08 octubre 2021

Mister Bojangles

Llegábamos en esos días en un modesto hotelito de Jamaica, el suburbio de Nueva York. No estaba mal, la verdad; el problema era que quedaba en la mitad de ninguna parte. Como decía mi amigo Alejandro, “exactamente donde el diablo perdió el poncho”. Buscándole el lado bueno, se podía decir que estaba cerca de JFK; pero, desde ahí, era todo un lío llegar hasta el verdadero New York, léase Manhattan. Había que caminar unas cuantas cuadras (llueva, truene o relampaguee) para tomar el bus interno que nos llevaba a la parada del Metro. Con suerte, el bus pasaba cada treinta minutos y, una vez que habíamos embarcado, recorría ese defavorecido barrio de Long Island por otros treinta, antes de que pudiéramos tomar el tren subterráneo que nos ponía en Grand Central en otros cuarenta y cinco minutos de viaje. El solo intento era todo un vía crucis, que no siempre estábamos en talante de animarnos a soportar. Casi todos -los demás tripulantes- preferían quedarse en su habitación para descansar.

 

Era viernes esa noche y nos habían anticipado que el vuelo –el Ecuatoriana 052- tendría cuatro horas de retraso saliendo desde Guayaquil. Había salido de Quito ya retrasado y en el trayecto se le había vuelto a presentar el mismo problema de mantenimiento. A eso de las ocho de la noche se nos comunicó la parte desagradable: un equipo de ingeniería había bajado a Guayaquil y tendría listo el avión para salir recién al mediodía siguiente. Doscientos pasajeros y su tripulación habían sido repartidos en diferentes hoteles del puerto. Ahora el retraso era de 24 horas. En cierto modo me alegré: no había podido cerrar los ojos un solo minuto en toda la tarde. ¡Qué ganas de estar alojados en Manhattan para salir con los demás a tomarnos un trago!

 

“Hacer del limón, limonada”, fue seguramente lo que pensé. Comuniqué al resto de la tripulación el inesperado inconveniente, tomé una breve, ducha, vestí algo ligero y bajé al lobby a buscar un refrigerio. No bien salí del ascensor cuando escuché el ritmo acompasado del piano que había en el vestíbulo del hotel. Una chica de no más de cuarenta estaba golpeando el teclado. Así es cómo escuché aquella canción por primera vez; tenía un estribillo que mencionaba el apellido de un vagabundo que había improvisado una breve danza en la celda de una prisión. Era un pordiosero conocido como “Mister Bojangles” (se pronuncia la segunda sílaba como “gin”, igual que en en Blue Jean) y era un viejo juglar de feria que saltaba y saltaba y que no sabía otra cosa que bailar y bailar.

 

La joven mujer tocaba con maestría y destreza; pero, más que hacerlo bien, era como que le salía natural, como que improvisara. Podía decirse que más que tocar las canciones de su variado repertorio, era como que el piano solo le servia para acompañarse, sabía la letra de todas sus canciones, de preferencia baladas y ritmos lentos, lo que llaman en inglés “easy listening” (música suave para escuchar). Aquella pieza me fascinó, me olvidé del refrigerio, pedí un trago y me dediqué a escucharla. Me debe haber tomado una hora, y otro par de tragos, hasta que me animé a pedirle que repitiera la canción del viejo harapiento, ese que no sabía hacer otra cosa que vagabundear por las calles, esperar con paciencia que caiga una mezquina propina y… ponerse a bailar.

 

Algo más tarde acabó la función. No era bonita, pero había en ella algo que la hacía verse como una mujer interesante. La invité a tomar un trago, aceptó y me dijo que tenía que apresurarse porque había quedado con amigos para reunirse en la ciudad. “No estoy muy segura -me dijo dubitativa-, si no te importaría venir conmigo a Manhattan y regresar más tarde por tu cuenta desde la ciudad”. ¡Qué podía perder!, era noche de viernes y ella había detectado en mí algo evidente, mi imprevista soledad o –quién sabe– si mi solitaria curiosidad...

 

Era casi medianoche, el plan significaba tomar de regreso un taxi, solo y de madrugada; lo pensé dos veces, me interpuse yo mismo todo tipo de argumentos. A la final me animé a acompañarla. Llegamos a un bar ubicado en la Tercera Avenida; parecía una discoteca, si no fuera porque tenía tres pisos y estaban abiertas sus puertas y ventanas. Todos tenían un trago en sus manos, hablaban parados y la mayoría bailaba. Parecía que todos conversaban; el volumen de la música convertía al lugar en un pandemonio, un aquelarre de brujas, donde todos gritaban y acercaban sus bocas a la oreja de su interlocutor para poder entenderse. Pronto caí en cuenta que la convergencia en aquel sitio era solo parte de un circuito anticipado. Ya no pude pedir que tocaran de nuevo aquel Mr. Bojangles. En ese lugar y a esas postergadas horas, solo hubiese sonado necio, anacrónico e imperdonable.


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