28 septiembre 2021

Olimpíadas y bienales

 Ellos, mis hijos y los sobrinos de mi mujer, llaman así a esos ocasionales encuentros: les han bautizado de “olimpíadas”, quizá por el propósito lúdico que tienen y, claro, también porque se han dado en efectuarlos cada cuatro años, al igual que las tradicionales Olimpíadas griegas (iniciadas en el siglo VIII a.C.), hoy renovadas luego de la iniciativa del noble francés Barón Pierre de Coubertin. Empeño que se habría concretado hacia el final del siglo XIX (1896), justamente para retomar el ideal griego. Los juegos se habían suspendido, en el año 393 d.C., cuando –en el ánimo de acabar con los cultos paganos– el emperador Teodosio prohibió su realización por considerar que el culto a Zeus era contrario a las enseñanzas del cristianismo.

Pero… creo que empecé mal; no debí haber dicho: “mis hijos y los sobrinos de mi mujer”, sino “los sobrinos de mi mujer y mis hijos”, si debo ser fiel a aquella cordial etiqueta que me inculcaron en mis tiempos de escuela (“Manual de Carreño”, le llamaban), la misma que nos enseñó que lo correcto era anteponer los pronombres ajenos, o los nombres de quienes eran nuestro prójimo, al pronombre que nos representa. Tú y yo; ellos y nosotros; nunca al revés. O que, de idéntica manera, no deberíamos anteponer lo que es nuestro a lo que pertenece a los otros. Esa etiqueta representa nuestro respeto a los valores sociales y nuestra consideración a los demás; en ella se sustentan las reglas de trato entre las instituciones y, por supuesto, la diplomacia.

Así que ellos, mis sobrinos y mis hijos, decidieron un buen día conocerse mejor y reconocerse, saber algo más de sus identidades y diferencias, de su pasado compartido (el de sus padres y abuelos) y congregarse en lo que había sido la acogedora propiedad de sus ancestros. Así optaron, en tiempos de su ya superada adolescencia, por reunirse cada cuatro años, parafraseando el nombre y emulando la tradición helénica. Quizá fue más una parodia que una emulación, más un remedo que una verdadera competencia. No sé tampoco si han persistido en su impenitente empeño, en la perseverancia de su inquieta novelería, pero creo que aquel inicial espíritu sigue allí, con similar pasión a la que los impulsó a reunirse al principio, ejercitando la mutua confianza, aquella que acicatea los lazos comunes de la sangre; impulsados por la curiosidad y por el deseo de compartir las experiencias; burlándose a veces en forma sana de los demás y tolerando que los otros se burlen de sus manías y deficiencias…

Hubo un tiempo en el que, gracias a que se divertían tanto y la pasaban tan agradable,  quisieron ensayar otras sedes y otros destinos, ya no solo la Loja “per semper fidelis” de sus respectivos padres (o madres, para el caso) y hablaron de lugares y tipos de acomodación distintos (¿no deberíamos llamarle, más bien, “aloja-miento”?). Hablaron de reuniones en la playa, en la selva o la montaña y aun en recónditos parajes ubicados en algún ignoto rincón de un país extranjero. No escaparon tampoco a la tentación: la pasaban tan, pero tan bien, que a alguien se le ocurrió la trasnochada idea de hacerlo más bien cada dos años, ignorantes tal vez del hecho de que olimpíada es, en la práctica, una medida de tiempo, que la palabra expresa un sentido y su justificada explicación: olimpíada es un evento “que se realiza cada cuatro años”.

No escapa a mi conocimiento que algo similar sucedió alguna vez en una importante ciudad del Ecuador: ocurrió que fue tan eficiente la organización, no se diga la ejecución exitosa de su “bienal”, un festival de arte y artesanía, que se les ocurrió celebrarlo de una vez (¿por qué no?) cada doce meses, desvirtuando así el sentido de lo que significaba la palabra que lo había identificado. “Bienal” efectivamente, tiene un significado similar a anual, quinquenal, jubilar o secular; quiere decir que se trata de un acontecimiento que se celebra “cada dos años”. Por eso, se me hace inevitable recordar estos lapsus, o poco felices confusiones semánticas, cuando –en el colmo de la codicia y la avaricia– la FIFA, Federación Mundial de Futbol no Aficionado, anda especulando en estos días con la absurda idea de efectuar el evento por antonomasia, el Campeonato Mundial de Futbol, cada dos años…

Espectacular y auspicioso como parece, solo representaría el golpe de gracia para la afición que estimula al “rey de los deportes”. Piénsese si no en que opinaría usted, amable lector, si escucha de pronto, que nuestra Federación Nacional hubiese decidido organizar su campeonato dos veces por año, abusando así no solo del tedio que provocaría en los espectadores, sino descuidando la salud física de los mejores jugadores que ya tienen bastante con jugar casi sesenta partidos por año, lo que significa casi diez partidos por mes, en la temporada competitiva de ese deporte… No extraña, por lo mismo, que Leonel Messi, el mimado y consentido “astro” argentino (realmente, un muy hábil como portentoso delantero que juega en Europa) haya superado el record impuesto por el más grande futbolista que vieron mis ojos, el prodigioso “Rey Pelé”. 

No habría sido tan difícil, diría yo; si, claro, ¡ha llegado a jugar quizá el doble de partidos!


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