08 julio 2022

El mapa del tesoro

“Hubo más imaginación en la cabeza de Arquímedes que en la de Homero” – Voltaire

Hace poco leí un artículo que mencionaba a un sabio de la antigüedad. Arquímedes es reconocido como uno de los más geniales matemáticos que han existido; fue natural de Siracusa que, aunque queda en Sicilia (y que hoy es parte de Italia), una vez fue parte de la Magna Grecia. Había nacido en el año 287 a.C. y vivió por 75 años. Era hijo de un astrónomo; es famoso por un principio físico que postula que “un cuerpo sumergido en un líquido, recibe un empuje igual al peso del volumen del fluido que desaloja”; dicen que cuando lo descubrió había salido a la calle en calzoncillos, a la voz de ¡Eureka! ¡Eureka! (Hallazgo). Dicen que dizque era un tanto elevado…

 

Arquímedes pertenece al linaje de quienes no dejaron nada escrito, consideraba el trabajo físico, o el ejercicio de un arte hecho por obligación, como innoble y vulgar; por ello, siempre se dedicó a realizar aquello que no estuviera afectado por “el reclamo de la necesidad”. Propuso que el volumen de una esfera contenida dentro de un cilindro era equivalente a la mitad del volumen de ese cilindro. Un día, en un ataque de rabia, planteó un problema relacionado con el cálculo de un cierto número de cabezas de ganado, acertijo que no se había podido resolver hasta 1981 (algo así como 2.200 años), y solo con la asistencia de una súper-computadora.

 

Hacia 1988, Paul Hoffman escribió un libro titulado “La revancha de Arquímedes”, Las alegrías y riesgos de las matemáticas (“Archimedes’ Revenge”, The joys and perils of mathematics), este constituye uno de los textos más entretenidos que haya leído en mi vida, consiste en un ensayo que –literalmente– alguna vez lo devoré. El libro empieza con una frase de Newton: “Si he alcanzado a ver más lejos que los demás, es porque me he parado sobre los hombros de gigantes”… “No hay duda, dice Hoffman, Newton con seguridad estuvo pensando en Arquímedes”.

 

Hay en el libro un misterioso texto. Es anterior al prólogo, e incluso al índice, consiste en una especie de anuncio; hasta pudiera decirse –si fuera un libro digital– que sería uno de esos impertinentes mensajes que requieren de previa aceptación (los benditos “cookies”). Es un anzuelo que distrae y roba la atención: se refiere al supuesto entierro de un fabuloso tesoro que despierta el ánimo codicioso del más frugal de los mortales. El críptico recado cuenta: “Thomas Jefferson Beale, un aventurero del siglo diecinueve, explorador y buscador de fortunas, dejó tres hojas que en apariencia contenían sendas secuencias de números aleatorios. Pero no eran aleatorios, contenían un código; ya la segunda hoja ha sido descifrada con éxito. Los papeles dicen, en resumen, que en algún lugar de Bedford, Virginia, Jeff Beale enterró 2.921 libras de oro, 5.100 libras de plata, y 3.35 millones de dólares en joyas. La última línea del segundo documento reza: ‘La primera hoja describe la ubicación exacta del cofre…’”

 

Beale, un tipo alto, moreno, bien parecido y, además, atractivo para las mujeres, había hecho amistad con Robert Morriss, el propietario de un hotel en Lynchburg, Virginia. Morriss era un hotelero reputado como íntegro y honrado, a quien en enero de 1822, antes de salir a otra de sus exploratorias aventuras, el forastero habría encargado una caja metálica. Seis meses después, el empresario habría recibido una nota con la noticia de que Beale se demoraría un par de años en volver y con instrucciones para que la caja que le había dejado, que contenía papeles ininteligibles, no fuera abierta sino hasta después de diez años, en el caso de que no retornara. La nota indicaba que la clave para interpretar los documentos la tenía otro individuo que tampoco podría remitirla hasta cumplido ese mismo plazo.

 

Jamás se volvió a saber nada de Beale. La carta mencionaba la existencia de un botín enterrado en algún lugar no determinado. En cuanto a los papeles, se había previsto que, con la ayuda de la clave, se podría ubicar el escondite y se revelaría el nombre de sus 30 propietarios. Morris debía repartir el tesoro en 31 partes (una para cubrir sus servicios) pero nunca recibió la clave. Antes de morir, en 1863, Morris compartió el secreto con James Ward, un barman de su confianza, quien logró descifrar el segundo papel pero perdió la cabeza tratando de interpretar los otros dos. Ward había logrado adivinar que el texto del segundo documento se descifraba con ayuda de la Declaración de Independencia. Esa hoja revelaba el lugar, pero también advertía que solo la primera hoja señalaba su localización exacta. Ward, cansado y desilusionado, habría decidido publicar lo que ya conocía hacia 1894.

 

¿Es esta extraña historia una formidable estafa, quizá una simple engañifa para confundir a los avariciosos o a los inocentes? Bueno, la historia sigue ahí, por si alguien pudiera estar interesado…


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