25 julio 2020

Mocksy, mi último maestro...

Tenía solo siete semanas cuando lo trajeron esa noche a casa. Lo habían destetado en forma innecesaria y prematura; quizá fue una crueldad apurada por las circunstancias: aquella era noche de Navidad. Aún recuerdo sus inconsolables gemidos durante esas primeras noches; sería la única ocasión que le habría de escuchar quejarse o demostrar algún atisbo de malestar. Y así, de esa misma manera, supo despedirse el pasado domingo, con la misma discreción con que había vivido, una discreción que supo convertir su presencia en real transparencia. Pues, si algo caracterizó a mi querido Maxi, fue aquel su insuperable sentido de la dignidad.

Llegó ya con ese nombre bajo el brazo. No creo que entonces el nombre me hizo feliz, pero era el que ya le habían escogido mis hijos... era el nombre que ellos habían dado a una de las mascotas que nos obsequiaron aquella Navidad. Quizás por ello no puse reparos al apelativo y preferí no hacer ningún amague de cambio para no resentirlos. Hacerlo, siendo un regalo de Pascua, hubiese sido como quejarse por el material de la envoltura... Con el tiempo, fui pronunciando aquel mismo nombre en forma diferente; tal vez ese fue mi disimulado subterfugio para no tener que buscar un nombre nuevo. “Mocksy” fue como aprendí entonces a pronunciarlo y así es como desde siempre, con cariño, lo llamé.

Pronto, Mocksy devino en mi nuevo maestro. Debo reconocer que, en cuanto a lo que hasta aquí ha sido mi vida: la Providencia siempre quiso favorecerme, una y otra vez, con sabios y magnánimos instructores y maestros. Suscribo que siempre tuve la fortuna de haber sido aventajado con esa clase de bendición y raro privilegio. Aquello, jamás podría dejar de reconocer y, desde luego, de agradecer. Así habría de ocurrir desde mis lejanos tiempos de escuela y de colegio; y esto volvió a repetirse cuando me inicié en esa vida de privilegio que es la de la aviación. Hoy mismo, recuerdo a dos instructores en particular; sus enseñanzas e influencia en mi formación aeronáutica los habrían de convertir en mis personajes inolvidables.

A Jack Prindible, un joven de apostura flemática que me tocó en suerte como instructor de vuelo básico, siempre le seré grato por sus nobles empeños en mis iniciales momentos de indecisión; él supo darme la seguridad que apuntaló mi perseverancia. A Galo Arias Guerra, maestro de maestros, le debo la siembra definitiva, tanto de los fundamentos profesionales que cimentaron mi formación, como también del paradigma que desde entonces supe que debía perseguir. La historia de nuestra aviación no le ha reconocido todavía por su silencioso apostolado. Él supo compartir conmigo los secretos del oficio, me señaló un hoja de ruta y, en el camino, se fue convirtiendo él mismo, con la benigna fuerza de su ejemplo, en un modelo a seguir, en una clara como emblemática singladura. De Jack y Galo aprendí desde a “sentarme bien” en la cabina de mando, hasta esa forma de serena actitud, ese noble sentido del servicio, el delicado celo que los “caballeros del aire” debemos sentir por la seguridad aérea.

En cuanto a Mocksy, pronto se convirtió también en mi instructor secreto... Al modo de los anteriores, sería la serena y discreta condición de su ejemplo, la que lo fue convirtiendo no solo en mi indispensable compañero, sino también en mi magnánimo maestro. Su altiva elegancia para caminar, la alegría para acercarse con discreción, su serena paciencia para atemperar su ansiedad, el porte distinguido con que rubricaba su incomparable sentido de la dignidad, desde siempre lo identificaron como el animal más noble que jamás hubiera conocido. Algo había en esa contradictoria mezcla de aviesa presencia y docilidad que lo convertían en un ejemplar especial. Ahí estaba, el inquieto mastín francés transformado en dócil y cariñoso amigo, en solidario y obsecuente escudero.

Una desapercibida inflamación ganglionar nos indujo una mañana a visitar a su médico. Fue tan prematuro y pesimista aquel diagnóstico que al principio, no sin cierta suspicacia, preferimos no asignarle crédito. Nuevos exámenes confirmaron lo inevitable: Mocksy tenía una forma agresiva de cáncer linfático, un linfo-sarcoma, una forma de metástasis que había rápida y vorazmente asediado su vitalidad, y que había debilitado su cuerpo...

Lo sorprendente fue la vertiginosa rapidez con que evolucionó la lamentable enfermedad, que no dio tiempo ya para implementar ninguna forma de tratamiento. Todo ocurrió de modo fulminante. Su inevitable agonía se precipitó durante la última semana. Hacia el triste final, de golpe perdió el apetito y ya se cansaba con cierta facilidad; entonces perdió la fuerza de sus manos y tampoco podía siquiera ladrar. El día de su despedida se puso a buscar un sitio en el jardín, quería morir sin molestar. Nunca le habíamos escuchado quejarse ni llorar. Murió como había vivido, con ese mismo sentido de discreción y de altiva dignidad... Se fue dejándonos su callado mensaje y su lección, su nobleza y lealtad, el recuerdo de su presencia inigualable. ¡Qué maravilloso animal!

Adiós, mi querido Mocksy. ¡Hasta siempre, mi valiente e inolvidable compañero!

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