01 julio 2022

Aquel tiempo recobrado

Hacia mediados de 1973 la aerolínea para la que trabajaba (TAO) suspendió súbitamente sus operaciones y yo, asimismo, perdí inesperadamente mi empleo. Tenía 21 años, lo cual en cierto modo era una ventaja. No había entonces una importante oferta de pilotos, lo que también lo era. Registraba a la sazón una nada despreciable experiencia. Nada común para un muchacho de esa edad, lo malo era que no había vacantes, todas las plazas estaban tomadas. Yo “tenía que volver a volar, no solo para mantenerme vigente, sino porque había asumido un compromiso familiar, el financiamiento de un proyecto especial, y tenía que responder ante los acreedores. Nadie, sin embargo, parecía necesitarme. ¡No lograba conseguir un nuevo empleo!

 

El “hiato vacacional” duró casi seis meses; y yo que creía que con esa exigua, pero quizá, atractiva experiencia podía comerme al mundo… mas, pronto sentí que, en apariencia, era el mundo el que estaba listo para devorarme a mí. Opté entonces por la única alternativa disponible: la fumigación agrícola que en esos años ya tenía gran demanda. Fumigar es un trabajo entretenido, es bien remunerado y constituye una actividad lúdica, pero tiene su contrapartida: es una operación riesgosa porque casi todo el trabajo se conduce a ras del suelo y porque, además, se trabaja lanzando químicos o insecticidas que son venenosos. Las substancias tóxicas van poco a poco, y sutilmente, afectando adversamente la salud del piloto.

 

Pronto me comprometí con otra empresa y realicé el curso para obtener los conocimientos y la pericia necesaria. Así, a la par que efectuaba el curso, se me dio la oportunidad de colaborar con una pequeña compañía de taxi aéreo que transportaba pasajeros y el diario “El Universo” desde Guayaquil a otras ciudades. En esas estaba, cuando una tarde me llamaron desde Quito para proponerme que volara un monomotor STOL al que llamaban “Machaca”, la operación se efectuaba en el Nororiente y estaba al servicio de TEXACO. Quien me lo proponía me conocía personalmente y supongo que habrá pensado que mi experiencia de vuelo en la región amazónica y, sobre todo, la que había acumulado volando otro avión STOL (el Twin Otter) harían más fácil mi transición.

 

Pese al clima insalubre y a la condición de que el vuelo era en un monomotor (un solo motor) la oferta era muy tentadora; el régimen laboral era de una semana de trabajo por una de descanso y el estipendio era inobjetable; sabía de antemano que el tipo de vuelo me iba a gustar.  Ahí me mantuve por tres años (finales de 1973 hasta finales de 1976). Las pistas STOL (despegues y aterrizajes en pistas cortas) son muy restrictivas y exigen mucha precisión. Los turnos se cumplían con dos pilotos que efectuaban cuatro circuitos diarios a los principales campos y atendían otros traslados que pudieran presentarse. Sin embargo, sobre todo durante los fines de semana, había que entretenerse con algo más que estar pendiente de que "saliera" un vuelo. Había que combatir el aburrimiento…

 

No sé qué vino primero, si fue mi afición a la lectura o fueron esas obscenas horas de ocio las que me invitaron a hacer algo más provechoso con el tiempo. Así fui abrigando el convencimiento de que no existía tiempo mejor invertido que el dedicado a los libros. Solo así me explico cómo pude haberme leído los siete tomos de “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust en menos de un par de meses. Hoy que lo medito, caigo en cuenta de que aquél no solo fue un “tiempo recobrado” (casi el título del último volumen) sino que fue tiempo bien invertido y mejor aprovechado, tiempo ganado al tiempo, tiempo que aproveché viviendo ese mundo paralelo que es el de la literatura, siempre entretenido con obras que, dado su tamaño o complejidad, de otro modo no hubiese sido factible que las pudiese disfrutar.

 

Lo comentado viene a cuento de un artículo de Javier Cercas, titulado “No leáis”. que he revisado en estos días (Palos de Ciego – El País), en el que se refiere a lo que leemos (o “decimos que leemos”) y comenta: “… el problema no es la gente que no ha descubierto el placer de la lectura (a estos basta con darles el pésame); el problema es la gente a quien lo que le gusta no es leer sino decir que ha leído, la gente que lee o finge leer no aquello que le gusta de verdad, o que podría llegar a gustarle, sino lo que piensa que debería gustarle…”, lo que parecería gustarle a los otros, diría yo. Se apoya el autor en el nombre de una librería que conoce. Su rótulo en catalán la identifica: “Nollegiu” (“No leáis”) que, según Cercas, no solo significaría “No leáis”, sino también “No leéis”, lo cual “no es sólo un consejo; también es una constatación”. Por mi parte, pienso que sería no solo aquello, sino además una provocación. O, como yo mismo he comentado: una admonición y una preocupada advertencia…

 

De vuelta a lo del “monomotor”, me gustaría matizar con una breve anécdota. Un día coordiné un vuelo para una funcionaria, a quien debía informar que el vuelo que se le había programado era en ese tipo de avión. ¿Qué quiere decir monomotor?, me indagó. “Que tiene un solo motor”, respondí. “O sea que si el motor se apaga, se cae el avión”, me replicó. “Bueno... no es una manera muy poética de decirlo”, le contesté. Al final, el vuelo no se realizó…


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