27 agosto 2021

Renunciar, verbo intransitivo

Estoy convencido de que “renunciar” no tiene en nuestro idioma la implicación negativa que tiene en el inglés. Hay algo de ominoso, de vergonzante en ese idioma, que estigmatiza a quien ejercita su acción. Quien renuncia no es alguien que encontró una mejor opción y se retira para experimentar una más conveniente situación, es alguien que se deja ganar, que se da por vencido, que cede ante las circunstancias, a la voluntad o al capricho ajeno; es alguien que baja los brazos y se deja avasallar. Si no, vaya usted al traductor de Google y confirmará mi aserto: “to quit” se traduce como renunciar, mientras que “quitter” quiere decir cobarde...

 

Renunciar no siempre es malo. Y no solo que no lo es, sino que puede ser la mejor alternativa. A veces renunciamos por descontento, por solidaridad, porque no estamos de acuerdo con una determinada acción, actitud o medida; lo hacemos por dignidad o simplemente porque comprendemos que si no lo resolvemos de esa manera, si no renunciamos, tarde o temprano seremos víctimas de lo que, por no mover el bote, por no hacer sentir mal a nadie o para que no nos crean que somos disociadores, o por temor al “qué dirán”, decidimos callar. Entonces nos convertimos no solo en cómplices o culpables, sino en verdugos de nuestro propio destino. Nos exponemos así, y sin siquiera darnos cuenta, a vivir por siempre arrepentidos.

 

Renunciar no siempre es de timoratos o pusilánimes. Al contrario, requiere muchas veces de una dosis enorme de determinación y valentía, implica tener que enfrentarse a lo que puedan pensar los demás. Se trata de hacerse valorar, de saberse priorizar uno mismo. Por otro lado, significa apostar a algo muy importante: la armonía con lo que uno más valora, saber poner por delante la propia tranquilidad. Conseguir la paz interior requiere a menudo no solo de coraje y valentía, sino también de actuar con el más auténtico sentido de integridad. Saber rechazar algo que nos perjudica o incomoda, no necesariamente consiste en pecar de inconformista, significa no renunciar a unos ideales y creencias, valores que estamos obligados a hacer respetar.

 

Alguna vez, en mis tiempos de copiloto, se tomó una decisión que me afectaba; de ella dependía mi inmediato ascenso. Es más, iba a afectar también a mis demás compañeros de promoción. Si no expresaba mi desacuerdo y renunciaba, nada me garantizaba que lo decidido no crearía un precedente negativo y pusiera en riesgo la razón misma por la que había buscado empleo en esa misma organización. Hice un acto de conciencia, vi los pros y contras, procuré analizar con tranquilidad las alternativas y renuncié. Bien sabía que mi decisión iba a interpretarse como un gesto de resentimiento e intemperancia, como una reacción de soberbia, como un acto de inmadurez y vanidad. Era para mí un asunto de principios, era sobre todo un asunto de dignidad.

 

En una ocasión más reciente, había otra decisión operacional que debía tomarse; esta vez el asunto tenía que ver directamente con la capacitación adecuada de los tripulantes y, por lo mismo, con la seguridad aérea. Se quería, con una disposición administrativa, eliminar de un plumazo el segundo simulador al año de los pilotos a mi cargo. Jamás se quisieron tomar en cuenta los argumentos técnicos que traté de exponer. Bien visto, hacer ese entrenamiento una sola vez al año, solo significaba un ahorro que no llegaba a un veinte por ciento; en este sentido, no solo se trataba de un desperdicio sino también de un absurdo despropósito.

 

Finalmente la decisión administrativa se impuso; pude pasarla por alto, pero sentí que mi obligación era renunciar. Pasaron los meses y, para despecho de quien provocó la situación, me pidieron volver… Alguien tomó conciencia de que no se estaban priorizando los criterios técnicos y reconoció el imponderable factor de la seguridad aérea. Ese alguien cayó en cuenta que un mejor entrenamiento solo redundaba en un mejor desempeño de los pilotos y en una mayor eficiencia operacional. He notado que quienes se oponen a implementar ciertas medidas, nunca están dispuestos a asumir la responsabilidad de las consecuencias que provocan.

 

Podrán tomarnos por recalcitrantes o testarudos, pero no queda más: hay que tener los redaños o agallas para saber renunciar. A fin de cuentas, siempre hay un riesgo en aquello de no quedarse. No deja de ser curioso: eso de “tener agallas” es una locución que quiere decir “tener los arrestos, la valentía o la audacia”. No sé de dónde salió. Siempre me pregunté qué tenían que ver el coraje o la valentía con los branquias de los peces (o de los moluscos, los cangrejos y los gusanos)… No sé qué sería preferible, si renunciar a los caprichos del idioma o a las curiosidades de la zoología… Sí, manda huevos, no es fácil ser un “quitter”, un obcecado renunciante.


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario