15 diciembre 2023

Un corso de miserables

El trayecto entre Madrid y Salamanca suele tomar un par de horas. Una vez que se ha pasado Ávila, y cuando ya se han cumplido los primeros noventa minutos de camino, uno encuentra una pequeña población, esta se llama Peñaranda de Bracamonte –uno de esos nombres tan musicales y de engañosa prosapia que suelen tener los caseríos españoles–. Es ese un buen momento para tomar un refresco y optar por un aventurado desvío. Ahí, en ese erial agreste de terrenos arcillosos, serpentea un camino que conduce a Alba de Tormes, la diminuta aldea donde un autor desconocido hizo nacer a Lázaro González Pérez, el perspicaz protagonista de una de las historias más graciosas jamás contadas, el paradigma de la novela picaresca.

Esa aldea, Tormes, está avecinada a un río de idéntico nombre. Es la misma tierra donde han enterrado a Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, joven religiosa que usó el nombre de Teresa de Ahumada y que conocemos como santa Teresa de Ávila. Es también el lugar donde se yergue altanero el castillo de los duques de Alba de Tormes o de Alba, a secas, hermosa propiedad perteneciente a una de las familias de más rancio abolengo que existen en España: son los descendientes del primer titular del ducado, don García Álvarez de Toledo. Aquella posesión hoy pervive en manos de Carlos Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo. 

 

Nadie sabe quién mismo escribió el Lazarillo. Publicada ya en 1554 con el extenso título de “La vida de Lazarillo de Tormes; y de sus fortunas y adversidades”, es una novelita muy breve, tan sumaria como la aldea donde nace su personaje. Escrita en primera persona, utiliza la técnica epistolar y, aunque es una novela anónima, sería más exacto decir que se trata de una obra apócrifa, pues está firmada por el propio Lazarillo que, como se intuye, el suyo es solo un nombre ficticio, uno que ha sido utilizado exprofeso. Era el Siglo de Oro español, siglo –por lo demás– de rígido y pleno auge de la cuestionada Inquisición, momento propicio para el encubrimiento de traviesas autorías. El Lazarillo es una historia de argucias y picardías, una para ser leída no sin cierta sonrisa.

 

La obra es un informe, un reporte preparado por Lázaro y presentado a alguna autoridad (quien, a lo mejor, lo solicita). En la relación, Lázaro cuenta parte de su vida como un rapaz desprotegido, narra sus experiencias con una extensa variedad de personajes tacaños que, a pretexto de protegerlo, se aprovechan de su condición de mozo de servicio, cada cual más rácano y miserable. Así, él cae en manos de diversos prototipos: un astuto y falso ciego, el clérigo mezquino, un escudero frugal, un fraile indevoto, un embaucador de indulgencias, el capellán anodino y hasta un lujurioso arcipreste. Es ese un ubicuo muestrario de la avaricia, la de ese tiempo y la de todos los tiempos.

 

Estos supuestos benefactores se expresan como una versión descarnada de la más cicatera miseria humana. Pero es, hacia el final de la obra, en su Tratado séptimo, que el sufrido denunciante confiesa un abuso de confianza: la proximidad carnal de un miembro del clero con su propia esposa, a pesar de que este ha persuadido al cándido personaje de los supuestos “beneficios” que la rijosa relación a todos ofrece. Lo triste es que el marido “adornado” ha aceptado aquella disimulada proximidad como una fórmula que a los tres parece dejar conformes: esa irregular relación que el eclesiástico mantiene, a vista y paciencia de su feligresía, con la pareja ultrajada.

 

Hay en el Lazarillo en ocasiones un disimulado reproche a la hipocresía religiosa, a la cicatería y concupiscencia de algunos miembros del clero. Ahí estaría la razón para la posterior intervención de la “santa” Inquisición frente a la novela, la misma que, tan temprano como en 1559, fue prohibida de publicarse y difundirse. Solo sería en 1573 cuando se censuraron y suprimieron dos de los tratados (capítulos): el IV y V del Lazarillo castigado. Todo ello estaría ligado al anonimato referido, aquella inminente posibilidad de las sanciones consecuentes.

 

En cuanto a la autoría, existen al menos tres candidatos: uno es un fraile jerónimo, Juan de Ortega, en cuya celda se habría hallado un manuscrito; Ortega habría llegado a General de los Jerónimos, lo cual explicaría el propósito. Un segundo sería Diego Hurtado de Mendoza, poeta y diplomático (no confundirlo con el militar del mismo nombre), según lo registrado en el Catálogo Hispánico de Escritores Famosos, y también mencionado en el Diccionario de Autoridades. Un tercero pudiera ser un miembro del círculo erasmista, uno de los hermanos Valdés (Juan o Alfonso), quien habría sido perseguido por la Inquisición y que pudo estar familiarizado con los escenarios de la historia.


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario