía en la parte inferior (bien vale decir “el pié” o “el zapato”) de lo que conocemos como la Bota Itálica.

Siempre me intrigó, a pesar de la relativa cercanía entre los territorios de griegos y romanos, la relación entre esos dos pueblos mediterráneos. En lo personal, creo que viví un tiempo en la orfandad de las sombras; estuve convencido que “latino” significaba residente del sur y que, por lo mismo, también podía situar a los griegos en idéntica categoría y me contenté con intuir que, a pesar de poseer dos lenguas tan distintas, los romanos se habían dado modos para adaptar a su idioma (la lengua del Lazio) todos aquellos términos que habían sido inventados, adoptados y aplicados a los conceptos ideados en la Grecia clásica. Por ello, me imaginé que lo que había pasado era que los romanos se habían dado a la costumbre, por unos cuantos siglos, en ir a aprender de una civilización más adelantada al otro lado del Mar Jónico (el que se sitúa al sur del Adriático). Algo exactamente igual a lo que hoy hacen los estudiantes sudamericanos cuando van a completar sus estudios en los Estados Unidos…

Pero, como digo, “se me destapó el oído”… No era que los jóvenes romanos se habían ido a estudiar en las academias griegas; la verdad es que había ocurrido exactamente lo contrario: todos esos diminutos estados que se fueron formando en el sur de aquella península, habían sido colonizados por pueblos helénicos. Ahí se habían asentado jonios, dorios y aqueos; habían fundado y desarrollado ciudades–estado, como Sibaris, Regio o Crotona (en Calabria) o como Mesina, Siracusa y Catania, en la costa oriental de Sicilia, esa isla triangular que parece besar la Bota Italiana. Por muchos siglos se habló griego en un territorio que siempre lo supusimos solo romano; hoy mismo se sigue hablando un dialecto llamado “griko” en parte de aquella región. Fue a esa medialuna a la que se conoció con el equívoco nombre de Magna Grecia. De modo que, cuando hablamos de Zenón, Parménides o Pitágoras estamos lejos de imaginar que esos maestros enseñaron, si no nacieron,  en esas “italianas” tierras…

Fue ahí, en esas pequeñas ciudades-estado donde, por la naturaleza de su condición, se dieron las circunstancias para que individuos díscolos y prepotentes, abusivos y arbitrarios, narcisistas y atrabiliarios se convirtieran en perennes autócratas. No eran reyes legítimos; se habían hecho del poder por la fuerza y sin consentimiento soberano. Se ganaron el infame título de “tiranos” y, aunque muchos fueron gobernantes capaces, se creyeron irremplazables, no supieron retirarse a tiempo, se fueron persuadiendo de que su poder era vitalicio y peor aun: que debía ser hereditario. Admirados, queridos y respetados al principio de sus mandatos, terminaron despreciados por su propio pueblo y fueron proclives, casi siempre, a la sedición y aun al magnicidio.

Jean-Jaques Rosseau los diferencia entre tiranos y déspotas, dice que tirano es aquel que utiliza las leyes, dando la impresión de que gobierna según su mandato; pero que el déspota es aquel que cree que está por sobre esas mismas leyes que al principio invocó y juró respetar. Así “el tirano puede dejar de ser déspota –señala– , pero el déspota jamás dejará de actuar como un tirano”. La idea moderna es que el tirano es un soberano ilegítimo, que se hace del poder absoluto, casi siempre unipersonal, el mismo que a menudo es obtenido mediante la violencia. La tiranía constituye una condición caracterizada por el uso abusivo del poder usurpado. Es curioso, en los tiempos de la Magna Grecia la palabra tirano solo quería decir “rey soberano”, no tenía un carácter peyorativo. De hecho, algunos tiranos fueron reconocidos y apreciados por sus virtudes. Incluso, hubo tiranos que constan en la lista de los que se conocieron como “los siete sabios de Grecia”…


Share/Bookmark

01 octubre 2021

De almanaques y boticas

Creo que desde chico tuve muy clara la diferencia entre farmacia y botica. Puede decirse que las primeras vendían fármacos preparados en laboratorios que no funcionaban en esos locales; las medicinas ya estaban ordenadas en vitrinas y estanterías. Pero además, y desde un buen día, las farmacias empezaron a expender artículos de tocador o de bazar; entonces, y ya definitivamente, pasaron a diferenciarse en forma clara de las boticas. En estas existía un boticario, un individuo conocido como “doctor”; este era por lo general adusto y cejijunto, algo circunspecto, vestía de mandil y corbata; y, para colmo, siempre parecía ocupado atendiendo a sus mezclas, soluciones y menjurjes, con ellas iba preparando sus pócimas en morteros y matraces, con sus tubos de ensayo, sus vasos “precipitados” y sus probetas.

