23 febrero 2024

Cuando el tiempo se detiene

Me devano los sesos preguntándome por qué usamos esa frase, la de “devanarse los sesos”, si devanar significa enrollar. Sospecho que si queremos darle un mejor sentido a la expresión, sería preferible emplear un verbo que equivalga a desenrollar… El punto es que a veces siento que me los devano (o lo que fuere) tratando de recordar cómo fue que conocí a alguien por primera vez. Esto no sucede con Leo, el esposo de una de mis primas, cuando lo reviso transcurridos más de 50 años… De paso, Leo es hipocorístico para un mogollón de nombres, como Leonidas, Leonel, Leopoldo, Leocadio, Leovigildo, Leoncio y, claro, hasta Leonardo…

En su caso, que lo recuerde marca más bien la diferencia. Y, para ello, haría falta ir al contexto, al cómo y al cuándo, al dónde y al porqué. Así que se me hace preciso confesar que cuando tuve quince años –unos dos antes de conocerlo–, me escapé un día del colegio y falté a clases de la tarde. Fui a ver una película de Alfred Hitchcock que se llamaba Psicosis; estaba hecha en blanco y negro, era protagonizada por Anthony Perkins, y la habían prohibido para menores de 18 años. Había transigido a la tentación y a las insistencias de un compañero de “pupitre”.

 

Ahí vi imágenes que recordaría después con persistencia: como esa esperpéntica mansión ubicada sobre un promontorio junto a un motel de carretera; o la de aquel joven perturbado llamado Norman Bates que era el propietario del motel y cometía un brutal asesinato en el cuarto de baño donde se duchaba una guapa pasajera; o aquella otra, donde un psicópata disfrazado de inofensiva abuela, se bamboleaba en la mecedora de esa siniestra residencia. ¡Cómo olvidar la escena en que Bates, armado de un cuchillo de cocina, y con musical fondo de suspenso, asesinaba a esa desnuda mujer que trataba de protegerse atrás de una cortina!

 

O esa casa se inspiró en la de mis tíos (los padres de mi prima) o la cinta me produjo tal impresión que recordaba aquel lúgubre lugar cada vez que iba a visitarles… Algo había en esa morada que me rememoraba esa mansión aterradora. Para colmo, había en el jardín de entrada un rabioso mastín que obligaba a sus víctimas a esquivarle, saltando a través de unos espinosos arriates… Una vez en el hall, y antes de tomar la grada, a su derecha había una puerta vidriada guarnecida por unos lánguidos visillos, parecía custodiar un aposento clausurado.

 

Era el sancta sanctorum de la casa; verdadera “sala de reliquias”. A ese recinto solo se tenía acceso en tres ocasiones puntuales: cuando íbamos de visita a escuchar tangos o cuentos infantiles; cuando se exhibía, por fin de año, un descomunal y anacrónico pesebre navideño (tenía dinosaurios y tanques de combate); o, cuando se nos invitaba a presenciar la exhibición de “los-juguetes-que-se-guardaban”… Se trataba de un avión a batería que autónomo giraba en espacio reducido; y de un trencito que recorría una pista instalada en el piso de la sala.

 

El primero encendía las luces, replicaba el ruido de los reactores y, cuando se detenía, abría una escotilla, dejaba bajar una escalerilla y desplazaba una preciosa azafata que saludaba agitando la mano… El otro era algo más complejo: requería de más espacio para desplazarse, era un convoy eléctrico que circulaba sobre una riel que había que armar sobre el entablado. Con el tiempo, ese trencito mecánico me habría de ayudar a comprender la letra de una canción de Serrat, conocida como La mujer que yo quiero. La marca del artilugio se había ido confundiendo (como ocurre con Gillette) con el nombre de aquel juguete... “Tiene muchos defectos, dice mi madre/ Y demasiados huesos, dice mi padre/ Son todos suyos mis compañeros de antes/ Mi perro, mi “Scalextric” y mis amantes. Pobre Juanito (?)…

 

Fue en esa misma sala, que un día conocí a Leonardo. Yo era entonces un chico retraído y algo solitario. Vecinos y primos como éramos con Patricia, ella se fue convirtiendo en guardián de mis confidencias e inseguridades; así fue creciendo una intimidad acicateada por la complicidad y la confidencia; ella sabía de mis arrebatos y devaneos…

Pero también hubo música de fondo; la entonaba Salvatore Adamo. Así lo proclamaba la cubierta de su LP: Cuando el tiempo se detiene. Su dulzona letra rezaba así: Es niebla y sombra el porvenir, solo hay recuerdo en la añoranza/ La vida vuelve a sonreír, pues recordar es revivir/ Que el tiempo y el destino detengan su camino/ Y aquel cariño al evocar, podrá un instante eternizar”… Gran amigo y empresario, un día Leo descubrió que si se quiere hacer jugo de naranja hay que tener las naranjas; y que si se las tiene, resulta imposible hacer jugos con sabor a otras frutas...


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