28 octubre 2020

Las redes, las redes

“Lo más fascinante de las redes sociales no es su reflejo de la realidad, sino la faceta dislocada, absurda a menudo, que de ella muestran (…) Cuando se convierten en retrato disparatado, caricatura grotesca del ser humano construyendo o pretendiendo hacerlo, con la osadía de su ignorancia, la arrogancia de su vanidad o lo turbio de su infamia, un mundo virtual que nada tiene que ver con el real”. Arturo Pérez Reverte. Patente de corso.

Red y su plural “redes” son palabras equívocas, y quizás ambiguas, se prestan a diferentes sentidos y, por lo mismo, a diversas interpretaciones. Una red, por una parte, insinúa un tinglado, algo que comunica, relaciona e interconecta; como lo sería un sistema de enlace y apoyo eléctrico o, quizá, el propio internet. No es, en el mismo sentido, una ironía que podamos también hablar de una red cuando nos referimos con idéntica palabra a una organización delictiva que persigue non-santos propósitos, como lo sería un grupo dedicado a apropiarse de los bienes ajenos o lucrar del narcotráfico. En estos casos, una red sugiere no solo un sentido de enlace, sino además de apoyo; un sistema estructurado, quizá inclusive una actividad ilegal o secreta, y una cierta jerarquía. Se trata de acciones diversas que apuntan a un idéntico fin, y exigen una entidad y un funcionamiento complementario.

Pero hay también el otro significado, el de red como algo que detiene, que limita o que atrapa. Es el sentido primigenio y original. Este es el sentido en el que pensamos cuando imaginamos la red de algunos artilugios deportivos, o una red para sostener el cabello, un aparejo o instrumento de pesca o, tal vez, una telaraña. En cualquiera de estos casos, hay algo de común en estos significantes: todos proponen similar idea, la de algo que convoca, que retiene y que atrapa. No deja de sorprender, por lo tanto, que cuando hablamos de redes en el primer sentido, en el de algo que relaciona, comunica o interconecta, estamos abriéndonos también a la otra extraña posibilidad, la de que nos referimos a elementos de los que pasamos a depender, de modo que no sea fortuito que ellas nos atraigan con cierta maña.

Pienso en todo ello, mientras medito en el uso y abuso de las omnipresentes redes sociales, hijas díscolas de ese padre indulgente llamado internet. Pienso en Twitter o WhatsApp, por ejemplo, o en la democratización de una opinión antojadiza, desconsiderada e irresponsable que aliena, entorpece y satura; que se aleja del propósito de una herramienta que debería ayudar a mejorar nuestra calidad de vida; y que, mal utilizada, solo sirve para incordiar, propagar falsa información y coadyuva a confundir y desorientar. Esto, para no mencionar la intrusión del pensamiento ajeno, a través del perentorio método del reenvío fácil.

Las redes, sin un protocolo de uso y sin una cultura de adecuada utilización, se han convertido en una herramienta irresponsable que fomenta el anonimato. Otro asunto es su desdén, y hasta desprecio, por la correcta ortografía, que no hace sino desnudar las enormes falencias de los sistemas de enseñanza que se ejercitan en los distintos centros educativos. Es grave cuando en esos lugares de supuesta “opinión” se exhibe un maridaje de cobardía e ignorancia que recoge lo más ruin y sórdido de la condición humana. Es una lástima que parezcan disponer del mismo espacio, el criterio sabio y ponderado, igual que el insulto profano, abyecto y, a menudo, procaz.

Así como las redes han significado un profundo avance para la vida  del hombre moderno, va a hacer falta un nuevo protocolo para limitar el espacio de quienes insisten en emplear estos medios en forma irresponsable. Sin un código de conducta y sin un compromiso general para hacer de las redes lugares para ejercitar la decencia y el respeto ajeno, estos medios irán cayendo inevitablemente en la ciénaga de la afrenta, la infamia y el permanente atentado contra la dignidad de la gente de bien. Más temprano que tarde una nueva iniciativa va a propiciar una forma de censura que respalde el trato digno, la valoración de criterios calificados y la integridad.

Si las redes van a convertirse en terreno fértil para el desate de pasiones descontroladas, la ignorancia y el fanatismo, sería mejor volver a nuestros antiguos métodos, y compartir un acuerdo o sana discusión con gente decente que nos sepa respetar, gente con valores a la que podamos contar entre nuestros amigos. Sería preferible que las redes solo sirvan para conectarnos y no para atraparnos con ese material repugnante y pringoso que quiere burlarse de la ajena dignidad y que da pábulo a la maledicencia. Su mayor peligro no sería nuestra sumisa dependencia sino el terrible e inadvertido contagio del analfabetismo digital.


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