27 julio 2021

Senderos “bustrófedos”

Eso de aprender un nuevo idioma, sobre todo cuando se lo hace por necesidad, no se diga si se está obligado a hacerlo, es toda una experiencia de vida. Sin embargo, eso de aprender un idioma distinto que, además, se escriba con caracteres diferentes, es decir que tenga también una distinta escritura, es toda una aventura. Para unos se convierte en todo un desafío; para otros en una bendición, pues le añade un sentido lúdico a ese tipo de aprendizaje. Para quienes vivimos en América o en la mayor parte de los países europeos, que conformamos lo que se ha dado por llamar “cultura occidental”, y estamos por lo mismo acostumbrados al alfabeto latino, es muy poco probable que nos veamos expuestos a lidiar con otros tipos de escritura. Solo sabemos utilizar nuestras letras. No estamos familiarizados con otros símbolos.

En lo personal, creo que mi primera experiencia en este sentido, fueron mis viajes a Israel cuando, por casi veinte años, volé para Ecuatoriana. Estoy convencido que eso de llegar a un país que no solo habla otro idioma sino donde todos los anuncios y elementos de información están escritos con signos con los que uno no está familiarizado, produce una extraña sensación de desarraigo. En las ocasiones que fui (quizá fueron una docena), siempre renuncié a intentar descifrar todas esas enes, ces y sietes combinados que eran parte de la escritura hebrea; quizá solo pude captar el sentido de su escritura, de derecha a izquierda.

Es probable que lo que aportó mayor desánimo a mi inicial intención fue descubrir que aquella era una forma de escritura que no daba cabida a las vocales; el hebreo solo consta de consonantes y las vocales deben ser aportadas por el lector. Casi pudiera decirse que uno debe conocer primero el idioma antes de aprender a escribirlo. El hebreo tampoco tiene puntuación. Casi veinte años después habría de enfrentarme con una experiencia similar, solo que esta vez entrañó mayor dificultad: esa nueva lengua, aunque también estaba escrita de derecha a izquierda, tampoco disponía de puntuación y utilizaba unos sinuosos caracteres que parecían lombrices; estos extraños gusanillos estaban superpuestos a unos diminutos puntitos que parecían haber sido colocados en forma caprichosa. Se trataba esta vez del árabe, un idioma repleto de jotas y de emes guturales, la lengua del Medio Oriente. Así, ante tan enorme dificultad, el extranjero termina por justificar su ineptitud con el fácil pretexto de que esa lengua no la va a tener que usar nunca o, simplemente, que no la necesita aprender.

Pero sería con la escritura de otros dos idiomas del Asia Oriental, que habría de enfrentarme en el futuro a dos totalmente disímiles experiencias: me refiero al coreano y al mandarín. El primero está construido con unos caracteres relativamente fáciles de leer y pronunciar, se escribe de izquierda a derecha y aunque no tiene puntuación, sus signos están construidos de una manera que parecen reflejar la forma de la boca cuando se pronuncia cada letra. Fue inventado hace algo así como quinientos años por un rey sabio. Aunque hoy he olvidado ya mucho de lo que aprendí, no me fue difícil aprender a leer y escribir en “hangul”.

Con el chino tuve una experiencia frustrante y es que la escritura es realmente inescrutable. Tengo entendido que quien lo aprende debe saber reconocer algo así como tres mil caracteres o ideogramas distintos. Se supone que quien quiere entender lo escrito en cualquier periódico, debe haber aprendido a reconocer unos diez mil. Se calcula que es un sistema de escritura que pudo haber sido inventado hace quizá unos cinco mil años, en el neolítico. Estos dibujitos o pictogramas deben ser interpretados, no representan sonidos, la escritura no es fonética. Pero hay algo más: el chino se escribe en forma vertical, de arriba hacia abajo y las columnas se ordenan de derecha a izquierda. Pero, además, cada carácter o símbolo (hanzi) se escribe de izquierda a derecha; primero se dibujan los trazos horizontales y luego los verticales…

Si esto parece complicado, deben saber que hubo un tipo de escritura (se empleó en el griego antiguo) que se ejecutaba una línea de izquierda a derecha y la siguiente en sentido contrario, justo como lo hace el buey en las tareas del arado. Por ello se la llamó "bustrofedon"; quiere decir precisamente: “dar la vuelta a la manera del buey”, una sinuosa serpentina. Lo aprendí leyendo a Isaac Asimov; bustrofedon es una palabra tan rara que el diccionario acepta que pueda ser escrita indistintamente, como esdrújula, grave o aguda. En griego es un adverbio, pero en español es una locución adverbial. Su etimología viene de “bous” (buey), “srtofe” (girar o dar la vuelta), y “don” (que es un sufijo). Escribir o leer en esta forma permite hacerlo sin tener que volver al principio de la línea, pero implica una rara condición: las líneas pares deben ser escritas y leídas al revés, como si se tratara de hacerlo con ayuda de un espejo… Tenía una interesante ventaja: poder extender sin límite el largo del renglón.



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