24 junio 2022

El hombre de la linterna

He vuelto sobre La Odisea en estos días; la mía es una vieja versión de bolsillo editada por Bruguera, debo haberla leído por primera vez hace tal vez unos cuarenta años, lo denuncia aquel ocre de sus páginas que, cual áurea impronta, ha ido marcando el paso del tiempo. Esta vez, mi lectura es lenta y pausada, es a fin de cuentas la historia de un largo viaje o, aun mejor, la historia de un viaje no muy largo que tomó demasiado tiempo (bien pensado, la vida misma es también un largo viaje). Todavía subsiste un debate de si la obra fue ideada y escrita por Homero o si el autor griego la estructuró sobre la base de lo que otros habían ya compuesto. La Odisea no es una novela: al igual que La Ilíada, es un poema épico, pero nunca intenté leerla en verso.  

 

La versión más aceptada es la de que estos poemas eran memorizados desde la escuela y fueron pasando oralmente de generación en generación. Homero que, según se cuenta, había sido un hombre ciego, habría tenido la genialidad de poner los versos en orden y darles una secuencia definitiva unos ocho siglos antes de nuestra era. Habría sido un rey, realmente un tirano de Atenas, conocido como uno de los Diez Sabios de Grecia y que obedecía al inusual nombre de Pisístrates (o Pisístrato) quien habría dispuesto, hacia el 550 a.C., que se pasaran, esta y otras obras, a la escritura, aprovechando un formidable invento fenicio, su revolucionario alfabeto.

 

Este curioso nombre, el de Pisístrates, aunque añadido de un “de Sínope”, lo había encontrado alguna vez con anterioridad; era el nombre de pluma que había escogido uno de los lectores de este mismo blog, quien en cierta ocasión me distinguió con uno de sus comentarios. En aquella oportunidad quise sospechar que se habría tratado del nombre copiado de un antiguo filósofo, solo para luego comprobar que el único conspicuo personaje de aquella etapa de la historia había sido Diógenes de Sinope (no confundirlo con el historiador, Diógenes Laercio), quien en efecto había nacido en ese lugar, una pintoresca y pequeña península ubicada al norte del Asia Menor (lo que antiguamente llamaban Ponto), sobre la costa sur del mar Negro.

 

Diógenes fue un sabio errabundo, era mejor conocido como “el Cínico”, en atención a su desapego por los bienes materiales y a su irreverencia por las tradiciones. Cínico en filosofía no significa falso, desvergonzado o insolente; en la práctica, quiere decir perruno. Llamaron así a los cultores de una escuela porque era el nombre de un gimnasio de Atenas donde se reunían (Kynykos o Cinosargo querría decir perro ágil o blanco) o porque la gente relacionaba su actitud con la de los perros –kyon– y los llamaba "cínicos". Él mismo se hacía llamar “Diógenes, el perro” y era famoso por deambular en compañía de unos exiguos bártulos que completaban la sumatoria de sus pertenencias: un cayado o bastón para ayudarse a caminar, una túnica para abrigarse y una rústica faldriquera donde alojaba su escudilla y un cuenco, usados para servirse los alimentos y el agua que le regalaban.

 

Cuentan que un día tuvo que revisar la real necesidad de su bagaje: se topó con un muchacho que embutía en un trozo de pan unas lentejas y que, luego de comer, se servía del cuenco de sus manos para beber agua. Desde entonces, Diógenes prescindió de su saquillo. Es famosa también su disputa con Platón, a quien había escuchado que el hombre era solo un “bípedo implume” (sin plumas). Al día siguiente se acercó donde Platón enseñaba y le lanzó un gallo desplumado; “aquí tienes tu hombre”, ironizó. Ante lo ocurrido, Platón tuvo que darle la razón y optó por revisar su definición; la versión mejorada pasó a ser “bípedo implume de uñas anchas”…

 

En otra ocasión se le había acercado el futuro Alejandro Magno, hijo de Filipo de Macedonia y también discípulo de Aristóteles. “Soy Alejandro”, le había saludado. “Y yo, Diógenes, el perro”, este habría respondido. “¿Por qué te desprecias a ti mismo?”, habría preguntado Alejandro.  “Porque adulo a los que me alimentan, ladro a los que no y muerdo a los que me ahuyentan”, habría respondido. “Pídeme lo que desees”, habría concedido Alejandro; “Solo retírate que me estás haciendo sombra”, habría contestado el filósofo. Sorprendido Alejandro por esas respuestas, finalmente le habría averiguado: “¿Qué. No me temes?”, a lo que el de Sinope le habría preguntado a su vez: “¿Eres un hombre bueno o un hombre malo?”. Al contestar el futuro conquistador que se consideraba un hombre bueno, Diógenes le habría replicado finalmente: “entonces, ¿por qué tendría que temerte?”…

 

Este es el mismo sabio que cuando yo era niño aprendí que iba de día por las calles de Atenas armado de una linterna (realmente un candil). Entonces, explicando el contrasentido, el filósofo expresaba: “Es que, busco un hombre, tan solo un hombre”… Dicen que Diógenes vivía en una austera tinaja y que jamás dejó nada escrito.


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