21 mayo 2021

Los doce apóstoles eran catorce

La palabra apóstol parecería tener un significado un tanto restringido; si bien viene del griego y quiere decir “enviado” (se entiende que: enviado a predicar o a entregar un mensaje), los diccionarios le asignan un sentido muy limitado, tanto que parecería constreñido a los doce apóstoles que acompañaron a Jesús y a unos dos personajes adicionales que merecieron ese título: San Pablo y San Bernabé. Esta definición, en la que coinciden tanto el Diccionario de la Lengua Española como el diccionario de María Moliner, me ha hecho acuerdo de la respuesta que habría dado el incorregible Pepito a su cándida profesora de primaria:

-        “Pepito, ¿Quiénes fueron los cuatro evangelistas?"

-        “Los cuatro evangelistas fueron tres, señorita: San Pedro y el otro que no me acuerdo porque se murió”.

Más o menos, este es el mismo chiste que nos cuentan los diccionarios: dicen que los apóstoles eran doce, pero que hubo otro que, sin ser uno de ellos, también era apóstol; que se llamaba Pablo y que se lo considera el apóstol por antonomasia, el apóstol de los gentiles (término usado por los judíos para referirse a los no creyentes o, si se prefiere, a los paganos). Además, también hacen referencia a otro santo, del que poco se nos había hablado, un tal Bernabé.

Pablo tenía, o había tenido, estatus de ciudadano romano, había nacido en Tarso, una antigua ciudad ubicada cerca de ese pequeño golfo que hace el Mediterráneo entre la península de Anatolia (el Asia Menor) y la actual Siria. Su nombre original había sido Saulo; siendo fariseo se había convertido al cristianismo gracias a una señal divina que lo había deslumbrado en el camino a Damasco; desde entonces se había convertido a la nueva creencia, hasta constituirse en el predicador más influyente de los primeros años del cristianismo. Son famosas sus cartas, o epístolas, a los diferentes centros de estudio o de culto que tuvo la cristiandad en esos tempranos años, hasta que llegaría aconvertirse en la religión monoteísta más predominante en la cultura occidental.

Los nombres de esas epístolas nos hablan de cuáles fueron los lugares en donde estaban ubicados aquellos centros donde residían sus respectivos destinatarios. Epístolas como las enviadas a los tesalonicenses, a los corintios o a los romanos, claramente se refieren a ciudades como Tesalónica en Macedonia meridional (Grecia), Corinto (en la parte norte del Peloponeso) o Roma, que llegaría a convertirse en centro universal de la nueva Iglesia. La epístola a los filipenses, en cambio, estuvo dirigida a los cristianos residentes en Filipos, una antigua ciudad griega ubicada hacia el norte del mar Egeo, no muy lejos de Tesalónica. La epístola a Filemón, mientras tanto, estuvo dirigida al principal dirigente de una ciudad que era parte de Frigia (suroccidente de la península de Anatolia) y que se llamaba Colosas. Hay, entre otras, una carta más: la escrita a los “gálatas” y es de ellos de quienes quiero hablarles.

Dice Ricardo Soca en su página dedicada a la etimología de las palabras de nuestro idioma, que hubo un tiempo en que los griegos se sentían la civilización más adelantada que existía en el mundo; desdeñaban la geografía, a pesar de estar al lado de Europa, y no se molestaban en quererla conocer. Llamaban a esas “otras tierras” con el nombre genérico de “Kéltica”. Pasados los siglos, y ya en tiempo de los romanos, todas esas mismas tierras, en especial las que estaban ubicadas al norte de los Alpes, fueron conocidas como pertenecientes a los galos (galli) o celti (que pronunciaban Kelti). En definitiva, así de dio por llamar a quienes habitaban en las tierras ubicadas al norte de Europa, incluyendo a Gran Bretaña e Irlanda.

Estos celtas no solo se apoderaron de los territorios que hoy forman parte de Francia y Alemania, y de las islas antes mencionadas. Ocuparon también el norte de la península ibérica, hacia el norte del Duero –las actuales Galicia, Asturias y Cantabria (el nombre de Galicia estaría también relacionado con similar origen etimológico)– e hicieron repetidas tentativas para apoderarse de la península itálica. Al ser rechazados, se ubicaron inicialmente en los Balcanes y, posteriormente, en el centro de la misma Asia Menor, alrededor de la actual Ankara, en un territorio que fue por mucho tiempo parte del Imperio Romano: la provincia de Galatia (o, si se prefiere, Galacia). Este término no es sino otra deformación semántica similar: tierra de los celtas.

Galatia, con el tiempo, fue parte del Imperio Selyúcida, llamado así por el nombre de su líder: Selyuk o Seléuco; y, más tarde, del Imperio Otomano (de Ostman, su caudillo). La región se constituyó en el Medioevo en una suerte de barrera que protegió a Europa contra las invasiones de los mongoles, y en una línea de defensa que protegió al mundo musulmán frente a los intentos de los cruzados, en sus afanes por recuperar la milenaria Jerusalén.


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