10 febrero 2023

Un encuentro cercano de otro tipo…

Alguna vez tuve un “encuentro cercano de otro tipo” (ya van para cincuenta años); pero nada tuvo que ver con los escurridizos OVNIS, u objetos voladores no identificados (UFOS, por sus siglas en inglés); realmente, el único encuentro cercano que tuve, de este tipo, fue cuando me enviaron a Roswell, para que convirtieran un Boeing 747-400, que todavía estaba en buen estado, en humildes latas de cerveza. Roswell está situado en la esquina suroriental de Nuevo México; el aeropuerto se encuentra hacia el sur de esa pequeña población, al final de una calzada larga que se llama (cómo no adivinarlo) Main Street, o Calle Principal. En efecto, no solo es la principal sino –como lo recuerdo– la única calzada, en ese pueblo nostálgico, que merece el calificativo de calle.

 

Pero, como cuento, mi otra experiencia, post–adolescencia, fue de otro tipo; de uno más bien gastronómico–amatorio… Fue la primera vez que llegué a estar neciamente convencido de que venía siendo hora de que tenía que casarme. Pero, como hoy cavilo, fue una buena experiencia, una especie de curso introductorio a la enigmática condición de estar enlazado (¡qué término tan expresivo!). Recuerdo de tarde en tarde a la interfecta, una agraciada muchacha de porte esbelto y sonrisa azorada (utilizo el vocablo de interfecta, no con el sentido de quien fallece en forma violenta, sino de alguien de quien hablamos). Y reconozco que, cuando la recuerdo, es porque mi memoria me conduce hacia algo que de veras hecho de menos: la delicada cultura gastronómica que había en su casa.

 

Su padre había nacido, no recuerdo bien, si en Asti o la Lombardía, pero nadie –ni él mismo– hablaba italiano en su casa. Lo que –cosa curiosa– se mantenía en su hogar, con fiel y sumiso cumplimiento, eran los sabores, ritos y tradiciones de la comida italiana. Casi podía decirse, y lo digo con respeto, que “íbamos por las chicas (había solo mujeres) pero regresábamos por el refrigerio”. Tengo la impresión de que era en los domingos que, los que habíamos obtenido el reconocimiento como “aplicantes”, esperábamos con fruición el participar de un comedor que se convertía en conventual refectorio. ¡Qué abundancia de manjares! ¡Qué variedad de viandas y qué sabores!

 

Yo había nacido ya con cierta “propensión” hacia los fideos, pero fue en edad pre-escolar, mientras habíamos ido de visita a Guayaquil, que descubrí que esas tiras hechas de harina que en mi casa llamaban “espaguetis” se identificaban en los negocios porteños con el peculiar nombre de “tallarines”. Desde entonces, y con la sola excepción de mi mamá, nadie ha logrado descubrir que ese es mi plato favorito (y eso que no lo guardo como secreto). Es probable  que la cocina italiana sea la preferida para la mayoría de las personas; sin embargo, no siempre seguimos las normas de una cultura culinaria que nos es tan agradable, a la vez que tan sencilla; pero, como podíamos haber dicho en una entrada anterior: “En Roma hay que hacer como los romanos”. Donde fuereis haced lo que viereis.

 

La comida típica de los distintos países obedece, como es lógico, a ciertas costumbres y tradiciones. Del mismo modo, y casi sin que nos demos cuenta, deformamos esas costumbres cuando queremos intentar la cocción de idénticos platos y sabores; esto se debe a que disponemos de otros ingredientes, a la distinta forma de sazonar que tenemos y a que tratamos de adaptar la cocina, sin siquiera advertirlo, al gusto local. Por eso, y en particular con la comida italiana, hay que tomar en cuenta ciertas normas para evitar que un determinado plato termine siendo solo una mala imitación. Así por ejemplo, la pasta se sirve sola en Italia, se la adereza pero no se la sirve junto a la proteína; si nos sirven pan, no se lo debe combinar con la pasta (no se recomienda ingerir un almidón con otro más). Por esto, si uno va a Italia, no espere que le sirvan “pasta al estilo americano”, espagueti con “meat balls” por ejemplo.

 

Los italianos respetan una serie de reglas básicas que de ninguna manera conforman un catálogo o vademécum: no se debe combinar queso con pescado, ya que al hacerlo se deja de aprovechar el sabor de los frutos de mar que es dominado por el gratinado; no utilice el cuchillo para cortar el fideo (ni siquiera lo troce para cocinarlo), acostúmbrese a enrollar la pasta con el tenedor y, si cree necesario, apoye el tenedor en la cuchara. No se estila tomar capuchino después del desayuno, está bien solicitar un “macchiato”, que es en realidad un expreso apenas pintado (se entiende que la leche interrumpe la digestión de los alimentos). En Italia no se comen huevos en el desayuno ni se pide salsa (“dressing”) para las ensaladas; normalmente le ofrecen aceite y vinagre balsámico. No pida sodas o refrescos carbonatados, a menos que sea una pizza… Finalmente, recuerde que la salsa César (Caesar salad) no fue inventada por italianos (fue un mejicano llamado César). Así que, cuando vaya a Roma, solo haga como los romanos.


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