14 junio 2022

De celibatos y esos asuntos

El artículo que he transcrito en la entrada anterior, me lleva a varias reflexiones respecto a las circunstancias que enfrenta la Iglesia católica. Asuntos como el celibato, la participación de la mujer en el tratamiento de algunos temas postergados y la intervención inclusiva de la jerarquía de la Iglesia en asuntos sociales, son parte de una agenda que debe ser atendida sin retraso. Tan importante como todo eso sería el replanteamiento de una serie de criterios absurdos y obsoletos que solo pudieran comprenderse como posturas coyunturales, lamentablemente estos siguen aferrados a la tradición cual si fuesen parte de la doctrina o cual si fuesen dogmas de fe.

 

Jesús nunca menospreció a las mujeres, aunque bien sé que nunca las incluyó entre los apóstoles que le acompañaron; obviamente, aquello debe haber ocurrido como un factor de costumbre social: en esos tiempos no hubiese sido bien visto que unas pocas mujeres, a cuento de tratar de colaborar con el apostolado, dejaran sus hogares y se pusieran a deambular por todos los rincones de Judea. Eso más, ¡en compañía de hombres!... Esto, para no mencionar la continua presencia de María Magdalena, en los desplazamientos del Salvador, compañía que ha entrado a veces en el plano de la suspicacia, la controversia, y aun de la irreverencia; sin olvidar que incluso sería autora de un evangelio apócrifo, es decir no ajustado a los cánones establecidos por la Iglesia.

 

Nada existe tampoco, ni en los sermones ni en las tertulias de Jesús, que denuncie su desdén por el matrimonio o por las mujeres. Su propia condición de soltería nunca fue puesta de ejemplo como arquetipo de abstinencia o castidad, sino como una muestra de desapego a los asuntos terrenales o como simple factor práctico dado su quehacer trashumante. Jesús siempre tuvo palabras y gestos de respeto para las mujeres, incluso para las que sufrieron la malicia de los fariseos que sugerían que debían merecer la reprobación y el castigo, como aquella que fue acusada de adulterio. “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”, les espetó, sin que esto quisiera decir que “quien no haya incurrido en adulterio” sí podría criticarla, sino simplemente que quien se sienta libre de culpa pudiera hacerlo. La suya fue una admonición implícita: la de no juzgar al prójimo.

 

Luego de la muerte y resurrección de Jesús, durante los primeros años, no hubo evangelios u otros textos. Los apóstoles y los primeros conversos, se dedicaron a la errabunda tarea de predicar el mensaje del Mesías; ellos eran gente humilde, no eran sabios ni tenían experiencia como predicadores. Sería Pablo, “el apóstol de los gentiles” quien, gracias a su preparación y condición intelectual, el que ayudaría a sentar las bases para estructurar lo que más tarde se daría por llamar “cristianismo”. Sus cartas o epístolas van poniendo los primeros cimientos doctrinarios de la nueva religión y son el puntal para su estructura orgánica. Pablo habla de asuntos relacionados con la castidad de los predicadores o de las mujeres que han enviudado; cree que es preferible casarse a “tener que arder de deseo”. Lo suyo son exhortaciones. El celibato solo empezaría a practicarse a partir del siglo II.

 

Trescientos años después, sería Agustín de Hipona quien asociaría la lujuria con el origen los demás pecados. Agustín inauguraría los prejuicios y esa rara inquina que pasaría a caracterizar a la Iglesia con relación al sexo. Para entonces el matrimonio no era requisito para tener relaciones sexuales y la obligación de estar casado para poder tenerlas vendría siglos más tarde. No hubo matrimonio religioso en el primer milenio; la exigencia del mismo por parte de la Iglesia solo ocurrió en 1184, cuando se lo convirtió en sacramento. Pocos años antes, durante los dos concilios de Letrán (1123 y 1139), se había prohibido el matrimonio y el concubinato de los clérigos y se anularon los matrimonios de los religiosos que ya estaban en vigor. Cuatro siglos más tarde, Martín Lutero rechazaría el carácter pecaminoso que se había querido dar al sexo y defendería el matrimonio de monjes y clérigos.

 

Los temas relativos al sexo nunca fueron parte de las enseñanzas impartidas por Jesús. Estos fueron impuestos posteriormente por la autoridad eclesiástica. El celibato no solo iría en contra las necesidades naturales del ser humano, sino que habría interferido con las vocaciones religiosas; además, ha venido a influenciar en muchos abusos que están haciendo daño a la confiabilidad y prestigio de la propia Iglesia. Religiosos y seglares, estén o no casados, sin excluir a las mujeres, deben estar en condición de participar en el análisis y toma de decisiones en los asuntos que hoy afectan a la Iglesia como entidad. El celibato debería ser abolido por antinatural y su ejercicio debería estar limitado a quienes deseen mantener esa forma de promesa de manera voluntaria.


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