09 julio 2021

Ordalía

Pertenezco a una generación que ya no tuvo el beneficio de aprender latín y griego; latín porque ya se consideraba lengua muerta, griego porque ya no era necesario como idioma para establecer la etimología de las palabras latinas que habían servido, a su vez, como étimos o fundamentos para muchas palabras de nuestra lengua. No estoy seguro de si nuestros padres, tuvieron ese privilegio (por lo menos quienes estudiaron en planteles confesionales), pero podría postular, que de esa inclusión en el pensum de estudios, sí gozaron nuestros abuelos.

 

El cambio se habría dado a principios del siglo anterior. En otras palabras, todavía habrían aprendido latín y griego quienes, siendo niños, fueron a la escuela antes de la Primera Guerra Mundial. No olvidar que ello ocurría poco después de que se había impuesto la división entre Iglesia y Estado. Aquello del establecimiento de la “educación laica” parece que tomó un buen medio siglo: primero hasta ser aceptado como concepto; y, segundo, hasta implementarse en los planes de estudio, en base a la nueva mentalidad que se iba imponiendo.

 

Por otra parte, y para mi caso personal, habiendo estudiado con los Hermanos Cristianos, este divorcio con el latín en particular, no fue total desde un principio. Y esto se debió a una circunstancia especial, y era que entonces se nos hacía asistir, en forma obligatoria, a misa todos los días; aquello no era una opción. Eran los años anteriores al Concilio Vaticano II, y no se había suspendido todavía, en la liturgia católica, el oficio de la misa en latín. Pudiera decirse que, aunque ya no se enseñaba latín, estábamos todavía expuestos a la influencia del idioma del Lacio.

 

Pero hubo una contrapartida que quizá creó una compensación: era el aprendizaje -aleatorio, aunque casi siempre exiguo- del idioma inglés. Algo había cambiado, esta enseñanza ya no era reflejo del esnobismo o de cierto diletantismo, pues aquello ya había dejado de ser un símbolo de estatus. Así como la enseñanza del latín había empezado a considerarse “impráctica”, también había surgido con fuerza una nueva corriente: eso de aprender un segundo idioma era ahora una necesidad y, además, un elemento que formaba parte lo que se entendía por “humanidades modernas”. El inglés, debido al influjo internacional que pasaron a tener los Estados Unidos, se había convertido en la lengua de las finanzas, la diplomacia y la tecnología. ¡Había pues ahora que aprender inglés!

 

De modo que así terminé el colegio: como poseedor de un inglés bastante precario. Ya graduado de colegio, fui a realizar mi entrenamiento como aviador, fui a “aprender a volar”, en los Estados Unidos. Vale decir que fui a hacerme piloto a la par que aprendía, o en la medida que aprendía, ese idioma sajón. Pese a la dificultad que ello entrañaba, tenía una relativa ventaja: no había cumplido todavía dieciocho años. Fue así como, casi sin que me diera cuenta, regresé pocos meses más tarde, no sólo graduado de piloto sino también con un idioma adicional.

 

Esa experiencia, mis posteriores viajes a Norteamérica y, sobre todo, mis frecuentes lecturas en ese idioma, fueron consolidando ese aprendizaje. Advierto que, sin que uno se proponga, va prescindiendo de a poco del diccionario y, descubre una impensada habilidad: la de ir infiriendo el significado de ciertas palabras; aprende a suponer su eventual sentido. Así descubre que las traducciones no siempre son exactas… Tomen “ordeal”, por ejemplo. El diccionario la traduce como “prueba”; pero, claro, este no es su exacto significado, ya que no entraña el sentido de sufrimiento, de experiencia dolorosa y continua. Entonces uno busca otras alternativas: ¿vía crucis?, ¿calvario?, ¿martirio?, ¿suplicio?; quizá, ¿odisea? Y eso es justamente de lo que quiero comentar, de cómo se llega al concepto, al significante, a través de un proceso inverso…

 

Estuve viendo una película en días pasados. Ella contaba la historia de una actriz porno llamada Linda Lovelace, su nombre artístico. Linda se había dado a conocer por su actuación en una cinta que se haría famosa: Deep Throat (Garganta Profunda). Había sucumbido a la explotación -y hasta a la prostitución- a la que le habría sometido su desquiciado esposo. Este le obligaba a desempeñar un aberrante papel, para vergüenza de su familia y para su propia infelicidad… Pero decidió rebelarse, rehacer su vida y narrar su historia en un libro que llamó “Ordalia”.

 

Al enterarme de ese nombre, enseguida lo relacioné con la palabra “ordeal” y me propuse averiguar su etimología. Así descubrí que “ordalia” venía del latín (también ordalia) que, a su vez, significaba ordalía en español (ya con tilde y como palabra aguda). Demás está elaborar sobre lo que aquí propongo: hay palabras en el inglés cuya traducción no nos satisface plenamente; pero que, cuando escarbamos un poco, encontramos que su etimología resulta similar a la de alguna otra palabra ya existente en nuestro propio idioma…


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