22 diciembre 2023

Otro ángel más en el camino…

No sé cómo no me di cuenta enseguida. Solo hoy he comprendido que él era el mismísimo Ángel de la Guarda… Se me fue acercando lentamente luego de que yo había estacionado junto a la vereda del parquecito y se me aproximó esbozando una amigable sonrisa. No sé, tampoco, cómo no me había dado cuenta que tenía las alas replegadas y escondidas detrás de su encorvada espalda. Me dijo su nombre y repitió dos veces el apellido; con voz algo premiosa y ronca subrayó: Freile, Freile, “con ele de longo lindo”… Me contó que había sido ingeniero vial, ingeniero de caminos. Pertenecía a la primera promoción de un prestigioso colegio municipal y, mintiéndome su edad, me dijo que tenía 58… Es que soy matemático, aclaró, “y, como usted sabe, el orden de los factores no altera el producto”. Y, sonrió…

Es ya un octogenario, pero es de aquellos que desde temprano han comprendido que la edad no está en los años ni en la cronología, que la juventud es una forma de actitud, un estado de disponibilidad ante las circunstancias y ante los hombres, una forma de aceptar las arrugas del rostro pero procurando no tenerlas en el alma: no tener rencores ni resentimientos, vivir cada nuevo día con –también– una fresca y renovada predisposición, alimentando la curiosidad y la ilusión, sabiendo que la próxima e ineludible despedida es parte de la ecuación acordada… No vive muy lejos de mi casa, tardé en darme cuenta de su real condición. Hoy sé que Dios lo puso esa mañana en el parque para distraerme, para probar el verdadero rigor de mi fe…

 

Le fascinan los números, pero lo que en realidad le seduce es resolver crucigramas; también está convencido de que todo –de algún modo– nos cambia y no tenemos que resistirlo, que la vejez nos regala con el ocio y que este no es para nada negativo, sobre todo si sabemos convertir, aunque sea una parte de ello, en provechosa creatividad. Está persuadido que una buena vejez implica seguir sintiéndose lúcido y, quién lo dijera, seguir siendo generoso, seguir aportando con algo al disfrute y bienestar ajeno… Aquello, él cree que nos permite “seguir estando” (una forma de gerundio), o “seguir ‘a las puertas’ de la vejez sin necesidad de entrar en ella”. Y prepararse para ello requiere: seguir activo, intentar sentirse lúcido y procurar cada día no dejar de tratar a los demás con empatía y generosidad.

 

Lo fui a buscar esa misma tarde, con las referencias que en la mañana me había dado (hoy sé que él “lo tenía fríamente calculado”). Lo invité a que viniera conmigo, y me acompañara a tomar un café. Me había dado sus coordenadas con tal precisión que no tuve inconveniente en deducir que no tenía la edad que aparentaba (solo los de veras jóvenes saben explicar una dirección o describir una ubicación; y saben, asimismo, interpretar unas instrucciones; o dejarse explicar una manera de llegar”, me había dicho). Y, claro, ahí mismo estaba su casa, junto a un colorido y alegre parvulario. Toqué el timbre y fue como si lo hubiese anticipado; ahí estaban su sonrisa y su cabello desordenado. Pero, él seguía con las alas replegadas… ¡tal vez no quería que las vieran los vecinos!

 

Creí que le debía una explicación, en la mañana lo había dejado con la palabra a flor de labios. Aquella apresurada aceptación mía, la de que el perro tal vez se me había escapado, me había obligado a una súbita despedida que interrumpió lo que con entusiasmo me había estado contando. No tuve que mencionarle que ya lo había encontrado; algo en su actitud y en su sonrisa me persuadió que alguien de la central” ya le había contado las buenas noticias (o, no sé –uno nunca sabe– quizá fue que mi propia distención, o tranquila actitud, era la que me había delatado, y él así lo supo interpretar). “Siempre es bueno devolver un favor” me había dicho, y más tarde me insistió lo mismo, mientras nos tomábamos un capuchino en el lugar donde el Fusco reapareció.

 

Era el tercer personaje –dotado con esos mismos adminículos– que en tan poco tiempo se me presentaba. Ya esa mañana, ahí mismo, en ese diminuto parque, se me había aparecido otro que voy a llamar Telmo (sí, bien sé que todo ángel que se precie debe tener nombres que terminan con el sufijo “el”). Este, al contarle lo sucedido, levantó sus brazos al cielo y pidió con profundo fervor que apareciera el extraviado… Y solo un día antes, en otro parque que suelo visitar, vi otro que caminaba en solitario por un arbolado sendero; lucía esos pantalones holgados que hoy ya nadie quiere vestir; “¿cómo sigue su mujer?”, le pregunté. No pudo contestarme, una lágrima resbaló por su mejilla; sollozando puso su cabeza en mi hombro. Este, sé que se llama Rafael; y esta vez sí pude sentir sus alas…


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