08 junio 2021

La aguja y la raja de leña…

Fueron esas, las dos primeras veces que fui a una casa de salud. No podría llamarle clínica u hospital porque, técnicamente, el edificio no era ni lo uno ni lo otro; era más bien lo que hoy se llamaría un “centro médico”, un lugar donde existían distintos consultorios que atendían casos de distintas especialidades. Era una construcción reñida con la arquitectura tradicional que, aun de niño, me invitó a conjeturar si eso de que sus paredes fueran onduladas, no estaba en desacuerdo con los fines prácticos que persigue la propia medicina. Su diseño obedecía tal vez a un momento de la vida de la ciudad cuando, por el solo prurito de optar por el Premio al Ornato, los constructores proponían cualquier novelería… Hablo del edificio de la Cruz Roja, avecinado al parque de la Alameda.

Algo había en las clínicas y hospitales que creo que me repelía. El hecho de que ahí se tratasen los síntomas de la enfermedad, o que pudieran considerarse como un preludio para el deceso, quizá les daba un carácter que obligaba a la parquedad y quién sabe si a intuir que contenían una cuota de cierto misterio. Ahí la gente se comunicaba solo con gestos o con inaudibles susurros. Recuerdo que allí los pisos estaban cubiertos por unas piezas cuadriculadas de vinilo. El personal vestía unos blancos e impolutos uniformes que ayudaban a crear ese ambiente solemne que aparentaban los seguidores de Galeno, profesionales circunspectos que ayudaban a transitar por la cornisa misma de los farallones de la muerte…

Dos veces fui a parar allí hacia el final de mis días de escuela; ambas coincidieron con sendos accidentes domésticos en los que el paciente, vale decir el lastimado, fue por desafortunada coincidencia mi querida y siempre hacendosa abuela. Si años atrás, alguna vez, yo había tenido que correr calle abajo, con ánimo desconsolado, debido al inesperado envenenamiento de una de nuestras infantiles mascotas, entonces tuve que hacerlo para acompañar a mi confusa abuela al dispensario más cercano, buscando una atención perentoria, en vista de las dos insólitas emergencias que aquí relataré. Estas sucedieron en el lapso de pocas semanas y se convirtieron en episodios que me quedarían grabados en la memoria en forma indeleble. Hoy mismo, no recuerdo sin embargo cuál sucedió primero; pero así fue como estos absurdos y tragicómicos eventos sucedieron.

Vivíamos enfatuados por aquellos días con una novedosa forma de entretenimiento. La habíamos copiado de los vecinos que habitaban en el piso inferior; eran ellos tres muchachos mayores a nosotros, que debían estar cursando los años medios de colegio. Desde el piso de arriba, como apostados en un favorecido atalaya, veíamos cómo ellos habían construido una suerte de pista de carreras para hacer rodar canicas de colores. Allí, ellos se empeñaban en realizar unas competencias interminables cuyos resultados eran siempre impredecibles...

No pasó ni una semana, pero lo siguiente que sucedió fue que, sin permiso de los interfectos y sin ápice de respeto a su propiedad intelectual, más temprano que tarde habíamos no solo copiado su arquitectura, sino mejorado con creces el lúdico como divertido invento. Solo nos bastó con atisbar lo que habíamos presenciado. Recurrimos a las camas que no se utilizaban en la casa, aquellas que yacían olvidadas en el soberado, tomamos los largueros y las tablas que antes se utilizaban como sucedáneo de los somieres para asentar los colchones y nos dedicamos a la ímproba tarea de construir nuestra propia versión de la “Fantástica-y-mundialmente-famosa-cerrera-de-bolas-de-los-hermanos-Vizcaíno”. Para las barreras de contención, de esta improvisada obra de arte, utilizamos las amontonadas rajas de leña que se nos había mandado arrumar en la azotea posterior. Entonces, adecuamos los dispersos implementos y ¡ya estaba!. La copia había superado al rústico prototipo.

Pero, no siempre la alegría viene exenta de desgracia… Una tarde, mientras yo reordenaba las “rieles de contención de la pista”, una de las rajas resbaló del antepecho de la azotea y cayó al patio desde el tercer piso. Lo siguiente que supe es que la pieza había caído sobre la cabeza de nuestra incansable abuela quien, ajena a nuestras entretenciones deportivas, había estado, a esas mismas horas, tajando en trozos más delgados unos renuentes troncos de leña. La diosa Fortuna estuvo de nuestro lado aquella tarde: la abuela Carlota siempre creyó que uno de esos reticentes y díscolos troncos había saltado y le había producido aquella sangrante herida…

Con una aguja de coser habría de suceder algo con un cierto parecido. Esta le había pinchado a la abuela en la muñeca mientras lavaba un delantal escolar de mi hermana Lolita. Para cuando ella intentó extraer de su cuerpo el delgadísimo metal, una parte del mismo se quebró y el trozo restante continuó hacia la parte superior del brazo, por el torrente sanguíneo… Nunca, como en estas tristes circunstancias, la había visto tan nerviosa e intranquila.


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario