05 octubre 2021

Tiranías y otras legumbres

 Tengo una confesión que se me hace perentorio desembuchar. Estuve por casi cincuenta años (todo un “jubileo”), confundido con respecto al sentido de lo que significaba la expresión “Magna Grecia”; la verdad es que siempre que escuché nombrar el concepto, me imaginé que se estaba utilizando un adjetivo para reconocer la relevancia de aquella nación helénica que gestó el impulso inicial y, más tarde, sentó las bases para la cultura que hoy llamamos Occidental. Por todo ese tiempo, posterior a mis clases de historia y geografía en mis horas colegiales, estuve persuadido que hablar de aquella Magna Grecia no se relacionaba con otro lugar geográfico, distinto al avecinado al Mar Egeo, sino que solo representaba una forma respetuosa de ponderar la patria de Aristóteles, utilizando el término que el diccionario ha reservado para calificar a algo como grande o superior a lo común…

Ya había yo pasado los sesenta, cuando una tarde de lectura, ¡plof!: de pronto, se me destapó el oído... Eh ahí que aquello de la Magna Grecia había consistido en un lugar enteramente diferente, uno que no estaba al sur de los Balcanes ni enfrentado al Mar Egeo, y que ni siquiera pertenecía a la actual Turquía, que por largo tiempo fue parte de esa sí grandiosa Grecia, la de los indómitos espartanos y atenienses. La Magna Grecia había existido en la realidad, era una especie de provincia remota de aquella patria helénica y consistía en la parte inferior (bien vale decir “el pié” o “el zapato”) de lo que conocemos como la Bota Itálica.

Siempre me intrigó, a pesar de la relativa cercanía entre los territorios de griegos y romanos, la relación entre esos dos pueblos mediterráneos. En lo personal, creo que viví un tiempo en la orfandad de las sombras; estuve convencido que “latino” significaba residente del sur y que, por lo mismo, también podía situar a los griegos en idéntica categoría y me contenté con intuir que, a pesar de poseer dos lenguas tan distintas, los romanos se habían dado modos para adaptar a su idioma (la lengua del Lazio) todos aquellos términos que habían sido inventados, adoptados y aplicados a los conceptos ideados en la Grecia clásica. Por ello, me imaginé que lo que había pasado era que los romanos se habían dado a la costumbre, por unos cuantos siglos, en ir a aprender de una civilización más adelantada al otro lado del Mar Jónico (el que se sitúa al sur del Adriático). Algo exactamente igual a lo que hoy hacen los estudiantes sudamericanos cuando van a completar sus estudios en los Estados Unidos…

Pero, como digo, “se me destapó el oído”… No era que los jóvenes romanos se habían ido a estudiar en las academias griegas; la verdad es que había ocurrido exactamente lo contrario: todos esos diminutos estados que se fueron formando en el sur de aquella península, habían sido colonizados por pueblos helénicos. Ahí se habían asentado jonios, dorios y aqueos; habían fundado y desarrollado ciudades–estado, como Sibaris, Regio o Crotona (en Calabria) o como Mesina, Siracusa y Catania, en la costa oriental de Sicilia, esa isla triangular que parece besar la Bota Italiana. Por muchos siglos se habló griego en un territorio que siempre lo supusimos solo romano; hoy mismo se sigue hablando un dialecto llamado “griko” en parte de aquella región. Fue a esa medialuna a la que se conoció con el equívoco nombre de Magna Grecia. De modo que, cuando hablamos de Zenón, Parménides o Pitágoras estamos lejos de imaginar que esos maestros enseñaron, si no nacieron,  en esas “italianas” tierras…

Fue ahí, en esas pequeñas ciudades-estado donde, por la naturaleza de su condición, se dieron las circunstancias para que individuos díscolos y prepotentes, abusivos y arbitrarios, narcisistas y atrabiliarios se convirtieran en perennes autócratas. No eran reyes legítimos; se habían hecho del poder por la fuerza y sin consentimiento soberano. Se ganaron el infame título de “tiranos” y, aunque muchos fueron gobernantes capaces, se creyeron irremplazables, no supieron retirarse a tiempo, se fueron persuadiendo de que su poder era vitalicio y peor aun: que debía ser hereditario. Admirados, queridos y respetados al principio de sus mandatos, terminaron despreciados por su propio pueblo y fueron proclives, casi siempre, a la sedición y aun al magnicidio.

Jean-Jaques Rosseau los diferencia entre tiranos y déspotas, dice que tirano es aquel que utiliza las leyes, dando la impresión de que gobierna según su mandato; pero que el déspota es aquel que cree que está por sobre esas mismas leyes que al principio invocó y juró respetar. Así “el tirano puede dejar de ser déspota –señala– , pero el déspota jamás dejará de actuar como un tirano”. La idea moderna es que el tirano es un soberano ilegítimo, que se hace del poder absoluto, casi siempre unipersonal, el mismo que a menudo es obtenido mediante la violencia. La tiranía constituye una condición caracterizada por el uso abusivo del poder usurpado. Es curioso, en los tiempos de la Magna Grecia la palabra tirano solo quería decir “rey soberano”, no tenía un carácter peyorativo. De hecho, algunos tiranos fueron reconocidos y apreciados por sus virtudes. Incluso, hubo tiranos que constan en la lista de los que se conocieron como “los siete sabios de Grecia”…


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario