14 octubre 2020

Vírgenes, perros y gatos…

Era el 3 de febrero de 1978; así lo dice mi cuaderno de bitácora. Era el mismo año en que sería promovido a comandante del Boeing 707. Ese día, me habían designado para hacer mi primer vuelo intercontinental en condición de primer oficial, como parte de la tripulación que haría el vuelo Quito - Tel Aviv. Era, realmente, mi primer vuelo trasatlántico; hacíamos ese día el segundo tramo, entre Fort de France, en la Martinica, una isla de las Antillas menores, y Las Palmas de Gran Canaria. Estábamos a cargo dos tripulaciones completas, que aún recuerdo sus nombres. Me correspondía efectuar las segundas tres horas de aquel tramo. Era ya media tarde cuando me correspondió reemplazar al copiloto de la primera tripulación. 

 

Volábamos esta vez en un B-720B; su matrícula: HC-AZQ. Ya habíamos cruzado el PNR, o “Punto de no retorno”. Cualquier falla, y no debíamos regresar a Martinica o a cualquier otra pista en el lado americano; debíamos seguir, ya no debíamos volver. El tramo iba a tomar alrededor de seis horas y nuestra autonomía (la cantidad disponible de combustible) era solo de siete en total. Nuestros aviones carecían de equipos de navegación inercial o satelital, todavía no les habían instalado los “más avanzados” Omegas y ni siquiera disponían de aquellos no muy confiables sistemas Doppler, que sí equipaban a los B-707. Solo contábamos con VORs, ADFs y, claro, un radar de caperuza en la mitad del pedestal.

 

No disponíamos tampoco de navegantes o de sextantes. A aquellos profesionales los habrían de contratar más tarde. Era indispensable, por lo tanto, ser muy preciso y prolijo con la navegación, responsabilidad que se asignaba a los primeros oficiales. Quince minutos antes del PNR me presenté en el puente de mando, para recibir el “briefing” del otro copiloto que debía salir a tomar su descanso. Confirmé el trazo de la ruta ya efectuado y anoté en mi cartapacio los rumbos y tiempos registrados. Fue más tarde, ya hecho cargo de mis tareas, cuando caí en cuenta de algo... no se había considerado el efecto de la variación, la diferencia entre el rumbo verdadero y el rumbo magnético. No estábamos donde debíamos estar; estábamos fuera de curso y, de seguir así, no encontraríamos las islas Canarias.

 

¿Qué había pasado? Pues, un error fácil de cometer; algo nos decía que teníamos que corregir ese error a tiempo, si no queríamos enfrentar un tramo final signado por la angustia. Mi colega había tomado en cuenta la variación, pero no la había aplicado en el cálculo del viento. Nos encontrábamos casi cien millas al sur en nuestra correcta posición; no habíamos escogido la singladura correcta, habíamos conservado, por tres horas, un rumbo equivocado al determinar la derrota. No estábamos donde se supone que debíamos estar y no íbamos a llegar a donde queríamos aquella oscura noche...

 

Fue ahí cuando cierto método mnemotécnico salió a nuestro rescate. Recuerdo que en los tiempos de la academia de vuelo, tuve que aprender de memoria ciertas consonantes: T, V, M, D, C. Ellas constituían la letra inicial de “True, Variation, Magnetic, Deviation y Compass”, que traducidas significaban: “Verdadero, Variación, Magnético, Desviación y Compás”; estas letras formaban parte de una secuencia que era difícil de memorizar. En la escuela, había optado, por idear una frase para recordar aquel orden esquivo. Eureka, ya está, es lo que con probabilidad habría proclamado: “Todas las Vírgenes Me Dicen Cosas”... ¿Qué es el rumbo magnético?, mis instructores me preguntaban; y yo, confiado, contestaba: “Es el rumbo verdadero corregido por variación o el rumbo de compás corregido por desviación”.

 

Mientras reía para mis adentros, recordando cómo enseñé mi “invento” a mis propios compañeros (“Today Virgin Mary, Dogs, Cats”), tomé mi plotter y computador, para trazar el nuevo curso con que debíamos enmendar la excursión detectada. No todos estaban convencidos, sin embargo, de que estábamos realmente tan fuera de curso, ni tampoco de que esa corrección era la que nos iba a llevar, dos horas y media más tarde, a una posición geográfica que nos permita interceptar la aerovía de ingreso y nos ubique frente a las islas más occidentales del archipiélago Canario: El Hierro y Santa Cruz de la Palma...

 

Pronto cayó la noche. Con reticencia, no exenta de desconfianza, mis colegas terminaron por hacerme caso. Faltando una hora para el aterrizaje, las señales todavía intermitentes de los radiofaros de Tenerife y Las Palmas empezaron a emitir su titubeante marcación. Pocos minutos más tarde, en una noche ausente de fulgores celestiales, los retornos imprecisos de las esquivas islas, en la pantalla del radar, convirtieron aquel artilugio en protector talismán, y nos dieron la seguridad de que, como decía un viejo amigo, “la Virgencita no iba a querer”. Sí, así pasa: hay veces que “las vírgenes quieren decirnos cosas”; y, a modo de persistente plegaria, nos incitan a ensayar un inocente: ¡Tonight Virgin Mary, dogs, cats!


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