20 julio 2021

Las puertas del viento

Ese lunes 25 de mayo, yo había sido asignado para que efectuara un vuelo a Santiago de Chile. Era, a la sazón, un capitán bastante joven, no había llegado aún a los treinta años. Volaba entonces el Boeing 707. La víspera, durante las últimas horas de la tarde, los noticieros habían ya informado de una trágica e inconcebible noticia: el avión de la Fuerza Aérea, encargado de transportar al Presidente Jaime Roldós y su comitiva, había sufrido un lamentable accidente; se había estrellado en las cercanías de Celica, en un cerro conocido como Huayrapungo (del quichua "huayra": viento; y "pungo": puerta o entrada). La expresión bien pudiera significar "la puerta del viento". 

Recuerdo que los miembros de mi tripulación estaban consternados esa mañana. No era para menos: Roldós era un presidente joven y carismático. Pero sucedía también –además del natural impacto que producen estas inesperadas noticias– que el copiloto del vuelo fatal, un chico de apellido Romo, era hermano de dos de nuestras auxiliares de vuelo, nuestras propias compañeras. En medio de ese luctuoso ambiente, conduje el “briefing” del vuelo y, al referirme a la insólita desgracia, mencioné mi aprecio y reverencia ante la memoria del fallecido presidente. Estaba persuadido de su integridad intelectual y de su contagioso idealismo.

Como siempre nos sucede a los pilotos en estos casos, fue inevitable, en los día posteriores, esperar información que aclare los motivos o las causas de la tragedia. No queríamos especular, lo cual nunca es lícito ni aconsejable, pero los indicios iniciales apuntaban a que se había cometido un probable error de navegación y que posiblemente los pilotos no habían estado familiarizados con la ruta escogida. Efectivamente, las evidencias indicaban que la aeronave había impactado contra el terreno en la ruta prevista, pero que había estado, al momento del accidente, a una altura muy inferior a la altura de seguridad aconsejada y sugerida. No teníamos claro, en todo caso, qué mismo había sucedido y porqué motivo había ocurrido el lamentable accidente.  

 

Como con frecuencia ocurre, pronto se empezó a especular acerca de lo acontecido; y, además, se escuchaban insinuaciones y sugerencias relacionadas con un probable sabotaje. No faltaron voces que mencionaban la existencia de una conspiración para producir un magnicidio, el asesinato del presidente. El asunto entró pronto en el plano político; muchos, sin contar con criterios o argumentos comprobables y válidos, empezaron a elaborar teorías relacionadas con un probable accidente provocado. Los medios se convirtieron pronto en transmisores de rumores y de falsas o incompletas verdades, mientras la Fuerza Aérea trataba de conformar una entidad investigativa y procuraba explicar, e incluso justificar, el luctuoso acontecimiento. 

 

Pronto se concluyó que existió error humano y se reconoció algo sorprendente: era que el edecán, es decir el encargado de la seguridad del mandatario, había sido a la vez el piloto al mando, es decir uno de los factores contribuyentes del triste desastre aéreo. Esto, a pesar del prestigio y la relativa experticia del oficial; en efecto, el piloto tenía una buena experiencia como piloto, pero no conocía adecuadamente la ruta, tenía escasa experiencia en el avión que debía volar y no se encontraba debidamente descansado para conducir un vuelo tan delicado.

 

El informe de la Junta Investigadora no satisfizo ni contentó a los políticos; tampoco fue del agrado de los familiares. La gente se dejó influir por lo más fácil y espectacular, por lo que más vende, y pronto compró la teoría conspirativa del sabotaje. Se designó una comisión ad-hoc para efectuar una nueva investigación con gente que ya tenía un criterio prejuiciado y, en el mejor de los casos, sin bases investigativas serias y especializadas y, además, sin el necesario criterio técnico, como exige la investigación rigurosa de los accidentes aéreos…

 

Pasados treinta y cinco años, un día de mediados de 2015, me citaron a la Fiscalía General del Estado, se me entregó una copia de las investigaciones previas y se me solicitó un informe independiente para determinar si el accidente había sido efectivamente provocado… Tanto las evidencias, las iniciales conclusiones, así como mi experiencia profesional y los métodos de investigación que había aprendido en los cursos de Seguridad Aérea efectuados, me hicieron concluir que solo se había tratado de un triste y lamentable accidente. 

 

También coincidí con que había existido una inconveniente dicotomía: el edecán se había convertido, en forma innecesaria, en un factor de riesgo, al actuar como comandante. La Fuerza Aérea había cometido un error operacional: pudo haber designado como comandante a alguien más actualizado, más descansado y mejor entrenado. Nunca había existido un magnicidio. Jamás hubo conspiración alguna o intento de sabotaje. Los informes previos, tanto de Pratt & Whitney como de Hartzell, eran consistentes. No se habían equivocado. 


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