19 octubre 2021

Un escorzo de indigencia

La veo casi todos los días, suele apostarse con sus tiernos hijos cerca de casa, en un sitio próximo al semáforo de la esquina de más arriba. Es más bien joven y no es fea; de hecho es lo que (con perdón del lenguaje “inclusivo”) antes llamaban en casa de mi abuela, con el eufemismo de “una cholita buena moza”. Está, además, bien proporcionada; pero algo hay en la postal que completa su figura, fuera de lugar y de tiempo, desubicado y anacrónico. No se entiende cómo una mujer en la plenitud de su edad y de su vida, y con su innegable atractivo, utilice a sus hijos para solicitar calderilla a los viandantes y a los conductores de los vehículos que paran allí en las horas de congestión, y responden conmovidos por lo que ella provoca, una suerte de impúdica lástima.

 

Soy de natural generoso y, si me sobran unas monedas, transijo con frecuencia ante la compasión. Bajo el vidrio del auto y concedo ese ínfimo crédito que será pagado por mi conciencia aliviada. Lo hago,  consciente de que ese tipo de benevolencia solo sirve para alimentar el número de pordioseros que pululan en nuestras calles y plazas. Muy a pesar, también, de que quienes cedemos ante el embate de la piedad no siempre sabemos discriminar entre el vago y el que ha caído ante la seducción del alcohol o la droga, o aquel menesteroso que realmente requiere ayuda para llevar un trozo de pan a su casa. Pero, reacciono con suspicacia y rechazo la manipulación cuando veo a una madre haciéndose acompañar de niños inocentes para provocar la compasión ajena. Ello me parece la forma más sórdida de la indignidad, el colmo de la impudicia. ¡Me parece sobremanera lamentable!

 

Sí, sé muy bien que muchos no estarán de acuerdo, y aun van a estar en contra de estas reflexiones, van a criticar mi falta de conmiseración ante la tragedia humana; pero el punto es que se está usando, y se trata de aprovechar, de la inocencia infantil para raspar la prodigalidad de unos pocos, cuando quien lo hace tiene todavía el vigor y las aptitudes para procurarse una actividad mejor remunerada y decente. Sin la ignominia, además, de tener que arrastrar a unos muchachos hambreados, cansados y sedientos, que sirven de anzuelo durante ese par de horas de exhibición y oscura desvergüenza. Al final, no sé qué impacta más, si la abyección o el triste cinismo. O, qué cuenta más como respuesta: si el rechazo radical ante la manipulación o la indolencia.

 

Hago fugaz contabilidad y resuelvo que no debe ser gran cosa lo que produce la mendicidad ejercida en forma cotidiana. Pienso en todas esas madres que han superado el impudor para sobrevivir a los latigazos del infortunio y la indigencia. No puedo desdeñar, sin embargo, la parte de artificioso engaño y de viciosa costumbre que la mendicidad conlleva. Es poco, realmente insignificante, el importe logrado; pero es dinero fácil, conseguido sin la satisfacción que produce la retribución por el trabajo realizado. Lo suyo termina por constituirse en mala escuela para los hijos; aprenden que puede haber más rédito en pedir que en trabajar, que en la vida hay otras maneras de vivir gracias a la generosidad ajena; o, si se quiere, a pesar del desdén, el fastidio y aun el desprecio de la gente.

 

Ahí está, joven y resuelta. La observo de reojo mientras mato el tiempo tomando un café en un negocio cercano. Medito en la suerte y el futuro de unos niños que crecen alejados de una escuela, rozando el borde mismo de influencias indeseadas, caminando ya en el umbral mismo de la delincuencia o, al menos, de la tentación. Y ella, sujeta también a la concupiscencia, a la posibilidad inminente de su propia prostitución. De hecho, lo que ella hace ya es una forma lastimosa (suya y de sus hijos), de impúdica y habituada corrupción. ¿No habrá posibilidad de un trabajo decente?, me pregunto. Algo más digno que esta forma bochornosa de actividad; algo menos doloroso que esta circunstancia mañosa, siempre proclive a la ignominia y la perversión.

 

Más tarde y mientras prosigo, el semáforo cambia, ella y sus vástagos se acercan. Bajo el vidrio de mi auto y mi cerebro quiere ensayar la emisión de un involuntario consejo –por lo demás, nunca son bien recibidos los consejos que no han sido solicitados–, pero, aunque quiero decir algo, se resiste mi garganta. “Uno no puede arreglar los problemas del mundo”, me digo para mis adentros y me reprendo a mí mismo. La miro a los ojos con ternura y compasión, tratando de disimular un gesto de reproche. Advierto que ya se acostumbró a la indisposición ajena, a los reproches indolentes de los otros, a los comentarios de desaprobación. Ha conseguido membresía en el permanente y renovado club de los indigentes. Ese es ya su ejercicio, esa es ya su profesión.


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