04 enero 2022

Toponimia de Río de Janeiro

Jano (Janus en latín) era uno de los dioses tutelares de los romanos, no tenía equivalencia con los dioses del panteón griego. Era considerado el dios de los inicios o comienzos y, también, el de las conclusiones o finalizaciones. Se lo asociaba, además, con puertas y puertos, portones y pasadizos: los sitios que se utilizaban para entrar y para salir. Como era el dios de los comienzos, se le dedicaba el primer día y el primer mes del año, januarius (aunque al principio el primer mes era marzo) , el primer día de los meses (las calendas romanas) y las primeras horas (matinas) del día o el amanecer. Como todo comienzo entrañaba incertidumbre, se lo representaba con dos caras, no con el sentido negativo que tiene la hipocresía, sino con la facultad de mirar a la vez hacia el pasado y el futuro, hacia lo ocurrido y hacia el porvenir.

 

Con Rómulo, en los primeros años de la fundación de Roma, el año civil solo habría tenido diez meses con un total de 304 días; pero había otros sesenta días (los del invierno) que no formaban parte del calendario administrativo y general. Más tarde, sería Numa Pompilio (unos seis y medio siglos a.C.) quien habría instituido dos meses adicionales: enero y febrero; sin embargo, solo sería quinientos años más tarde, con el propósito de reajustar la fecha de las elecciones de algunos magistrados, que marzo (hasta entonces el primer mes del año) pasaría a ser considerado como tercer mes. Así, enero (januarius o january en inglés) pasaría a ser el primer mes del año, con lo que no solo se ponían las cosas en orden sino que el mes dedicado a Jano pasaba a ser lo que había tenido que siempre ser: el consagrado a iniciar el año.

 

Es curioso cómo lo hasta aquí descrito tuvo que ver con el bautizo de una de las ciudades más emblemáticas que existen en el mundo, no solo por sus implicaciones históricas sino por su prodigiosa belleza natural: San Sebastián de Río de Janeiro. Quiero contarles cómo me enteré:

 

Hacia principios de los ochenta me correspondió el honor de representar al Ecuador y ser designado Miembro del Consejo Ejecutivo de la Organización Iberoamericana de Pilotos, OIP. Gracias a esta distinción, tuve que desplazarme, dos veces por año a Río de Janeiro, para las reuniones del Comité. Nuestros encuentros se efectuaban en un hotel ubicado en la playa de Leme, situada hacia el extremo nororiental de la playa de Copacabana. Dado el carácter de nuestras funciones, y una vez finalizadas nuestras tareas, era inevitable, en ocasiones, vestir el atuendo adecuado y bajar a la playa para resumir el progreso de nuestra jornada de trabajo.

 

Una tarde surgió entre nosotros un punto de discusión: el origen del nombre de la ciudad. Hubo quienes proclamaban una supuesta relación entre el nombre con un santo italiano, a cuya devoción pudo deberse que la entrada a la Bahía de Guanabara adquiriese ese apelativo; ellos defendían que se trataba de un obispo del Siglo III que obedecía al nombre de congregación de Jenaro o Genaro, insinuando que el descubrimiento había ocurrido en un día dedicado al santo de marras. Mas, esto no era lo que postulaba la mayoría, que sostenía que la primera impresión que del lugar tuvieron los europeos ocurrió un primer día de enero, cuando Gaspar de Lemos (o quizá Gonzalo Coelho), siguiendo instrucciones de Pedro Álvarez Cabral, habrían avistado lo que les pareció una ría, o quizá la desembocadura de un gran río.

 

Río de Janeiro es una de las ciudades más hermosas que existen en el mundo; su marco natural es fascinante, sencillamente no tiene parangón. Está ubicada en un accidente costanero que, en efecto, no consiste en la desembocadura de ningún río; no recoge las aguas de importantes afluentes y ni siquiera pudiera considerarse como una ría, en el sentido de “una penetración que forma el mar en la costa”. Se trata simplemente de una hermosísima bahía rodeada de formas caprichosas que embellecen el paisaje: exhibe una portentosa arquitectura, de la que se ha encargado la propia naturaleza. Hay que estar junto al mar para poder admirar el Pan de Azúcar o el Corcovado; o en otros insólitos promontorios, para poder apreciar la laguna de Freitas, la bahía de Botafogo o las playas de Leblón e Ipanema.

 

Río de Janeiro, sin embargo, fiel a su dios tutelar, es también un personaje bifronte, que exhibe sus contradictorias dos caras: la una que consolida su magia y esplendor; la otra, aquella del arrabal, la indigencia abyecta y la favela insatisfecha, que no representa principio ni final, ni pasado ni futuro, que no es puerta ni pasadizo. Ella está a la expectativa de un nuevo año de ilusión; persuadida, como está su gente, de que su alejada y olvidadiza divinidad atenderá sus desdeñados sinsabores, y que pronto revelará el indicio de una nueva condición, una que convierta la quimera en realidad y sea el reflejo de su propia esperanza.


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