22 julio 2022

Gente de bien

Las aulas que correspondían a los tres primeros grados de la escuela daban a lo que llamábamos el “patio-de-abajo”. Entonces, nos habíamos hecho acreedores al gratuito mote de “chuzos”, sobrenombre con el que nos querían expresar su superioridad, si no cierto desdén, incluso los alumnos de los grados superiores de primaria, solo porque ellos también ya podían disfrutar de sus recreos en el “patio-de-arriba”, el mismo que ellos compartían con los estudiantes de secundaria. Llegar a cuarto de primaria, por lo mismo, era como haber llegado al purgatorio, solo teníamos que esperar otros tres años para llegar al paraíso de secundaria y –aquí viene lo interesante– para que los profesores se dirigieran a nosotros llamándonos con el apelativo de “señor...

Para mí esa expectativa, la de “llegar a más grande”, debe haber representado, desde luego, toda una ilusión; por eso quizá se me hicieron interminables los años de primaria. Debo, asimismo, haber estado en uno de los cursos vecinos al patio de abajo cuando en forma casual escuché a dos de mis hermanos, que ya habían llegado a secundaria, que les tomaban lecciones, asignaban tareas –y hasta les expulsaban de la clase– llamándoles con esa forma casi honorífica de respeto… “Señor Vizcaíno” para arriba y “Señor Vizcaíno” para abajo. Sí, realmente me parecía el paraíso. Y tal parece que incluso se podía tener un profesor para cada materia. ¡Era casi para sentirse universitario!

 

Y llegó el día de iniciar primero de colegio… Y, en efecto, nuestros múltiples maestros pasaron a tratarnos con esa nueva forma, distinta y nada acostumbrada. Pero... algo no encajaba, sin embargo, y creo que era que nosotros (los advenedizos) nos dábamos cuenta, y sin decirlo reconocíamos, que esto de llamarnos así era puramente un asunto cronológico, no obedecía a nuestro poco evidente cambio anatómico, y ni siquiera a nuestra precaria madurez, era solo una forma convencional y simbólica que utilizaban los maestros para dirigirse a nosotros. Si bien lo pienso ahora, pudo ser una forma de comprometernos a que actuásemos con responsabilidad, madurez y reciprocidad… Un algo por algo, un quid pro quo. Aquello era solo una forma de compensación.

 

Hacia finales de primero, llegó un nuevo educador. Tenía un cierto aire extranjero; lucía una calvicie prematura, vestía trajes oscuros y acostumbraba hacer caminatas en solitario alrededor del patio del colegio. Luego supimos que había sido desterrado de su país de origen, aunque más exacto sería decir que era exilado, se trataba de alguien a quien se había concedido asilo en nuestro país. Era cordial, aunque frontal y directo en el trato, algo burlón y desenfadado, jamás usaba un circunloquio; se fue aprendiendo nuestros apellidos, amaba la filosofía y la historia, el cine y la literatura, y, más temprano que tarde, nos enteramos que era cubano. Se llamaba Luis Campos Martínez, sonreía con algo de ironía en la mirada, y terminaba algunas de sus frases con aquél “a ver chico, tú”.

 

Al año siguiente, Campos ya fue nuestro profesor. Tan pronto como en su primera clase nos explicó porqué nos trataba del apellido, porqué no se dirigiría a nosotros usando aquel título de señor; para entonces, y sin que medie consulta ni subterfugio, ya se sabía todos nuestros nombres. “Señor es un título que no da la cronología, que se lo merece y se lo gana”, nos espetó, bajando un poco el volumen de su voz. “Es un título, un reconocimiento que van a ganarse más tarde –continuó–; al principio con sentido común y madurez; y –ya en la vida adulta– con sentido de honor y responsabilidad, con honradez y dignidad, con ‘hombría de bien’, ganándose el respeto ajeno”.

 

Un día tuve que ir a su casa para entregar un trabajo; así conocí el estudio que compartía con su esposa. La suya era una biblioteca que llenaba toda una habitación, en cuyo centro se enfrentaban dos escritorios que exhibían trabajos en proceso; eran mesas de estudio, con obras que se estaban consultando. Aquél fue todo un descubrimiento. Así supe lo que era la “sana envidia” y me hice el propósito de algún día tener una biblioteca parecida…

 

Más arriba he hablado de “hombría de bien”. En estos mismos días aquello de “gente de bien” es una expresión que se la está sacando de contexto (da mucha pena que se la esté distorsionando y se le quiera dar un carácter clasista). He de aclarar que aquello de ser “gente bien” y “gente de bien” son dos cosas diferentes, dos expresiones distintas. Gente bien es un concepto económico y social, se refiere a una élite, consiste en ser acomodado y pudiente; pero ser gente “de bien” es, en cambio, un concepto espiritual y moral –si se quiere, comunitario-, es ser decente y solidario, íntegro y cabal, honesto y leal a la palabra empeñada. Se puede ser gente bien pero no alcanzar a ser gente de bien. Tampoco es necesario ser gente bien para ser y actuar como todo un señor”, como una persona de bien…


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