27 mayo 2020

Memorias de otoño

No sé si ya lo he comentado, estoy persuadido de que hay algo de sensual en las mujeres embarazadas. Debe ser esa mezcla de disimulado pudor y traviesa actitud, o tal vez ese misterioso contraste entre su vulnerabilidad y aquella extraña altivez que exuda su presencia; es como si la orgullosa seguridad que ellas exhiben, que nunca parece estar exenta de cierta ingenua aunque provocadora coquetería, la habrían sabido convertir en un atávico desafío. Algo en su femenina apostura parece proclamar que aquella pronunciada expansión, que da identidad a sus vientres, es obra de su sola voluntad, consecuencia de su particular iniciativa.

Siempre me pareció que aquello de “concebir” no solo quería decir cuidar, hacer crecer o alimentar; sino lo que la otra acepción de la palabra significa: interpretar e intuir; proyectar, diseñar e imaginar. Sí, así es como ellas conjugan tan primigenio e indispensable verbo; no solo como fecundar, sino como percibir, inventar, dar forma; pergeñar un proyecto, materializar una idea, alimentar y cuidar con ternura una postergada ilusión.

Y así recuerdo de golpe a mi propia madre. Reedito el recuerdo más temprano que conservo de ella en mi lejana niñez. La recuerdo recostada en ese su transitorio lecho de dolor, imposibilitada de atender sus tareas y obligaciones, por culpa de un tortuoso embarazo y de un aborto no presentido pero inminente, embozado detrás de una probable enfermedad que se agravaba por la precariedad de adecuados cuidados y por el carácter incipiente de los servicios médicos de aquellos tiempos. Nadie hubiera podido presentir, y menos aún anticipar, que aquel ya desmejorado semblante sería el ominoso recado de lo que sobrevendría pocos días más tarde...

Comparo esas tristes e inevitables memorias con las que pudieron tener en esos mismos dolorosos momentos, mis otros dos hermanos menores, durante esas horas inundadas de lágrimas, llanto contenido y angustiosa confusión. Hoy que reviso, sin ánimo de revivir los días del pasado, esos infantiles recuerdos, renuevo aquel extraño y nunca deseado sentimiento, replico otra vez esa rara sensación de explicaciones improvisadas e incompletas. Imagino los pretextos y los eufemismos. Puedo volver a sentir las medias verdades. Consigno que la muerte es a veces sinónimo de disimuladas presencias, espejo deformado de mal escondidos sentimientos; una innecesaria e inoportuna exhibición de trivial afectación, fingimiento y descarnada hipocresía.

Intento espolear el anca de ese reticente corcel que es a veces la memoria, trato de transportarme en el tiempo, pero no ubico  a mis ausentes hermanos en la aturdida escena que recoge la fugaz impresión de mis recuerdos... Quizá han sido rescatados del barullo, gracias a la samaritana actitud de unos vecinos solidarios. Pero no están, no los consigo ubicar; el uno tiene tan solo cuatro años y la menor aún no ha llegado a los dos. Puedo sentir un pesado velo hecho de apariencias y cenagosos silencios. Los busco y no están. Indago si ese inasible velo, está construido con el mismo material del que está hecho el crespón que han venido a instalar y me pregunto si también está hecho de algún oscuro terciopelo, ese invisible cortinaje que prefigura nuestra inédita orfandad.

Es un frío martes de noviembre. Papá desahoga su desconsuelo en un recluido rincón de ese largo corredor abierto al ruido y al viento que había en la casa de la abuela. Sus gemidos reflejan la trágica conciencia de su segunda viudez, tiene ya ocho hijos a sus treinta y cinco años. Adelante de la casa, algo se convierte en un rumor irregular, son los callados sollozos de la familia de mi madre; comentan que la desgracia es la secuela de un desventurado descuido. Pocos días atrás, mi madre se habría acercado demasiado al horno de pan, sin la debida prudencia. Mi hermano Adrián, mayor a mi con cinco años, no se aparta de mi lado, trata de esconder su impotencia, será el tierno gesto de protección que por siempre marcará su vida. Es su segunda orfandad, yo aún no he aprendido que la muerte es artera, que corre en una sola vía y que suele ser irreversible...

Abajo, en la puerta de calle, han colocado un cortinaje luctuoso de terciopelo gris. Aún no debo haber reconocido que, aquel fúnebre símbolo, será como un marco que, con sus caprichosos designios, definirá el curso de mi destino, afectará la formación de mi personalidad y, travieso, ejercerá el capricho de su influjo para el resto de mis días. Hay algo de artificial y solemne en todo aquello, no logro definir qué hace tanta gente desconocida en algo que merecía la intimidad de lo familiar, y que me parece ajeno a este reservado sentimiento.

Mi madre descansa en un clausurado féretro. Se ha improvisado una habitación, a guisa de sala de velación, para honrar sus restos. Los inquietos visitantes entran y salen del lugar, como dejando constancia de su presencia en estos tristes trasiegos. Yo no atino a dónde ir, intuyo que preciso de un poco de silencio y soledad que me permitan aprehender toda la brutal realidad del fatal momento. Aún no alcanzo a adivinar que esa misma casa va a pasar a convertirse en mi nuevo hogar, que ese mismo hombre que no disimula su congoja en aquel trasero rincón, llora también porque sabe que la calma de su hogar ha venido a llevarse el viento...

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