Ahí, en las boticas, había unos recipientes de porcelana, con forma de jarrón, que anunciaban contenidos inexistentes (muchos estaban ahí para efectos decorativos). Palabras como opio, muérdago, absenta, nos provocaban curiosidad, a la par que temor a contaminarnos y morir, ipso facto, envenenados. Tal era el carácter enigmático e inescrutable de las substancias en apariencia proscritas que allí se expendían: eran las llamadas “drogas”; razón por la que, en forma alterna, se conocía a estos lugares también como “droguerías”. Había una botica “a la vuelta de mi casa”, vale decir que a la vuelta de la esquina de donde yo vivía; estaba ubicada en la calle Guayaquil, casi una cuadra al norte de San Blas, en la acera oriental, quizá unos cincuenta pasos al sur de su intersección con la cuesta de la Briceño, en cuya esquina –años más tarde– habría de construirse “La licuadora”, el edificio del Banco La Filantrópica.

Tenía el local un amplio vestíbulo; su propietario era un individuo de gestos ampulosos, si no afectados. El personaje vestía un traje cruzado de paño con cuya apostura trataba de disimular sus modales algo provincianos. Yo no tenía entonces edad para calificar la condición de sus maneras, pero alguna vez escuché en una conversación de mis mayores un comentario fugaz y quizá improbable: la posibilidad de que su excesiva cordialidad no fuese sino prueba de sus oscuras preferencias… Allá fuimos a veces, delatando con nerviosismo un perentorio aire de urgencia; fue en aquellas aciagas ocasiones cuando envenenaron a nuestras queridas mascotas (al Janco, la Pelusa o la Estrellita) con el más deletéreo de los raticidas, el infame Racumín, ingrediente que ocasionaba que sus víctimas se escondieran de la claridad del día, buscaran el más oscuro y lóbrego escondite y fueran a dar con sus huesos en los más recónditos rincones, siempre en busca de un poco de agua. Pero jamás conseguimos, el milagroso brebaje. Ahí, un letrero mortecino y mal iluminado anunciaba: Botica “Bristol”.

Es probable que siempre haya asociado aquel nombre con la geografía. Bristol es una pequeña ciudad británica que alguna vez visité en mis periplos itinerantes; está ubicada al sureste de Inglaterra, avecinada al canal de su nombre. La urbe se enfrenta a las ciudades galesas de Newport y Cardiff. Nunca imaginé que ese establecimiento pudiera haber tomado su nombre de otra nada relacionada circunstancia: la posibilidad de que aquel inofensivo apelativo se hubiese inspirado en un popular y nada científico documento, en un cuadernillo de color anaranjado oscuro (realmente el color del zapote), una suerte de catálogo astrológico, que incluía el santoral católico, las fases de la luna, las horas de salida y puesta del sol, e incluso la hora prevista de las mareas, la predicción anual del clima y hasta de los probables terremotos; se trataba de un escueto boletín conocido como el “Almanaque Bristol”.

El Bristol habría tomado su nombre de un químico inglés que procuraba por el bienestar de sus vecinos. El hombre se llamaba Cirineo Ch. Bristol, y  lo había ideado para promocionar un jarabe de zarzaparrilla. Hoy, el Bristol contaría con casi ciento noventa años de historia. Se lo publica en Nueva Jersey y se expende en varios países de América con el necesario ajuste de ciertas horas, pues el sol nace y se oculta a distintas horas durante el año, por causa de la estación así como de la distinta latitud.

Hoy estoy persuadido que al Bristol lo compraban (y escondían) nuestra abuelas; era un folleto que contenía consejos hogareños y, según me han comentado, hasta una breve y frívola comedia. Su núcleo estaba relacionado con la predicción de la fortuna: anunciaba la suerte con referencia a los signos del zodíaco. Quizá fue por ello que el cuadernito siempre acicateó no solo mi desconfiada suspicacia sino también el más inmarcesible de mis desprecios y, quizá y ante todo, mi convencimiento de que gente de toda condición confundía con facilidad dos conceptos nada relacionados: la astronomía con la astrología; siendo el primero, una disciplina probada y científica, y el segundo, una actividad superflua y empírica, pábulo para el engaño y la superchería, insólito artificio y adefesio. Su nombre, a no dudarlo, generaba falsas expectativas. La astrología estudia el movimiento de los astros, para dizque anticipar con ello los acontecimientos futuros y aun el impredecible talante de las personas.


Share/Bookmark