03 octubre 2020

Ni mono ni mandril

Razón tenía un distinguido amigo, él mismo columnista del diario El Universo, cuando, en respuesta a uno de mis comentarios, me contestó: “Tengo un lema: es Academia de la lengua, y no lengua de la Academia”. Y es que por siempre estuve persuadido que la voz inglesa “gibbon” se traducía como mandril, hasta que descubrí que la palabra que lo reemplazaba en castellano era la de gibón; palabra que define el DLE como: “mono antropomorfo arborícola... que se caracteriza... por carecer de cola”. Pero claro, como dicen por ahí: “quien tiene boca se equivoca”, ya que los primates, de acuerdo a que dispongan o no del mencionado adminículo, se dividen en monos y simios. Si el primate carece de cola es simio; si la tiene, es simplemente mono.

Así que tanto la Academia como yo habríamos estado equivocados: aquella por lo explicado; y éste humilde marqués por haber confundido la gimnasia con la magnesia (un mono con un simio). Por tanto, hago una confesión adicional: jamás he visto un gibón “de a de veras” en mi vida, ni en vivo ni en cocinado. Ni siquiera en esos bien provistos zoológicos que hoy existen por todas partes; y si lo he visto, no recuerdo. Se me ha venido a la mente la palabra "gibbon" porque he recordado el apellido de un historiador británico que admiro, más que por su método por su elegante estilo, se llamó Edward Gibbon, y escribió en la segunda mitad del siglo XVIII un documento prodigioso, lo llamó “Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano”.

Del pensamiento y trabajos de Gibbon nadie me habló en mis tiempos de colegio y nadie me lo recomendó tampoco en mis ocasionales escarceos autodidactas. Puede decirse que lo descubrí al azar una tarde de lluvia, sentado en el piso de la librería Barnes & Noble de la Quinta Avenida en Manhattan, mientras esperaba que amainase la lluvia para regresar a mi hotel. Es probable que ahí mismo, aquella tarde, hubiera descubierto el motivo para que nunca lo hubieran mencionado mis perceptores y maestros; y era que, aunque él había profesado fugazmente el catolicismo, su propuesta se basaba en que la causa de la citada decadencia consistía en el auge de una organización religiosa y sus valores: el cristianismo.

Si la obra de Gibbon había pasado a formar parte del directorio de libros prohibidos que la Iglesia bautizó como Índice, era probable que hubiésemos tenido escasa referencia de la mencionada obra y que nuestros planes de estudio no la hubieran incluido. Su obra no solo impresiona por su erudición y paradigmático estilo; lejos de constituir una elegante narración de episodios bien descritos, es más bien un clásico literario, por medio del cual se hace relación de los hechos y sus protagonistas, sin descuidar por ello el análisis del influjo de tales sucesos en la misma sociedad cuyo fracaso el escritor británico quiso interpretar, y sin perder oportunidad para postular su crítica a la vulnerabilidad de la condición humana.

Para Gibbon, la declinación del Imperio se produjo principalmente por un motivo, al menos influyente: la estructura y los nuevos valores que vino a proclamar una doctrina que había pasado a convertirse en la religión oficial del Imperio. Dicho influjo, para el británico, convirtió a la Edad Media en una edad oscura; se hizo ostensible la acumulación de bienes por parte de la Iglesia, su intervención en asuntos terrenales y su intolerancia, no solo hacia las demás religiones, sino a las disensiones internas. Imposible no mencionar los incontables conatos de cisma, la permanente aparición de “herejías”, o posturas divergentes, que dieron margen a excomuniones y apostasías; a nuevos dogmas, a interminables sínodos y concilios.

Edward Gibbon sugiere que se produjo un deterioro de los valores tradicionales en la sociedad. El surgimiento de una nueva mentalidad fortaleció la jerarquía de la Iglesia en detrimento de la estructura militar del Imperio. Como consecuencia, también la economía se vio afectada y, de pronto, los nuevos valores alteraron el ritmo de desarrollo cultural que se había consolidado durante la antigüedad greco-latina. Ahora el arquetipo estaba definido por la piedad y el conformismo; la vida del hombre solo alcanzaba trascendencia en un “más allá” etéreo e hipotético que le inducía a la reclusión, que le empujaba a la encrucijada de la culpa y el arrepentimiento, que propiciaba un comportamiento gazmoño que condenaba toda forma de disfrute y entretenimiento. Así, la religión devino en una nueva forma de superstición.

Gibbon estuvo relacionado con la nobleza, aunque había sido descuidado por sus padres. Tuvo algunos hermanos, pero todos fallecieron en sus primeros años de vida. Él mismo era enclenque y enfermizo; tenía una salud muy precaria. Hacia el final de sus días sufrió de hidropesía testicular. Su frágil condición le sirvió de estímulo para enriquecer su erudición y conquistar sus logros académicos. Como era costumbre por esos años, fue albergando la ilusión de viajar por Europa y conocer la “ciudad eterna”; quería efectuar el llamado Grand Tour, para reconocer las raíces de la civilización Occidental. Una vez en Roma, en medio de sus ruinas, se prometió dedicar su mejor esfuerzo para escribir, con un estilo similar al de su venerado “Tulio” (Cicerón), acerca de tan formidable Imperio.


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