01 enero 2019

De volcanes y cataclismos

Indonesia es un país enorme y sorprendente; y, aunque el área física de sus innumerables islas (más de 17.000) constituye un territorio reducido, puede decirse que su área total (la que incluye sus mares) representa una extensión que fácilmente puede compararse con la de la mitad de los Estados Unidos. Es, además, el cuarto país más poblado que existe en la tierra, detrás de China, India y Estados Unidos, con más de doscientos cincuenta millones de habitantes. Java, donde se encuentra Jakarta, su capital, es también la isla más poblada que existe (130 millones).

Habiendo vivido por tantos años en Singapur, o trabajado más tarde para una línea aérea que iba con frecuencia a este país musulmán, tuve oportunidad de volar ocasionalmente sobre sus mares e islas principales. Indonesia forma parte del Cinturón de Fuego del Pacífico; y es fácil encontrar en su extenso territorio muchos de aquellos estrato volcanes que le dan al perfil de sus islas un carácter intrigante. Por dónde quiera que uno va, mientras explora estos territorios, se topa con esas figuras cónicas -muchas en necia actividad eruptiva- que sorprenden, inquietan e intimidan, y que dejan como impronta la característica de ese paisaje formidable.

Muchas veces fui a Jakarta o a Bali en mis periplos aeronáuticos, sobre todo cuando operaba el A340-300; más tarde, habría de volver a la isla de Java en otros viajes un tanto más santos, como cuando se me asignaban vuelos de peregrinaje o “hajj” (se pronuncia jash), destinados a transportar a los creyentes islámicos en sus visitas al Medio Oriente. Estos vuelos los hice sobre todo desde Surabaya, ubicada hacia la parte meridional de esta isla; o a la vieja Batavia, cuyo descenso y aproximación tenían una trayectoria cercana al volcán Krakatoa, de cuyas travesuras y caprichos ha sido testigo, desde tiempos milenarios, la raza más cordial y abnegada que jamás haya conocido el hombre en la tierra. Estos vuelos los efectuaba en el inolvidable 747-400.

La línea ecuatorial cruza sobre algunas de las principales islas indonesias. De entre todas ellas, destacan, de acuerdo a su tamaño: Sumatra; Kalimantan o Borneo (en ésta, Indonesia comparte territorio con Brunei y con Malasia oriental); la ya mencionada Java; la enigmática y escondida Célebes; las muy famosas y siempre codiciadas Molucas (ubicadas hacia el sur de las Filipinas y que hace ya quinientos años fueron visitadas por aquella expedición que no logró concluir Don Fernando de Magallanes); y, más hacia levante, Timor y la parte occidental de otra isla, donde Indonesia comparte territorio con Papúa Nueva Guinea, ubicada más cerca del Océano Pacífico.

Hace pocos días se produjo un devastador tsunami en Indonesia. El culpable fue esta vez el volcán Anak Krakatoa (“anak” quiere decir niño en bahasa, que es el idioma de Indonesia), pero el cataclismo no fue ciertamente cosa de niños; hasta el momento ya se han contado más de 300 muertos o desaparecidos. El pequeño volcán se llama así porque fue surgiendo, alrededor de 1930, de los vestigios de una isla que poseía tres conos volcánicos, ella sí conocida como Krakatoa y que colapsó hace más de 185 años, luego de erupciones explosivas con carácter apocalíptico. El episodio dio lugar a una película, protagonizada por Maximilian Schell, y que recuerdo haberla visto, en alguna vermú de domingo, cuando era yo todavía un niño.

Al respecto, he leído por ahí del escenario trágico que se produjo en agosto de 1833, cuando la erupción del volcán arrasó con la isla y afectó inclusive a otras regiones relativamente lejanas. Krakatoa está ubicada en un estrecho, entre las islas de Sumatra y Java; pero la isla se encuentra, a la vez, sobre la conjunción de dos placas tectónicas que se hallan sobrepuestas, lo que con probabilidad incidió en el comportamiento de esta región volcánica. De acuerdo a las crónicas, Krakatoa sería uno de los volcanes más destructivos de los que se tiene registro.

La terrible erupción de 1833 se produjo justamente cuando se creía que este racimo de volcanes ya se había extinguido. El proceso se había iniciado pocos meses atrás, pero lo que sucedió en agosto de ese año fue algo totalmente inesperado, y terminó por convertirse en un devastador y estruendoso cataclismo.

Se dice que aquel ruido sería el más fuerte que se haya registrado jamás en la historia; habría roto los tímpanos de quienes se encontraban en el área y se comenta que el estruendo se habría escuchado tan lejos como a 3.000 kilómetros de distancia, en lugares como Perth, en la costa occidental de Australia; o en las islas Mauricio, al oriente de Madagascar. Dicen las crónicas que el polvo y los gases emitidos permanecieron por casi tres años en el área y que el colapso dio origen a la formación de una nueva caldera, que en 1927 empezó a dar signos de renovada actividad volcánica… Como si hablásemos de sucesos acontecidos en la prehistoria!

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