21 enero 2022

Un largo y ardiente romance

Era la última semana de agosto de 1969; a la sazón, yo era todavía menor de edad. Me hizo falta, por lo mismo, conseguir un apoderado (guardián) para obtener la visa americana y ser aceptado en la academia de vuelo en los Estados Unidos. El día previo a mi partida, cometí un pecado de inoportunidad: “me declaré” a quien sería, oficial y técnicamente, la primera enamorada que tuve en mi vida (siempre fui algo tardío para los trámites del corazón). Eso, con un interregno de libertad intermedia que duró casi un año, sucedió a principios de los años setenta. Creo que estuve convencido que la afortunada sería no solo la primera sino también mi última enamorada, es decir que aquella calentura me duraría para el resto de mis días…

 

Lejos de lo que pudiera pensarse, no siempre tuve auto propio (esos solo son comentarios perversos propagados por mis desaprensivos enemigos políticos); eso vino recién cuando me promovieron a comandante cuando apenas tenía diecinueve añitos. Estaba obligado, por lo mismo, a ir a recoger en bus todas las tardes a la interfecta, a su salida de oficina; el lugar consistía en una agencia de viajes situada frente a la Alameda, entre Hilton Shop y la librería Cima. Mientras disimulaba mi ansiosa espera, solía explorar las últimas novedades editoriales que exhibía el negocio de libros referido. Fue allí donde me dejé cautivar por una colección de Plaza & Janés: se trataba de una edición de lujo, en quince tomos, de los Premios Nobel de Literatura. Puede decirse que fue allí cuando comenzó mi romance con Suecia y sus escritores.

 

Cedí a la novelería. Decidí adquirir los primeros tres tomos y postergué la compra de los doce restantes para la Navidad de los años siguientes… La fémina estaba tan seducida por mis ya comprobados como incuestionables encantos que se comprometió a aportar con el resto de los volúmenes, uno por cada Pascua venidera. Mas, fue solo “promesa de cumbiambera”: nunca pasé del quinto compendio… Así supe de Selma Lagerlöf, Premio Nobel 1909, con su extraordinaria saga: “La leyenda de Gösta Berling” (vol. 1); siempre recordaré su formidable novela como una de las más fascinantes historias que jamás disfruté en mi vida. Así conocí también de Pär Lagerkvist, Premio Nobel del año de mi nacimiento (vol. 4); suya es aquella genial novela corta, de la soledad y de la angustia, titulada “Barrabás”, el despreciado y oscuro personaje bíblico.

 

La fémina tenía su residencia en el barrio de La Floresta, muy cerca de la casa dónde vivía otra agraciada jovencita, de porte escandinavo, que salía a pasear por las tardes en compañía de sus celosos y nada amigables mastines. Lejos estuve de sospechar que esa misma dama vikinga se desposaría un día con quien llegaría a ser mi colega de profesión y, ante todo, el más cercano de mis ocasionales confidentes, un amigo y compañero para toda la vida.

 

En el verano del 91 tuve oportunidad de conocer Suecia, un país con una extensión de 450.000 kilómetros cuadrados, con algo más de diez millones de habitantes. Era la primera vez que iba a Escandinavia, la tierra de Grieg y Sibelius, dos de mis compositores favoritos. Llegué a Estocolmo, situada a sesenta grados de latitud norte, para realizar un curso de Seguridad Aérea; su aeropuerto, el de Arlanda, era el más avanzado que existía en el mundo. Entonces supe lo que era el verano boreal y el real color azul cobalto: creo que nunca vi la noche. Me había becado el gobierno sueco para efectuar una de las más completas e intensivas capacitaciones que realizaría en mi vida de piloto. Lo hice en Swedavia, uno de los institutos más reconocidos en el mundo para esa especialidad. Las bases que entonces adquirí serían cimiento para muchas actividades en las que más tarde participaría.

 

No he vuelto a Suecia, aunque después he estado muchas veces en Dinamarca. Desde Kastrup, el aeropuerto de Copenhague, se puede divisar la costa suroccidental de Suecia. Un interminable puente cruza el Báltico y une Kastrup con Malmo en Suecia, puerto que está ubicado justo en una zona conocida con el mismo nombre de unos famosos camiones: Escania. Copenhague es una ciudad hecha para caminar; paseando se llega a todas partes: al parque de Tívoli, al museo de Tycho Brahe o a la diminuta estatua de la Pequeña Sirenita, la protagonista del famoso cuento de otro prolífico escritor danés: Hans Christian Andersen.

 

Si bien lo reviso, mi romance con Suecia no ha concluido: manejo un Volvo, paradigma del automóvil seguro y confiable; de hecho, he manejado esa marca por casi veinte años. Suecia es patria de gente amable, dotada de un enorme sentido de comunidad, amiga de realizar cortos cruceros por el Báltico, donde se pueden degustar los camarones más sabrosos que haya probado en mi vida. Nunca olvidaré aquel su vino blanco inagotable. ¡Skål!


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