14 febrero 2023

De relojes y “temporales” aficiones

Tengo un recuerdo algo brumoso del que fuera mi primer reloj de pulsera; no recuerdo su marca, ni si fue automático: pudo haber sido un Bulova o tal vez un Omega, marcas entonces populares. Lo que sí recuerdo con nitidez es que me lo compraron un sábado –eran días previos a la Navidad–, pude haber tenido diez u once años (conjetura que respaldo en que similar asignación favoreció también a mi hermano Luis Eduardo). Fue el regalo sorpresivo que nos hizo papá en esa Navidad. La tienda, que también hacía de óptica y joyería, quedaba a pocos pasos de la Plaza del Teatro, en la intersección de la Guayaquil con la Esmeraldas.

 

No creo que el cacharro duró mucho tiempo, terminó en manos de un ratero que me timó en forma artera una tarde de cuya ocurrencia no quiero acordarme (¿qué puede haber más infame que engañar y robar su más preciada posesión a un ingenuo chico de escuela?). Sucedió en uno de los días previos a las vacaciones de verano. Otro de mis hermanos, habría de pasarme el suyo para que pudiera reponerlo, en gesto que, intuyo, tuvo más de piedad que de generoso intento. Este era un Longines (el primero de los dos que habría de tener) y lo portaba con orgullo; su grosor era tan reducido como el ancho de una moneda; su pulsera era asimismo de material y diseño tales que hacían parecer que aquella era parte integral de ese prodigioso artilugio de color dorado que no hacía otra cosa que medir el tiempo.

 

Ya convertido en aviador, imberbe piloto pero aviador al fin, me aficioné por uno de esos adefesios que los noveles aeronautas están persuadidos que “deben” llevar los pilotos, uno de esos armatostes cuya esfera era más ancha que la sección de la muñeca que iba a hospedarlo. Tenía “tacómetro”, supuestamente medía la velocidad y disponía  de cronómetro… Tuvo una duración inferior a la novelería que tuve por adquirirlo; lo descubrí una tarde en el ventanal de la única relojería que había en el pueblo fantasma donde estudié para piloto: una apacible y tediosa aldea costera a la que mis compañeros llamaban “Zero” Beach, para insinuar que era exiguo lo que podía ofrecer…

 

Sería ya en Singapur que no transigí a la costumbre de mis colegas de “aprovechar” las ofertas del sindicato para adquirir relojes de marca, mediante la concesión de cómodas cuotas y precios reducidos; todo respaldado en la inminente participación de utilidades que anualmente allí se concedía. Al final, aquello tal vez nos produjo una contagiosa codicia que terminó por hacernos propietarios de incipientes colecciones de medidores del tiempo, dueños de redundantes aparatos por el solo prurito de “también tenerlos”, pulsión que entonces imbuía a todo el gremio. Aun así terminé convertido en coleccionista “amateur”, vocablo poseedor de una contradictoria etimología.

 

Amateur es palabra curiosa, viene del francés, que también inventó la voz amateurismo; deviene a su vez de la palabra latina por amante (amator), origen que nos induce a suponer que se refiere a quien “efectúa una actividad impulsado por afición, no por dinero”. No obstante, puede significar conceptos no solo diferentes sino antagónicos, para identificar a quienes hacen algo por placer o son inexpertos en una determinada actividad u oficio. Así, puede referirse a quien ejecuta una tarea sin cobrar o significar lego, principiante, no especializado  o diletante (aquél que alardea que conoce de algo para de ese modo medrar de su prestigio). En efecto, usado como adjetivo pude ser sinónimo de neófito, de inepto y hasta de incompetente.

 

La Sociedad Real de Gran Bretaña (una institución científica) siempre ha incorporado “caballeros aficionados”, otro motivo para que la ciencia llegue a donde ha llegado. Ejemplos: Isaac Newton o Francis Bacon. Amateurs fueron sabios de la talla de Mendel, Marconi o Pierre de Fermat, genial matemático conocido como “príncipe de los aficionados”.

 

La pasión por la horología es solo comparable a la que pudieran provocar los instrumentos de navegación. Yo siempre soñé con adquirir algún día un “reloj de abuelo”; al principio uno no sabe cómo hacerlo funcionar ni cómo ajustarlo (ni siquiera cómo darle cuerda); pero termina convertido, en pocos días, en todo un experto, uno que quiere dar consejos a todos los ilustres noveleros que en el mundo han sido, cual especialista reputado… Ahí está mi flamante Howard Miller con sus esferas y mecanismos, sus pesas impulsoras y martinetes de campanario. Ahí está, con su caprichoso péndulo, sus lúbricas poleas, sus advertencias de lo nunca recomendado. Todo un exclusivo “know how” que nos convierte en improvisados reparadores de clepsidras, en avezados relojeros. Pero amateurs, tan solo aficionados…

 

Extraña moneda es el tiempo; mientras todos la gastan y muchos la desperdician, nadie la puede guardar”. No deja de ser una ironía que la otra palabra en inglés para reloj sea time keeper, literalmente guardián de tiempo”...


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