08 febrero 2021

Eso de morir por las palabras

Luego de la publicación de la primera gramática castellana, atribuida a Antonio de Nebrija, asunto que ocurre en el mismo año del Descubrimiento, existen tres iniciativas relacionadas con la elaboración de un diccionario. La primera pertenece al propio gramático complutense; es un diccionario latín-español; la siguiente es el Tesoro de la lengua, de Sebastián de Covarrubias, publicado en 1611, a caballo entre la publicación de la primera y la segunda parte del Quijote; y, la última, siguiendo un orden cronológico, es el primer empeño de la Real Academia, conocido como Diccionario de Autoridades, que ve la luz en el año 1726.

 

Bien vale una breve digresión acerca del Tesoro: Covarrubias era nacido en Toledo y de ascendencia sefardita; había sido un clérigo erudito, capellán de Felipe II y canónigo hasta su fallecimiento. Su intención fue elaborar una obra con carácter etimológico, intentaba conocer el origen de las palabras para indagar su significado. Buscaba encontrar parecidos con los vocablos hebreos. Su obra, a más de ser un diccionario, es un trabajo enciclopédico; está escrita en un estilo personal: revela anécdotas, historias y divagaciones. Respecto al nombre del texto: siempre me asaltó la inquietud de si ese Tesoro quería significar “conjunto de riquezas” o si era una traducción del “thesaurus” latino e inglés, en el sentido de catálogo lexicográfico.

 

De vuelta a lo que nos interesa: habría de pasar casi un cuarto de milenio para que alguien propicie nuevamente un trabajo similar. De pronto, hacia mediados del siglo pasado, se publicaron tres nuevos e importantes diccionarios, en el lapso de tan solo veinticinco años, uno cada doce años: el Diccionario Ideológico de Julio Casares en 1942, el etimológico de Joan Corominas en 1954 y el Diccionario de Uso del Español, de María Moliner en 1966. En el argot lexicográfico se los identifica como el Casares, el Corominas o el María Moliner:

 

* “Diccionario Ideológico” de Julio Casares. El autor había nacido en Granada; era filólogo, lexicólogo y lexicógrafo de formación. Le habría tomado veinticinco años la elaboración de su obra, la llamó “Diccionario ideológico de la lengua castellana”. Al contrario de lo tradicional, dirige hacia el significante partiendo del significado. Pudiera decirse que es un diccionario para ser consultado al revés...

 

* “Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana” de Joan Corominas. El autor era catalán y un reputado filólogo, lexicógrafo y etimólogo. Hay tres versiones: el “Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana”; el “Breve diccionario etimológico de la lengua castellana”, que es la versión abreviada; y el “Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico”, preparado entre 1980 y 1991 en colaboración con José Antonio Pascual.

 

* Finalmente, merece un tratamiento especial el esfuerzo de la aragonesa María Moliner, quien nace con el siglo. María había sido archivera, bibliotecaria y lexicógrafa y había dedicado quince años de su vida a la preparación de este monumental diccionario, el mismo contiene cerca de 200.000 definiciones y es casi dos veces más extenso que el DRAE. Moliner preparó por propia cuenta el “Diccionario de Uso de la Lengua Española”, una iniciativa que, ella reconoce, permitiría “ir de la palabra a la idea y de la idea a la palabra”. Su propósito fue “conducir al lector desde la palabra que conoce al modo de decir que desconoce".

 

Moliner procuró elaborar un diccionario que cubriera las carencias de los ya existentes. El compendio de su propósito fue: “dada la idea, encontrar la palabra mediante la cual esa idea pueda ser expresada más precisa y adecuadamente”. Su experiencia como bibliotecaria le ayudaría a encontrar deficiencias en el diccionario de la Academia; su alternativa fue un texto compuesto no solo por definiciones, sino también por sinónimos, expresiones y frases hechas. Repetía sin presunción, y justificado orgullo, que su obra era “única en el mundo”.

 

Hacia 1952, su hijo Fernando le habría obsequiado el “Learners Dictionary of current English” de A. S. Hornby, que lo había descubierto en Paris. Desde entonces, Moliner habría dado con lo que estaba buscando; y esa casualidad habría marcado, de ahí en adelante, la inspiración para la tarea más importante de su vida. En otra ocasión, luego de haber publicado el diccionario, su hijo le habría regalado un ejemplar del Roget’s Thesaurus, aparecido en 1852. Asombrada y feliz, habría exclamado: “es justamente lo que yo había intentado hacer”.

 

Las ediciones posteriores no fueron bien vistas por sus herederos, quienes repudiaban que las revisiones no habrían conservado la metodología ni el esquema ideado por su madre. Llegaron a calificar a esas ediciones como apócrifas, reclamando que se había mutilado el texto original, que había desaparecido el índice y que no se había conservado el ordenamiento que debía caracterizar al diccionario. En efecto, no se habían utilizado los “catálogos” ideados por Moliner y se los había reemplazado por un inadecuado orden alfabético. María Moliner fallecería a los ochenta y un años, luego de seis años tormentosos de una demencia que le habría ido robando el uso de esas mismas palabras que un día fueron su razón de existir.


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