15 octubre 2021

Ah, los títulos...

Empiezo esta vez con una inesperada digresión, algo sin relación con lo que quiero tratar. Y es que, sin que nos demos casi cuenta, la vida misma es una suerte de elegía; un insospechado canto, una forma de despedida. La muerte, por contrapartida, nunca deja de ser una revelación, una velada advertencia, una disimulada forma de epifanía. Postulo que hay un tono crepuscular en los adioses y despedidas; de pronto nos recuerdan la fugacidad de la vida y aquel acecho disimulado y artero, silencioso pero sutil, inexorable aunque siempre traicionero, ineludible pero siempre cruel, que suele tener la disimulada impronta de la muerte.

 

Pienso en ello al revisar la relación entre los títulos que damos y los contenidos de las cosas que creamos -un artículo, un cuadro, una escultura, una novelo-, y no puedo dejar de pensar en la embozada intención que el autor utiliza con tal recurso; en si este no lo convierte también en una forma de artilugio, que le sirve para disimular un tono determinado o la intención de un contenido; o si, tal vez, lo aplica como una especie de insinuación, cual si fuera un lenguaje cifrado, o quizá un jeroglífico o, quién sabe, si un enigma que invita a desentrañar un oculto propósito, una suerte de mensaje secreto que solo insinúa o sugiere, y que da derecho al aleatorio testigo, al improvisado observador, a ser aceptado como miembro de una reservada y excluyente cofradía…

 

El título no siempre explica el contenido, esconde más bien su real objetivo en el laberinto del enigma, en el misterio del designio. Se convierte en el silencioso recurso del autor para hablarnos con frases incompletas, para revelarnos solo parte de algún enigmático conocimiento, para arrastrarnos en la avalancha de un mundo  privado y desconocido, y convertirnos así en protagonistas de su oscuro libreto. A veces el título no revela, solo tiene un único propósito: justamente ocultar la intención. El título se convierte de este modo en sugerencia, en una manera de omitir lo que se quiere esconder, lo que no se quiere revelar. Es una especie de promesa que, como toda promesa, no tiene garantía de cumplimiento y es, a la par que promesa, abierta posibilidad para una probable desilusión. Un telón entreabierto, un engañoso eufemismo. Disimulado, cual si fuera un letal explosivo.

 

Algunos creen que se requiere de especial destreza para poner título a una obra, hablemos de una pintura o de cualquier tipo de composición. Muchos tropiezan en este intento, quizá porque buscan primero el atractivo que debe tener el título, cual si fuera un anzuelo. Yo pienso algo distinto, sostengo que el título es más bien una consecuencia. Estoy convencido de que se puede empezar con un título temporal y luego, de acuerdo a cómo se desenvuelva el tratamiento del tema, surgirá una expresión, una palabra o una frase que compendiarán lo que trató de ser la idea central. Nombrar algo, incluso poner nombre a nuestros propios hijos, no siempre viene espontáneo y natural. Al final, terminamos utilizando algo que nos suena bien y que nos gusta, sin más ni más…

 

Alguna vez conversé con unos colegas españoles, en relación a algo que ellos habían notado en el modo de presentar las noticias en nuestros periódicos capitalinos. Me hacían caer en cuenta que éstos omitían los artículos, dejando huérfanos a los sustantivos: “Suspenden parada de buses”, “Hallan tumba profanada”, “Cancelan permisos de manejo”, “Renuncia director de Autoridad Portuaria… Yo había estado convencido de que se lo hacía para ahorrar espacio o, quizá, para conseguir un mayor impacto en las noticias. “No”, me dijeron. “Quizá solo refleje un estilo; pero convierte a la información en algo lejano, con una impronta de asunto banal, relativizado y frívolo, carente de trascendencia y desposeído de importancia. Convierte a lo trágico en algo cotidiano e impersonal”.

 

Siempre me hizo meditar ese en apariencia inofensivo comentario; en si acaso no estaba impregnado de una incontrovertible verdad… “Se precipita bus en precipicio”, “Asaltan anciana para robar cartera”, “Aeronave pierde pista”… Hoy nomás, tuve que reconocer eso del involuntario “ahorro” de los artículos en la oración; me di cuenta que los más ancianos títulos de las obras conocidas como clásicas: “La Ilíada” o “La Odisea” se escribían en  castellano con artículo. No así en el inglés y tampoco en la lengua griega, la lengua original…

 

Ah, los títulos… a veces dicen tanto, y a veces no dicen nada. Procuran disimular tantas y tantas cosas, exageran con sus palabras y con sus silencios, pueden lastimar más que las propias mentiras. Embozan la realidad o la disimulan. Ora esconden, ora engañan. A veces se convierten en antifaz o careta, ayudando a esconder la real intención de quien los utiliza; y reflejan, a través de ello, la exacta dimensión de la condición humana…



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