07 enero 2022

León, mi pasajero

A veces se me hace difícil recordar el año aproximado de un hecho cualquiera o, simplemente, cómo y cuando fue que conocí a una determinada persona; advierto que trastoco las fechas o los acontecimientos y me parece que no logro poner en orden los episodios en base a su real secuencia y cronografía. En tales ocasiones suelo utilizar un artilugio que para algunas indagaciones me sirve casi tanto como lo haría un diario íntimo. Es mi colección de libros de vuelo (no uso “colección” con el sentido del efecto de atesorar o acumular objetos, sino solo con el de “conjunto ordenado de cosas”, como lo define el diccionario). Advierto para el propósito, y no lo hago por alarde o aspaviento, que he registrado hasta ocho de esos cuadernos en los cuarenta y cinco años que ejercí como piloto.

 

Hoy me propuse indagar cuánto tiempo volé para Saeta, luego de que dejé Ecuatoriana de Aviación y, por esas extrañas casualidades de las que están llenas nuestras vidas, caigo en cuenta que he registrado mis últimos vuelos en esta última aerolínea, exactamente en la página postrera con la que he cerrado mi libro de vuelo número 5; esto pasa hacia finales de septiembre de 1992. Anoto por lo mismo, y por rara coincidencia, mis primeros vuelos en Saeta cuando comienzo una nueva bitácora, la número 6, lo hago a principios de octubre, volando como comandante del mismo equipo, el poco vistoso pero versátil Airbus A-310. He recurrido a esos registros para asegurarme de cuáles fueron los años que colaboré en Saeta y descubro que ahí estuve hasta principios de abril de 1996. Había imaginado que fue por algo más de dos años, pero habrían sido, en realidad, tres años y medio…

 

Fue por ese mismo tiempo que tuve oportunidad de volar, por un par de ocasiones, con un pasajero especial, él era ya toda una personalidad, probablemente fungía entonces de alcalde de Guayaquil y había sido presidente del Ecuador entre 1984 y 1988. Para cuando volé con León Febres Cordero, se había ya establecido una regulación que era toda una novedad; pocas aerolíneas la habían inicialmente implementado, pero ahora había un inédito y definitivo protocolo: estaba prohibido fumar en los aviones. Había en Saeta una sola clase y al ex presidente lo acomodaban por lo general en la primera fila, próxima a la cabina de los pilotos. León era un fumador empedernido e impenitente; él necesitaba, estaba obligado a encender un cigarrillo y “tenía” que fumar. Por ello, enviaba un saludo a la cabina y nos venía a visitar; una vez en ella, consultaba si no nos importaba que lo dejáramos fumar…

 

Yo lo había conocido antes, personalmente. Fue en sus tiempos de legislador; tenía entonces una cercana relación con mi suegro y no recuerdo si él me lo había presentado en el Palacio Legislativo o tiempo atrás, en su casa (para esto ya no me servía la bitácora). No estoy seguro, tampoco, si me reconocía o relacionaba; en todo caso, era cordial y hasta amigable conmigo, aunque sin llegar a lo personal o a un gesto de particular deferencia. Sé de otros pilotos que no le permitían fumar en cabina; yo nunca tuve necesidad de caer en tal intransigencia. Era de aquellos que “fumaban uno tras otro”; no fumar hubiese sido para él como abstenerse de conversar. “Fuma hasta cuando está dormido”, habría comentado su primera esposa. Sé que hay quienes fuman aun estando debajo de la ducha.

 

Febres Cordero era un personaje altivo e imponente; algo había en su apostura que quizá intimidaba a muchas personas. Era franco y directo, pero no llegaba al gesto prepotente o altanero; era más bien risueño y distendido, exudaba un raro sentido de propósito y una casi obscena seguridad personal, pero claro… esta parecía vulnerable o que se quebraba cuando no podía fumar con libertad.

 

La pasada noche de Navidad me hicieron un regalo inesperado. Mi hijo Felipe había ido a la librería buscando una buena historia para obsequiarme; le recomendaron el libro “León, mi padre”, escrito por su tercera hija: Liliana. Para mi grata sorpresa, me encontré con un documento muy humano y ameno, a la par que sobremanera afectivo; el libro es a ratos apasionado, está impregnado de un inevitable sesgo político, es el suyo un texto apologético pero está bien estructurado y bastante bien escrito; recordé las veces que León nos “venía a saludar” y su invariable forma de despedirse: “estoy seguro, capitán, que no le importará que venga más tarde a visitarle; así, con su permiso, me puedo fumar un último tabaquito”.

 

Mis bitácoras me cuentan que estos “fumariegos” episodios pudieron suceder en su primera alcaldía; León ya era no solo un personaje, sino toda una leyenda. El tiempo se ha evaporado como el fugaz humo de su cigarrillo; y estos recuerdos quedan como los rescoldos de sus tabacos, "autorizados" aunque furtivos.


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