12 agosto 2018

La soberana estupidez

He leído que la llamada “corrección política” no es sino una nueva forma de dogmatismo. Y pienso que es más grave, a veces, que el mismo dogmatismo religioso. Pues, bien pensado, no es ni corrección ni es política; no pasa de ser una manifestación velada de nuestros complejos, de la estolidez y de la ignorancia; no es sino una forma como se expresan las deficiencias de nuestra escolaridad básica, aquello que en nuestros tiempos de colegio se conocía como cultura general. “Humanidades modernas” la llamaban, mis preceptores y maestros.

Porque aquello del “ecuatorianos y ecuatorianas”, “ciudadanos y ciudadanas”, “diputados y diputadas”; o, como dicen por ahí, no sin cierta cuota de ironía, aquello del “miembros y miembras”, no es sino una forma soberana (en el sentido de grande o extraordinaria, como lo define nuestro diccionario) de estupidez, que no se rige por el principio básico de corrección que exigen las normas de buen uso de nuestro idioma, inspiradas en un sentido elemental de economía; a menos, claro, que dicha distinción sea necesaria para la claridad del contenido, o para cuando la generalización en masculino pudiera producir ambigüedad.

“Una ‘severenda’ estupidez”, hubiese dicho un antiguo colega, a quien no he visto por algún tiempo. Intuyo que lo que el amigo quería utilizar era un contundente adjetivo que entrañara el sentido de tremendo, o -quién sabe- de reverendo, con el sentido de ‘digno de reverencia’. El punto es que dicho individuo lo utilizaba siempre como el adjetivo de su preferencia. Mas, como era un terminajo que yo no recordaba haberlo escuchado a otras personas, resolví que aquel era un seudo vocablo al que él había decidido darle carta independiente de identidad. Sucede, sin embargo, que no había sido así... En los últimos meses he escuchado con cierta regularidad la vicaria palabreja. Que ‘severendo’, por allí; o que ‘severendo’ por allá...

Hago aquí un breve paréntesis, o digresión, porque es de eso que quiero también hablarles. Alguien trató de reconvenirme por mi postura frente al uso de un término que consideré, en una de mis anteriores entradas, como incorrecto. Me refiero a una palabra inexistente en el diccionario: la voz “disgresión”. Pues, si lo que queremos es “romper el hilo del discurso”, o hacer una breve explicación, no siempre relacionada con el tema a tratarse, o hacer un ligero aparte, entonces debemos hablar de digresión, nunca de la palabra antes citada.

La Academia no reconoce disgresión, aunque bien pudiera hacerlo, pues si -por ejemplo- agitación es la acción y efecto de agitar, disgresión pudiera reconocerse como la acción y efecto de disgregar, la de desunir o separar. Pero no es eso lo que se quiere decir cuando se utiliza la referida expresión. Pudiera también argüirse que deberían reconocerla como válida, en base a aquello de “la fuerza de la costumbre”, pero bien es sabido que la mencionada institución no obedece a la solicitud de sanción de voces innecesarias; no se diga al pedido de que se acepte el uso de términos que son empleados en forma incorrecta, como es el del caso en mención.

De regreso a lo que hoy nos interesa, ciertamente que aquello del “ciudadanos de los dos sexos” es una ridícula costumbre, inspirada tal vez en la necesidad de “empoderar” (como dicen ahora) al elemento femenino. Creo que, a excepción de los países islámicos y de uno que otro regazo tradicionalista en unos pocos países orientales, el mundo moderno está muy claro con respecto a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Esto, a nuestros países le ha tomado un par de generaciones (quizá al resto del mundo va a tomarle algo más de tiempo), pero seguir usando esa tonta e insulsa dicotomía, se me antoja innecesario.

A esta nueva tendencia es a lo que ahora llaman “lenguaje inclusivo” o “no sexista”. Al respecto, me he entretenido en estos días con un documento suscrito por el académico Ignacio Bosque, miembro de número de la Real Academia; él se pregunta, por muestra de ejemplo: ¿Cómo escribir Juan y María viven juntos?, si atendemos a esos reclamos (¿viven junto y junta, por ejemplo?). O, qué tal: están contentos (¿están contento y contenta?). O, también, se ayudan uno al otro (¿el uno a la otra?, ¿o la otra al uno?)... O, ¿qué tal?: estoy con mis padres, ¿sería necesario que se diga: estoy con mi padre y con mi madre?

Es absurda esta parafernalia de la “corrección política” que, en la práctica, no es sino una forma embozada de incorrección gramatical. Consiste, por lástima, en una estructura forzada que no va con la forma natural de utilizar el lenguaje. Este “feminismo folclórico” lo único que hace es propiciar repeticiones y desdoblamientos artificiales y alambicados. Por desgracia, la propuesta está basada en el pretexto de defender a las mujeres, con el argumento de que desdoblando los nombres estaríamos ‘visibilizando’ a la mujer, como si el uso del femenino en algo ayudaría a este propósito; desconociendo, además, que cuando se usa únicamente el masculino en español, se incluye también, de manera extensiva y automática, a las mujeres.

Por todo lo expuesto, y como lo recomienda el propio autor: dejemos, más bien, que sean los académicos, y no los feministas, quienes representen al léxico, la morfología y la sintaxis...

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