16 marzo 2021

El cuento de procrastinar...

Creo que aquél fue un típico acto de procrastinación (a veces me pregunto si aquello de procrastinar es realmente un acto, es decir una acción o es solo una omisión). Ese sábado dejé para otro día mi deseo de saber qué era de él, mi intención de irlo a visitar. Lo que sucede es que a veces, cuando paso por ahí, no me puedo detener; esos paseos tienen un fijo y predeterminado propósito y en la totalidad de esas ocasiones me encuentro perrunamente acompañado. Y ese día no fue la excepción, de modo que tuve que dejar mi prevista visita “para otra vez”…

Conocí personalmente a Hernán Rodríguez Castelo en mi temprana participación del que fuera mi primer concurso intercolegial de oratoria (estrictamente, el único en que hubiera participado). Hernán era por entonces un ya reconocido crítico literario, mantenía una columna en la sección cultural del periódico El Comercio; columna en la que escribía su crónica respecto a las actividades relacionadas con las distintas (aunque exiguas) actividades de este tipo que ocurrían en la capital. Guardo por ahí, un recorte de prensa en el que, sin haberme antes conocido, hizo un breve pero generoso comentario de mi humilde intervención (“el orador más vivo de la sesión fue Alberto Vizcaíno de La Salle, su fogosidad y brío triunfaron…”).

Lejos habría estado de sospechar que ese mismo personaje, de modos clericales -que con solo caminar denunciaba que, si no había cursado el seminario, por lo menos había estudiado alguna vez con los jesuitas- se habría dado modos un día para conseguir mi número y llamarme por teléfono, solo para anunciarme que quería pedirme un pequeño favor y que quería venirme a visitar. Yo era ya, a la sazón, un bisoño comandante de la única aerolínea internacional que había en el país y efectuaba esporádicos vuelos hacia los dos destinos que Ecuatoriana realizaba hacia el sur del Continente: Santiago de Chile y Buenos Aires, esa misma ciudad a la que Pedro de Mendoza habría bautizado como “Real de Nuestra Señora de Santa María del Buen Ayre”, en honor a la Virgen de Bonaire, conocida también como de la Candelaria.

Esa tarde conversamos con Hernán de lo humano y lo divino (nunca mejor dicho). Hablamos del episodio mencionado, obviamente no recordaba que ya pasada una década, seguía siendo yo “el mismo muchacho”; conversamos de nuestro mutuo interés por la lectura y, claro, de sus escarceos con respecto a su pasión: los cuentos infantiles. ¿Qué era lo que quería pedirme?, pues algo del todo inofensivo: quería que le ayudase a adquirir una serie de cuentos, cuyos títulos los habría seleccionado en un largo y extenso catálogo. Se trataba, en forma preferente, de eso, de cuentos infantiles, que yo debía comprar u ordenar en Buenos Aires. “Pero existe un pequeño problema”, me confesó. “Se trata de ediciones antiguas y son ejemplares agotados. No se los puede conseguir en las librerías; hace falta que alguien se dé el trabajo de acudir a una de las ‘librerías de viejo’ y trate de conseguir unos pocos de estos cuentos. No importa que sean ejemplares usados”.

Según recuerdo, solo efectuábamos dos vuelos semanales hacia esas dos ciudades. Tal vez martes y viernes, regresando miércoles y sábados. Viajábamos, por lo mismo, dos tripulaciones: una operaba los dos tramos de ida y vuelta de la parte de la ruta a Santiago; mientras que una segunda tripulación volaba en condición de personal supernumerario (como pasajeros) hasta este destino, y tomada el mando en esta estación para efectuar “las piernas” restantes, hacia y desde Buenos Aires. Solo que había un pequeño problema -cara a mi propuesta aventura “samaritana”-, y es que normalmente llegábamos al aeropuerto de Ezeiza demasiado tarde. Esto, para el propósito, se complicaba, pues la pernocta era sumamente corta y también debíamos madrugar para efectuar el tramo de retorno y cumplir con el itinerario de regreso hasta Pudahuel.

Pero Hernán era “un hombre de Dios” y la desafortunada circunstancia de que yo no pudiera hacer la indagación de su encargo, realmente no importaba. Como pasa en estos casos, apareció de la nada un muy servicial “ángel de la guarda”; tenía nombre y apellido, era el jefe de estación y se llamaba Claudio Macri. Él mismo se fue encargando (ya en gerundio) de aquella y otras ocasionales adquisiciones. Más de una vez tuve que ocupar parte de mis maletas con los cuentos que había encargado mi amigo, gracias a la ayuda de Claudio. Nunca vi tan dichoso a Hernán, como cuando iba a retirar de mi casa su invalorable “tesoro”. Nunca, tampoco, me sentí más feliz como cuando entregaba sus cuentos a este hombre con apostura de adulto y corazón de párvulo.

La misma semana, luego de aquel sábado que me propuse ir a visitarlo, me topé con una breve nota en el obituario. Hernán Rodríguez Castelo había fallecido, era aquel mismo amigo que disfrutaba como un niño la ocasional encomienda que le traía a mi retorno de Buenos Aires, era el mismo autor de “El Grillito del Trigal”, un hermoso cuento que les obsequió a mis tiernos hijos; era un hombre que sabía que “no se puede vivir del cuento” y, también, que cuando algo se deja para mañana, a menudo puede ser para cuando ya sea demasiado tarde...


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