01 octubre 2021

De almanaques y boticas

Creo que desde chico tuve muy clara la diferencia entre farmacia y botica. Puede decirse que las primeras vendían fármacos preparados en laboratorios que no funcionaban en esos locales; las medicinas ya estaban ordenadas en vitrinas y estanterías. Pero además, y desde un buen día, las farmacias empezaron a expender artículos de tocador o de bazar; entonces, y ya definitivamente, pasaron a diferenciarse en forma clara de las boticas. En estas existía un boticario, un individuo conocido como “doctor”; este era por lo general adusto y cejijunto, algo circunspecto, vestía de mandil y corbata; y, para colmo, siempre parecía ocupado atendiendo a sus mezclas, soluciones y menjurjes, con ellas iba preparando sus pócimas en morteros y matraces, con sus tubos de ensayo, sus vasos “precipitados” y sus probetas.

Ahí, en las boticas, había unos recipientes de porcelana, con forma de jarrón, que anunciaban contenidos inexistentes (muchos estaban ahí para efectos decorativos). Palabras como opio, muérdago, absenta, nos provocaban curiosidad, a la par que temor a contaminarnos y morir, ipso facto, envenenados. Tal era el carácter enigmático e inescrutable de las substancias en apariencia proscritas que allí se expendían: eran las llamadas “drogas”; razón por la que, en forma alterna, se conocía a estos lugares también como “droguerías”. Había una botica “a la vuelta de mi casa”, vale decir que a la vuelta de la esquina de donde yo vivía; estaba ubicada en la calle Guayaquil, casi una cuadra al norte de San Blas, en la acera oriental, quizá unos cincuenta pasos al sur de su intersección con la cuesta de la Briceño, en cuya esquina –años más tarde– habría de construirse “La licuadora”, el edificio del Banco La Filantrópica.

Tenía el local un amplio vestíbulo; su propietario era un individuo de gestos ampulosos, si no afectados. El personaje vestía un traje cruzado de paño con cuya apostura trataba de disimular sus modales algo provincianos. Yo no tenía entonces edad para calificar la condición de sus maneras, pero alguna vez escuché en una conversación de mis mayores un comentario fugaz y quizá improbable: la posibilidad de que su excesiva cordialidad no fuese sino prueba de sus oscuras preferencias… Allá fuimos a veces, delatando con nerviosismo un perentorio aire de urgencia; fue en aquellas aciagas ocasiones cuando envenenaron a nuestras queridas mascotas (al Janco, la Pelusa o la Estrellita) con el más deletéreo de los raticidas, el infame Racumín, ingrediente que ocasionaba que sus víctimas se escondieran de la claridad del día, buscaran el más oscuro y lóbrego escondite y fueran a dar con sus huesos en los más recónditos rincones, siempre en busca de un poco de agua. Pero jamás conseguimos, el milagroso brebaje. Ahí, un letrero mortecino y mal iluminado anunciaba: Botica “Bristol”.

Es probable que siempre haya asociado aquel nombre con la geografía. Bristol es una pequeña ciudad británica que alguna vez visité en mis periplos itinerantes; está ubicada al sureste de Inglaterra, avecinada al canal de su nombre. La urbe se enfrenta a las ciudades galesas de Newport y Cardiff. Nunca imaginé que ese establecimiento pudiera haber tomado su nombre de otra nada relacionada circunstancia: la posibilidad de que aquel inofensivo apelativo se hubiese inspirado en un popular y nada científico documento, en un cuadernillo de color anaranjado oscuro (realmente el color del zapote), una suerte de catálogo astrológico, que incluía el santoral católico, las fases de la luna, las horas de salida y puesta del sol, e incluso la hora prevista de las mareas, la predicción anual del clima y hasta de los probables terremotos; se trataba de un escueto boletín conocido como el “Almanaque Bristol”.

El Bristol habría tomado su nombre de un químico inglés que procuraba por el bienestar de sus vecinos. El hombre se llamaba Cirineo Ch. Bristol, y  lo había ideado para promocionar un jarabe de zarzaparrilla. Hoy, el Bristol contaría con casi ciento noventa años de historia. Se lo publica en Nueva Jersey y se expende en varios países de América con el necesario ajuste de ciertas horas, pues el sol nace y se oculta a distintas horas durante el año, por causa de la estación así como de la distinta latitud.

Hoy estoy persuadido que al Bristol lo compraban (y escondían) nuestra abuelas; era un folleto que contenía consejos hogareños y, según me han comentado, hasta una breve y frívola comedia. Su núcleo estaba relacionado con la predicción de la fortuna: anunciaba la suerte con referencia a los signos del zodíaco. Quizá fue por ello que el cuadernito siempre acicateó no solo mi desconfiada suspicacia sino también el más inmarcesible de mis desprecios y, quizá y ante todo, mi convencimiento de que gente de toda condición confundía con facilidad dos conceptos nada relacionados: la astronomía con la astrología; siendo el primero, una disciplina probada y científica, y el segundo, una actividad superflua y empírica, pábulo para el engaño y la superchería, insólito artificio y adefesio. Su nombre, a no dudarlo, generaba falsas expectativas. La astrología estudia el movimiento de los astros, para dizque anticipar con ello los acontecimientos futuros y aun el impredecible talante de las personas.


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